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SANTUARIOS
Sacado del n. 01/02 - 2006

Aquí está Ambrosio con sus amigos predilectos


Era una de las cuatro Basílicas que dio a su Milán. Pero esta era “su” Basílica, donde decía misa y donde quiso ser enterrado entre Gervasio y Protasio, los dos mártires cuyos restos había encontrado


por Giuseppe Frangi


La fachada de la Basílica de San Ambrosio

La fachada de la Basílica de San Ambrosio

«Puesto que no merezco ser mártir, os he hallado estos mártires». Era el 20 de junio del año 386, un sábado, y Ambrosio, obispo de Milán, desde el púlpito de la Basílica que familiarmente llamaban “ambrosiana” («quam appellant ambrosianam», escribe en una carta a su hermana Marcelina) y que oficialmente era la Basílica Martyrum, anuncia la consagración del altar. Debajo de éste acaban de ser colocadas las reliquias de san Gervasio y de san Protasio, halladas tres días antes a pocos centenares de metros de allí.
La situación no tiene nada de legendario. Ambrosio, obispo de Milán desde el 374, había comenzado en seguida la construcción de grandes Basílicas en los caminos de acceso a Milán, para adaptar su ciudad adoptiva al modelo de su ciudad de origen, Roma. La Basílica Apostolorum estaba en el camino romano, la Basílica Virginum (la última de la serie, hoy de San Simpliciano) en el camino de Como; la Basílica Salvatoris o de San Dionisio junto a la puerta oriental (ya no existe). Y por último, la Basílica Martyrum junto a la Puerta Vercellina. Cada una se erigía en una zona destinada a camposanto, donde ya estaban enterradas generaciones de cristianos. Por ejemplo, a pocos pasos de la Basílica Ambrosiana, se hallaba la capilla que conservaba los restos de san Víctor, donde el mismo Ambrosio, había enterrado en el 378 el cuerpo de su querido hermano Sátiro. Aún se conserva dicha capilla aunque hoy es todo uno con la Basílica.
A poca distancia, donde hoy está el cuartel de la Policía, dando a la plaza, estaba la iglesia que conservaba los restos venerados de los santos Nabor y Félix. Excavando allí Ambrosio había encontrado los restos de Gervasio y Protasio. Contó el hecho con todos sus detalles en la Epístola XXII a su hermana Marcelina, que en aquellos meses no estaba en Milán. «Acababa de consagrar una Basílica [la Basílica Martyrum, n. de la r.] cuando muchos comenzaron a decir: “¿Harás como en la consagración de la Basílica de Puerta Romana?” [la Basílica Apostolorum, n. de la r.]. Y yo les contesté: “Sí, si encuentro reliquias de mártires” […] El Señor me concedió la gracia. Efectivamente, si bien el clero demostraba cierto temor, mandé limpiar de piedras el terreno que se extiende frente a la capilla de los Santos Nabor y Félix. Y encontré huellas inequívocas […] Empezaron a salir del terreno los santos mártires de modo que, mientras estábamos aún en silencio, fue posible sacar a la superficie la urna y ponerla sobre el piso. Dentro había dos hombres de enorme estatura […] los huesos estaban intactos […] Los ungimos completamente con perfumes».
«Piae latebant ostiae», escribe Ambrosio en el himno dedicado al hallazgo de los restos de Gervasio y Protasio. Pero «latere sanguis non potest qui clamat ad Deum patrem». Y el uso de ese sustantivo “ostiae” explica la asimilación entre los restos de esos cuerpos y el lugar –el altar– donde se cumple el sacrificio de Cristo. «Él que murió por todos, está sobre el altar; estos, que fueron rescatados por su pasión, estarán debajo del altar», escribe Ambrosio a su hermana Marcelina.

La prisa de Ambrosio
Probablemente, en aquel momento, las obras de la iglesia no estaban acabadas del todo. Ambrosio era un hombre expeditivo, que no se iba por las ramas. Quizá era el hombre más importante, en aquel periodo de la historia, en todo el Imperio romano. Había tenido relaciones turbulentas con más de un emperador, con pleitos que casi siempre se resolvieron en su favor. Pero precisamente por esto, como documenta Richard Krautheimer en su extraordinario libro Tres capitales cristianas, Ambrosio no podía contar con los recursos del tesoro imperial. Así que, sus Basílicas, desde el punto de vista de la construcción parecen espartanas: los cimientos don de guijarros de río, con lechos de argamasa altos y remiendos en “espina de pez”. Concluye Krautheimer: «En mi opinión, la técnica de baja calidad de las iglesias ambrosianas se debe a una contribución económica menos generosa y a las prisas en la construcción. Ambrosio tenía prisa, y los medios a su disposición, aunque amplios, no eran ilimitados».
El altar con el ciborio

El altar con el ciborio

Todo lo contrario de lo que sucedía en la construcción de la otra gran Basílica milanesa, la que luego fue consagrada a san Lorenzo, que en los mismos años, por instigación de la emperatriz madre Justina, había sido construida cerca del palacio imperial, con la idea de destinarla a los arrianos. También en este caso Ambrosio plantó cara y al final salió ganando, con todo el pueblo de su parte. El jueves 2 de abril del 386, al saber que los guardias imperiales habían levantado el asedio a la Basílica Porziana (así se llamaba entonces San Lorenzo), el obispo escribía a su hermana: «¡Qué grande fue entonces la alegría de toda la gente, el aplauso del pueblo, el agradecimiento!». Dos meses después ese mismo pueblo seguiría con conmoción el hallazgo de los restos de Gervasio y Protasio, como hemos dicho. Para Ambrosio era la victoria sobre las pretensiones del Imperio y de los arrianos.

