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INÉDITOS
Sacado del n. 08 - 2006

LOS JUDIOS ESCONDIDOS EN LOS MONASTERIOS

Con los ojos de una niña


La historia de una familia judía de Turín salvada por las religiosas agustinas de los Cuatro Santos Coronados, contada por una de las hijas, que cuando fue escondida en el antiguo monasterio tenía ocho años


por Amalia Viterbo


Nací el 18 de agosto de 1935 en Turín: mi madre era maestra de escuela y mi padre viajante de pieles sin curtir. Después de mí tuvieron otros tres hijos: Laura (1938), Davide (1939) y Silvio (1946).
Pese a las persecuciones raciales y los peligros de la guerra, mi infancia fue bastante serena por la atmósfera familiar tranquila y pacífica que mis padres supieron crear alrededor de sus hijos.
Recuerdo bien que el otoño de 1938 mi madre tuvo que dejar la escuela por ser judía; mi padre, en cambio, siguió con su trabajo autónomo, y viajaba mucho, pero cuando estaba en casa estaba muy cerca de nosotras y nos hacía jugar. Cuando tenía unos tres años, me regaló una bicicleta con ruedas atrás y me enseñó a pedalear por el pasillo de casa: a mí me gustaba mucho verle subirse a mi pequeña bicicleta y me echaba a reír a carcajadas.
Poco después de estallar la guerra comenzaron los bombardeos sobre la ciudad; las sirenas sonaban en plena noche y todos teníamos que salir de la cama para escondernos en el sótano: más de una vez mis padres después de envolvernos rápidamente en una manta nos llevaban en brazos, aún dormidos, al refugio.
Los cristales de las ventanas estaban oscurecidos para que los pilotos de los aviones no vieran las luces; pero a menudo las sacudidas de aire provocadas por las bombas rompían los cristales, y como no era fácil sustituirlos, se recorría a la madera compensada, que bien pronto apareció en todas las casas de la ciudad.
Aspecto del claustro de los Cuatro Santos Coronados en una foto de época

