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SANTUARIOS LOMBARDOS
Sacado del n. 03 - 2006

Para Agustín, un arca con todo un pueblo


El cuerpo del santo llegó a Pavía en el siglo VIII por voluntad de Liutprando, rey de los longobardos. Enseguida lo llevaron a la iglesia dedicada a san Pedro, que entonces tenía un techo dorado. A finales del siglo XIV, la familia Visconti mandó construir una gran arca de mármol, que, como en una película, narra la vida y los milagros de Agustín


por Giuseppe Frangi


En estas páginas, algunas escenas representadas en el arca de mármol del siglo XIV. Arriba, uno de los paneles del arca: Ambrosio bautiza a Agustín
y le entrega el hábito blanco

En estas páginas, algunas escenas representadas en el arca de mármol del siglo XIV. Arriba, uno de los paneles del arca: Ambrosio bautiza a Agustín y le entrega el hábito blanco

Pasar el umbral de San Pedro en Ciel d’oro, en Pavía, es como hallarse en la popa de una nave. Desde lo alto de una docena de escalones se domina toda la amplia nave-puente, con los grandes y sólidos arcos que la enmarcan; pero en seguida la mirada se siente atraída por la proa de esta nave-iglesia: en el fondo de la nave dos escaleras suben al presbiterio, notablemente elevado, y en cuyo centro dominan los mármoles blancos. Es el arca que conserva los restos de san Agustín.
No hay ni oro ni cirios. La primera mirada deja una sensación de desnudez. Están los muros, las piedras, la abundancia de ladrillos típica de las iglesias lombardas; están las paredes, por lo general desnudas y esa formidable y tosca cúpula octogonal que se alza escuadrada y desde la que llueve una luz tersa y tranquila. En fin, ningún efecto especial para Agustín. Y, sin embargo, subir los peldaños del presbiterio y ver debajo del altar la sencilla caja negra que conserva los restos del santo es algo que conmueve. Casi puede uno agacharse y tocar la reja que la protege, se puede girar en torno a ella mientras algún turista o fiel se acerca despistado y curioso. La única señal de que se trata de un lugar especial son las lámparas votivas que, a lo largo del perímetro del presbiterio, representan el homenaje de las provincias agustinianas de todo el mundo a su padre.
Agustín descansa aquí desde hace casi 1285 años. Lo trajo un rey longobardo, Liutprando, entre el 720 y el 725. En aquellos años Pavía era una verdadera capital; Liutprando había conseguido durante su reinado tener a raya a los demás duques longobardos, había rechazo las pretensiones de Bizancio de exportar a Italia la ofensiva iconoclasta, enviando sus tropas contra Ravena. Pero la expedición más importante la hizo Liutprando en Cerdeña. Como narra Beda, el Venerable, en su Chronica de sex aetatibus mundi: «Al saber Liutprando que los sarracenos, depredada Cerdeña, iban a profanar también esos lugares donde había sido depositados los huesos de san Agustín obispo, trasladados allí a causa de las devastaciones de los bárbaros, mandó rescatarlos pagando un alto precio, los tomó y trasladó a Pavía. Aquí los recompuso con los honores debidos a tan gran padre».
La fachada de la Basílica

La fachada de la Basílica

Beda menciona en su narración otra situación de emergencia que vivió Hipona en el 430. Los vándalos, que habían desembarcado en las costas africanas el año anterior, estaban a las puertas de la ciudad y el obispo, que tenía 75 años, estaba viviendo sus últimos días. Refiere su biógrafo Posidio: «Un día, mientras comíamos con él y hablábamos de estos temas, nos dijo: “Sabed que en estos días de nuestra desgracia le he pedido a Dios esto: o que se digne de librar a nuestra ciudad del asedio de los enemigos o, si su voluntad es diferente, que dé fuerzas a sus siervos para poder soportar esta voluntad; es decir, que me acoja a su lado, tras dejar el mundo”». Cuando la enfermedad le obligó a guardar cama, «hizo transcribir los salmos davídicos que tratan de la penitencia –son muy pocos– y mandó fijarlos en la pared, de modo que durante su enfermedad podía verlos y leerlos desde la cama, y lloraba ininterrumpidamente». Posidio, testigo de esos días dramáticos, habla también de un milagro que ocurrió. Un enfermo, que en sueños había recibido una premonición, se acercó a la cabecera pidiéndole a Agustín que le impusiera las manos. El obispo lo hizo y el fiel sanó. Pero Posidio refiere también la primera respuesta desencantada de Agustín: si hubiera podido hacer algo en casos semejantes lo habría hecho en primer lugar para sí mismo. Una dinámica del milagro que guardaba las distancias; casi nos podemos imaginar el pensamiento del santo: ¿Qué tengo que ver yo? Sin Él no podemos hacer nada, menos aún los milagros…».
Según la tradición el cuerpo del santo fue llevado a Cerdeña por los obispos que escaparon del asedio de los vándalos (lo refiere una carta de Pietro Oldrado a Carlomagno); pero los historiadores tienden a pensar que los restos del santo cruzaron el Mediterráneo durante la ofensiva árabe en el norte de África, es decir a finales del siglo VII. Liutprando, pues, completó la obra llevando el cuerpo de Agustín a un lugar más seguro: su Pavía.
Uno de los paneles del arca, que domina aún hoy la tumba, cuenta el viaje como en una dinámica historieta cincelada en el mármol. No sabemos quién fue el autor, pero sabemos que Gian Galeazzo Visconti, primer duque de Milán, la mandó realizar a finales del siglo XIV y que la mano es indiscutiblemente la de los canteros lombardos. En los dos paneles del lado derecho se narra con figuras y todos sus detalles la misión de Liutprando. En la parte alta se ve la nave del rey que arriba a las costas sardas; a bordo, la delegación es de alto nivel; además de Liutprando se reconoce al obispo Pedro de Pavía y se ve a un religioso agustino con hábito y papalina. En la parte inferior, la misma nave a toda vela, y las cuerdas tensas, surca el mar llevando a bordo los restos venerados: el obispo Pedro los vela, con el pastoral en la mano.
En el panel de al lado, el desconocido escultor, con idéntica vivacidad, narra la secuencia final del viaje. Ocho monjes llevan a hombros el cuerpo de Agustín mientras que el rey Liutprando sigue sosteniendo la cabeza mitrada del santo. El cortejo está cruzando la puerta de las murallas de Pavía; más arriba, en formación idéntica, lo vemos llegar a la entrada de la Basílica. A la meta, donde se halla hoy.
San Pedro en Ciel d’oro era la iglesia más importante de Pavía, aunque estaba fuera de las murallas. Había sido erigida en el lugar del martirio de Severino Boecio, que murió en el 525 a manos del mismo emperador Teodoro de quien había sido consejero. Los restos de Boecio se conservan en la cripta. Obviamente no queda nada de aquel edifico que Pablo Diácono, el historiador de los longobardos, describía en el 604. Pero de aquella antigua iglesia, destruida al igual que todo Pavía en el tremendo saqueo de los ávaros del 924, quedan los huesos de los muertos ilustres: Agustín, Boecio y también el rey Liutprando, enterrado a los pies del presbiterio.
El arca construida sobre el altar debajo del cual se conservan los restos de san Agustín,
Basílica de San Pedro en Ciel d’oro, Pavía

