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JUAN PABLO I
Sacado del n. 06/07 - 2006

Homilía del cardenal Albino Luciani durante la misa de sufragio por Pablo VI celebrada en la Basílica de San Marcos de Venecia el 9 de agosto de 1978




El patriarca Albino Luciani con Pablo VI durante la visita del Papa a Venecia, el 16 de septiembre de 1972

El patriarca Albino Luciani con Pablo VI durante la visita del Papa a Venecia, el 16 de septiembre de 1972

«¿Cómo quieres ser llamado?», le preguntaron hace quince años al final del cónclave. Y respondió: «Me llamaré Pablo». Quien lo conocía, nos habría jurado que el nombre elegido sería ese. Montini había sido siempre un apasionado de los escritos, de la vida, del dinamismo del gran Apóstol de los gentiles. Y vivió su “paulinidad” por entero y hasta el final.
El pasado 29 de junio habló de los quince años de su pontificado; hizo suyas las palabras que san Pablo, también cercano al final, había escrito a Timoteo: «He conservado y defendido la fe» (2Tm 4, 7).
La fe que conservar y defender fue el primer punto de su programa. En el discurso de coronación, el 30 de junio de 1963, había declarado: «Defenderemos la santa Iglesia de los errores de doctrina y de práctica, que dentro y fuera de sus confines amenazan su integridad y oscurecen su belleza».
Había escrito san Pablo a los Gálatas: «Aun cuando un ángel de cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!» (Ga 1, 8).
En nuestros días pueden considerarse ángeles la cultura, la modernidad, la actualización, cuestiones que le interesaban mucho al papa Pablo. Pero cuando estas cuestiones le parecieron contrarias al Evangelio y a su doctrina, su “no” fue rotundo. Basta recordar la Humanae vitae, su “Credo”, su postura ante el catecismo holandés, su afirmación clara sobre la existencia del diablo.
Han dicho que la Humanae vitae fue un suicidio para Pablo VI, el derrumbe de su popularidad y el comienzo de críticas feroces. En cierto sentido es verdad, pero lo había previsto y con san Pablo se decía: «…¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios?… Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Ga 1, 10).
San Pablo había dicho también de sí mismo: «Con Cristo estoy crucificado» (Ga 2, 19). Pablo VI confesó: «Quizá el Señor me ha llamado para este servicio [pontifical] no porque yo posea alguna actitud o gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la Iglesia y quede claro que Él, y nadie más, la gobierna y la salva». Dijo también: «El Papa siente las penas que le vienen sobre todo de su insuficiencia humana, la cual se encuentra en cada instante de frente y casi en conflicto con el peso enorme y desmesurado de sus deberes y de su responsabilidad». Esto llega a veces hasta la agonía.
Los Corintios hacían el siguiente comentario sobre Pablo: «Las cartas [de Pablo] son severas y fuertes, mientras que la presencia del cuerpo es poca cosa y la palabra no vale nada» (2Co 10,10). Todos hemos visto a Pablo VI en la televisión o en fotografía abrazar al patriarca Atenágoras: parecía un niño que desaparece entre los brazos, y ante la barba imponente de un gigante.
También cuando hablaba su voz era más bien opaca; raras veces expresaba la convicción y el entusiasmo que le bullían dentro. ¡Pero el pensamiento! ¡Los escritos! Estos eran límpidos, penetrantes, profundos y a veces escultóricos.
«Los pueblos hambrientos», escribió por ejemplo, «gritan a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante gritos tales de angustia, llama a todos y a cada uno de los hombres para que, movidos por amor, respondan finalmente al clamor de los hermanos». Sí al desarrollo –dijo–, pero integral, « de todos los hombres y de todo el hombre». «Todos los hombres» y no solamente la clase de los afortunados; «todo el hombre»: este, pues, debe tener la posibilidad de desarrollarse y progresar en una dimensión no sólo económica, sino también moral, espiritual y religiosa. «Hacer, conocer y tener más para ser también más».
Pero san Pablo fue sobre todo el apóstol de los gentiles, de aquellos que no eran judíos. Y por ellos combatió, a pesar de la perplejidad de otros apóstoles, viajó mucho y sufrió. Escribía: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en el mar. Viajes frecuentes…» (2Co 24-26). A semejanza del apóstol, Pablo VI ha recorrido en avión 130.000 kilómetros: Palestina, India, sede de las Naciones Unidas, Fátima, Turquía, Colombia, África, Extremo Oriente fueron las etapas principales de su viajar. Todos estos viajes quizá no han conseguido conversiones, pero han hecho sentir la cercanía de la Iglesia a los pueblos y a sus problemas.
Otra cercanía, o mejor dicho, acercamiento, que Pablo VI ha buscado, es el de los contactos con gobiernos de profesión ateísta. Una cuestión delicada, que le ha costado críticas. No cabe duda de que había peligro. Pero era limitado y calculado. Limitado, porque no cedía sobre los principios según el evangélico «iota unun aut unus apex non praeteribit a lege». Calculado, porque, aun con esperanzas a veces exiguas, buscaba el beneficio de la religión.
Estaba el problema de los muchos católicos que viven bajo gobiernos perseguidores: es necesario que el Papa les envíe obispos o trate de conseguir para ellos algunas migajas de libertad religiosas. Los mismos ateos son un problema: son muchos, muchos; ¿puede la Iglesia cerrarse en sí misma ante ellos?
Había escrito san Pablo: «Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1Co 9, 22). ¿Por qué, entonces, no admirar la valentía de un Papa que arriesga? Cuando Pío VII estaba tratando el concordato con Napoleón, se encontró incluso con la oposición abierta de algunos cardenales. «¡Tratar con ese delincuente!», decían. «Y alejar de las diócesis a todos los obispos ancianos, muchos de los cuales pueden ser considerados mártires de la fe! ¡Y poner en su lugar a obispos del gusto del primer cónsul! Pío VII, con el corazón partido, pidió o impuso a los viejos obispos que sufrieran no sólo por la Iglesia, sino también a causa de la Iglesia; le hizo al primer cónsul todas las concesiones moralmente lícitas para obtener, en cambio, grandes ventajas para la religión. Naturalmente el éxito de las negociaciones no se vio inmediatamente, sino con el tiempo. La historia tiene sus flujos y reflujos. También la de la Iglesia. En el archivo patriarcal existe documentación de la correspondencia entre el patriarca Roncalli y el substituto Montini. El Papa –escribe en una carta Roncalli– desea que vaya a Roma el tal sacerdote; concederlo es un gran sacrificio para Venecia, pero yo cedo, porque en la Iglesia «hay que mirar largo y lejos». Gracias, le responde Montini; gracias por el sacerdote concedido y por el «largo y lejos».
Hermanos, ningún hombre es perfecto; también Pablo VI, que tanto lloramos, quizá habrá hecho imperfectamente algunas cosas. A mí me parece, sin embargo, que él, cultísimo como hombre, ejemplar como sacerdote, como Papa ha visto «largo y lejos».


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