Los amigos mártires
No queda mucho de la Basílica de Ambrosio, que tenía 53 metros de largo y 26 de ancho y cuya orientación era algo distinta de la actual. El obispo fue enterrado por Simpliciano, su sucesor, en el 397 (decía a menudo que un sacerdote debe ser enterrado allí donde ha celebrado misa durante su vida). Pocos meses después le seguiría su querida hermana Marcelina, diez años mayor que él y para la cual Ambrosio había escrito los textos dedicados a la virginidad. Una lápida en la cripta recuerda el lugar en el que, a finales de 1700, fue hallada, «ad pedem Ambrosii ad latus Satyri fratris». Hoy reposa en la tercera capilla de la nave de la derecha, dentro de una fría urna neoclásica. En la capilla anterior, entre dos grandes cuadros de Tiépolo, está su hermano Sátiro. Ambrosio, en cambio, sigue estando donde quería estar. Durante siglos su cuerpo fue conservado en un gran sarcófago de pórfido rojo, que estaba apoyado sobre dos tumbas vacías y que aún podemos ver en la cripta. El 8 de agosto de 1871 se abrió el sarcófago: contenía los restos de los tres santos. En el medio, Ambrosio, a los lados Gervasio y Protasio. En la misma disposición se conservan hoy en la urna de cristal bajo el altar: Gervasio y Protasio están vestidos con una dalmática roja y tienen entre sus manos la palma del martirio. Ambrosio, en cambio, con un solemne hábito pontifical blanco.
Su retrato
También lo vemos vestido de blanco en el extraordinario mosaico, de poco posterior a su muerte, de la capilla de San Víctor. También aquí está representado entre los dos mártires “amigos”, mientras que en frente hay otras presencias familiares: Nabor, Félix y Materno. Es un retrato muy verosímil y realista el que ha realizado el anónimo mosaicista: Ambrosio tiene la barba corta que enmarca una cara delgada, pocas entradas, dos notables orejas, y sobre todo una mirada pensativa y al mismo tiempo abierta a la realidad. Los pies abiertos y la túnica blanca, casi como un antiguo senador romano, nos lo presenta como un hombre concreto, con los pies en el suelo.
Ambrosio representado con vestidos civiles lo tenemos también en los relieves del ciborio que se halla en el centro del presbiterio, y justamente en vertical sobre la urna de las reliquias conservadas en la cripta. Es una obra de finales del milenio y en el lado que da hacia el ábside representa al santo, una vez más plantado solidamente con los pies abiertos. A pesar de la postura hierática la escena es un concentrado de acontecimientos: se ven a lo lados a Gervasio y Protasio que llevan ante Ambrosio, con gesto protectivo, a dos personajes vestidos con escapulario y cogulla. El de la izquierda es el abad Gaudencio que ofrece al santo el prototipo del ciborio. El monje de la derecha, en cambio, tiene las manos en una actitud como de espera o de aplauso. En la parte alta del frontón aparece curiosamente un niño con au­reola: es el Hijo con rasgos humanos. Pero según una interpretación se podría tratar del niño que en medio de la muchedumbre lanzó, en el año 374, el gritó de “Ambrosio obispo” que luego todos los fieles hicieron propio.
San Ambrosio, mosaico, capilla de san Víctor en Ciel d’oro.

San Ambrosio, mosaico, capilla de san Víctor en Ciel d’oro.


El tesoro más precioso
Debajo del ciborio está la joya más resplandeciente de la Basílica, y quizá una de las joyas más extraordinarias de toda la historia cristiana. Es el altar de oro que el arzobispo Angilberto II encargó en época carolingia a un maestro que debía ser famoso, visto el espacio que utiliza para sí mismo en los relieves: Vuolvinio. El altar tiene detrás una ventanilla que revela la función para la que estaba pensado: debía contener la urna con los cuerpos de los tres santos, cumpliendo así el deseo de Ambrosio. Una leyenda que hace de marco a los relieves declara claramente la intención de Angilberto II: «Thesauro tamen haec cuncto potiore metallo ossibus interios pollet donata sacratis»; «Pero dentro tiene un tesoro más precioso que todos los metales, porque ha recibido como don los sagrados huesos». En realidad, hasta el siglo pasado los cuerpos fueron conservados en la gran urna de pórfido rojo que aún se halla en la cripta y no se sabe por qué motivo el altar permaneció vacío.
Los relieves son en lámina repujada: en su parte frontal los paneles representan la vida de Cristo, a los lados las glorias de la Iglesia milanesa, en el dorso, en cambio, se narra minuciosamente la vida de Ambrosio en láminas de plata con doradura al mercurio. Es una narración vivaz, donde no faltan los golpes de efecto, como en el hermoso episodio en que Ambrosio, que huye de Milán para evitar su investidura como obispo, es presa de la mano de Dios y casi se cae del caballo desbocado. Una escena que podría tener como leyenda la estupenda síntesis de la propia historia que Ambrosio escribió entre el 387 y el 390 en el De Paenitentia: «Dirán: he ahí uno que no ha sido nutrido en el seno de la Iglesia […] sacado de los tribunales y alejado de las vanidades de este siglo, de la voz del pretor ha pasado al canto del salmista, no por virtud propia sino por la gracia de Cristo está ahora en el sacerdocio […]. Conserva, Señor, tu don, guárdalo tú que lo has dado a quien huía de él. Porque yo sabía que era indigno de ser llamado obispo. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, soy el más ínfimo de los obispos, ínfimo en dignidad. Pero puesto que también yo he pasado alguna penalidad por tu Iglesia, cuida tú del fruto; si cuando estaba perdido me has llamado al episcopado, no permitas que ahora como obispo me pierda».


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