El arca construida sobre el altar debajo del cual se conservan los restos de san Agustín, Basílica de San Pedro en Ciel d’oro, Pavía

La fachada, ancha, acogedora, tan apacible y tan lombarda, se remonta a la época del renacimiento de la Pavía municipal, en el siglo XII. Es una fachada de ladrillo, porque aquí no se usaban los lujos de las piedras y los mármoles. Es una fachada hospitalaria, con sus grandes vertientes. La puerta no está en el centro, sino un poco a la derecha porque entre la fachada y el interior hay una ligera asimetría: un toque de imperfección que hace que nos sintamos como en casa. Una sensación que se ve reforzada por esos platos de cerámica que brillan al sol, en contraste con los ladrillos que en cambio lo absorben. Son platos de manufactura islámica, dicen las guías. Y podemos creerlo tranquilamente porque en una fachada y en una iglesia así tienen cabida todos.
La quietud de la arquitectura contrasta con la historia de la iglesia de San Pedro. En 1870, en la época de la supresión de las órdenes religiosas, los agustinos fueron alejados y las naves usadas como gimnasio para los artilleros. Con Napoleón, veinte años después, fue aún peor: la demolición del convento provocó el hundimiento de la nave, mientras que la iglesia fue usada como depósito de leña y heno. En aquellos años oscuros las reliquias de Agustín, guardadas en la urna de plata que mandara construir el rey Liutprando habían sido trasladadas a la Catedral. Mientras que el arca, con sus 95 estatuas y 50 bajorrelieves, se quedó sola en la sacristía donde la habían realizado los canteros de Gian Galeazzo Visconti. Una ceremonia solemne celebrada el 7 de octubre de 1900 las volvió a reunir. Mientras tanto la iglesia había sido restaurada y el arca colocada donde la vemos hoy, en el centro del presbiterio.
Hay un no sé qué de cariñosamente exagerado en este sepulcro que reúne en torno al santo a un pueblo entero: el mármol, pulula de figuras y de historietas que cuentan la historia de Agustín. Gente normal, mujeres, niños que se mezclan en su vida; como él están mirado hacia arriba al gran Ambrosio que predica desde el púlpito. El mismo Ambrosio vuelve en la escena culminante de la entrega del hábito de catecúmeno: Agustín, de rodillas, dobla el cuello para facilitar la operación. A la derecha y a la izquierda, con la máxima reverencia, su madre Mónica y Simpliciano siguen el rito. Volvemos a ver a Mónica en la escena de su funeral, los monjes llevan en brazos su cuerpo que va a entrar en la iglesia de Ostia, donde estuvieron provisionalmente sus restos (hoy se hallan en la iglesia de San Agustín, en Roma): con el detalle de dos pinos marítimos que se ven detrás del séquito, el escultor nos hace comprender que ya no estamos en Padania.
Pero las escenas más hermosas están en las cúspides que narran los milagros del santo. En el lado menor de la derecha Agustín está paseando con un libro debajo del brazo y se encuentra con un grupo de peregrinos derrengados, todos con muletas. Les señala la iglesia, que es la de San Pedro, como se ve en la escena siguiente. La fachada es inconfundiblemente la suya, con sus arquitos ciegos y sus anchos vertientes. Los peregrinos han salido de la iglesia y ya no llevan las muletas porque el milagro ha ocurrido de verdad, y uno de ellos se aleja deprisa para dar la noticia a todo el mundo. Otra aglomeración la tenemos en la escena del prior curado que celebra la fiesta de san Agustín: la gente se apiña ante la puerta de la iglesia, las ramas de los árboles parecen contagiados por la alegría que reina; la minuciosidad del escultor ha representado en este pequeñísimo espacio las dos campanas que parecen repicar, como las manzonianas que acogían al cardenal Federigo.
La fiesta es un poco la clave de esta tumba que no tiene nada de sepulcral, ni de fúnebre. Las dimensiones exageradas de este arca no están dictadas por el deseo de celebración o de énfasis sino por el deseo de dar cabida a todos los que querían participar en la fiesta del santo obispo. Rostros y cuerpos de un catolicismo lombardo. De un catolicismo contento de haber tenido un padre como Agustín.


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