Aspecto del claustro de los Cuatro Santos Coronados en una foto de época

En 1941 cumplí los seis años, pero como judía no podía ir a la escuela pública de mi barrio. Por eso mis padres me matricularon en el primer curso de la escuela judía. Cada mañana con mi padre tomaba el tranvía 13, que entonces pasaba por la calle San Donato, no lejos de casa. Mi maestra era la señorita Bianca Amar, que nos enseñaba también el hebreo: era muy buena y justa y aunque estuve con ella solo un año escolar siempre he guardado muy buen recuerdo. Me encantó verla después de la guerra, especialmente durante los últimos años de su vida, cuando estaba en la Casa de Reposo judía.
En 1942 los bombardeos se intensificaron y mi padre, que se había salvado milagrosamente de un ataque aéreo contra el tren en el que viajaba (su vagón se había parado bajo un túnel), decidió que dejáramos nuestra casa turinesa para ir a un pueblecito del valle de Lanzo, Fè. Los abuelos no quisieron moverse y se quedaron en Turín, pero las incursiones aéreas eran cada vez más numerosas y devastadoras, desde Fè veíamos el resplandor de las bombas incendiarias. Mi madre estaba muy preocupada por la vida de sus padres y un día volvió conmigo a la ciudad y casi los obligó a escapar de Turín. Desde aquel día mi abuela Gemma y mi abuelo Marco vivieron con nosotros hasta el final de la guerra.
Yo habría tenido que ir al segundo curso de primaria, pero tenía prohibido sentarme con los otros escolares por ser judía. La maestra del lugar fue muy amable y comprensiva y vino solo por mí todos los sábados por la tarde desde Precaria, donde vivía, hasta Fè, que estaba a dos kilómetros. Me ponía deberes para toda la semana y me explicaba las lecciones; no recuerdo su nombre, pero su bondad y su paciencia se me quedaron grabadas. Tampoco recuerdo cómo es que luego me aceptaron en el tercer curso.
El invierno de aquel año fue especialmente frío; todos llevábamos botas con clavos para no resbalar sobre el hielo que se formaba por los caminos.
Otros parientes se vinieron también a Fè: la madre de mi abuela, que llamábamos “abuela bis”, dos jóvenes nietos suyos y nuestros primos, Ugo y Franco, una hermana de mi padre, la tía Gina, con su hija Edita y su hijo Bruno, casado y padre de un niño pequeño. La bisabuela, pese a su edad, salía todos los días y para resguardarse las manos del frío usaba un manguito de piel. Era una mujer de una pieza y sabía imponer su personalidad. Recuerdo que hablaba casi siempre en dialecto y enriquecía sus palabras con viejas frases hechas, como “sacucin d’Ulanda” cuando se enfadaba. Pero la abuela bis, Ugo y Franco se quedaron con nosotros poco tiempos porque se fueron a Mattie, en el Valle de Susa.
En el pueblo nos conocíamos todos y las relaciones eran muy buenas: los hijos de los campesinos y de otras familias turinesas desalojadas eran nuestros compañeros de juego, estábamos muy unidos y nos divertíamos con poco. Por ejemplo fabricábamos vestidos con las grandes hojas de los castaños, pintábamos en las paredes con trozos de tiza o de ladrillo que encontrábamos por los caminos. También nos gustaba restregar la tiza o el ladrillo para conseguir polvo blanco o rosa que luego utilizábamos para embadurnarnos la cara. Viviendo en el campo, incluso los niños nacidos en la ciudad aprendimos a conocer muy bien la naturaleza y los animales domésticos y salvajes. Pasábamos los días serenamente y la guerra no nos molestaba.
Pero en el 43 todo cambió, especialmente tras el 8 de septiembre. Los soldados alemanes estaban por doquier, incluso el oasis de Fè se volvió peligroso porque la caza a los judíos era durísima. Mi padre comprendió que había que escapar lo antes posible hacia el sur de Italia, donde las tropas angloamericanas, que habían desembarcado en Sicilia, estaban subiendo por la península. La primera idea era la de llegar hasta Nápoles, pero el proyecto no se pudo realizar porque las vías de comunicación eran intransitables. Se decidió entonces ir a Roma, donde tanto mi madre como mi padre conocían a personas de confianza. Como éramos siete, las maletas y los bultos eran numerosos y estorbaban mucho. Sin embargo el viaje en tren fue tranquilo aunque nos pareció interminable por las numerosas paradas que a veces duraban varias horas. El tramo de la línea gótica en Toscana resultó muy largo porque los alemanes habían concentrado allí hombres y armamentos y todos sus trenes tenían precedencia sobre el nuestro. En Florencia paramos muchísimo, y desde la ventanilla veíamos a los soldados alemanes afeitarse, comer, fumar.
La noche del 16 de octubre llegamos por fin a la estación romana de Termini, y aunque estábamos hartos de tanto viaje, mis padres decidieron pasar también aquella noche en el tren.
Fue una idea brillante. En la ciudad estaban rastreando a los judíos. Como por desgracia es bien sabido, deportaron a Alemania a algunos miles de ellos y muy pocos volvieron.
Paracaidistas alemanes durante un registro en una calle de Roma en la primavera de 1944

Paracaidistas alemanes durante un registro en una calle de Roma en la primavera de 1944

La mañana siguiente fuimos al hotel Massimo D’Azeglio, muy cerca de la estación. El miedo se transformó en terror cuando la camarera, llamada por el portero para que nos ayudara a llevar el equipaje, al ver a la abuela Gemma, exclamó contenta: «Ahí va, señora Levi, ¿no me reconoce? Yo estuve de dependienta en la charcutería Costa de la calle Cibrario». La abuela respondió al saludo con un hilo de voz y le hizo señas de que se callara. El apellido Levi es uno de los más conocidos por los alemanes para catalogar a una persona como judía; cuando llegamos a la habitación, la abuela se lo explicó todo a la camarera, que pidió perdón.
Por obvios motivos no nos quedamos mucho tiempo en el hotel; los traslados fueron bastante numerosos hasta que fuimos acogidos en un convento de monjas. Muchas personas nos ayudaron, especialmente el profesor Onorato Tescari, que tenía contactos en el Vaticano. Nos presentó a la madre superiora del convento de los Cuatro Santos Coronados, y a una monja, Maria Artemia, nos ofreció su cuarto, aunque ni mi padre ni mi abuelo se podían quedar por falta de espacio. Ellos pasaban la noche en una capilla que estaba en el sector del convento donde vivían las monjas de clausura.
El profesor Tescari era un hombre alto, delgado, con el pelo gris y los ojos azules. Era un hombre de gran cultura clásica y amaba especialmente a san Agustín, cuyas obras había traducido. Era más bien reservado, aunque muy afable. A través del profesor Tescari, que amablemente nos había conseguido el permiso, pude visitar en compañía de mi madre una parte de la Ciudad del Vaticano de la que recuerdo poco, mientras que se me han quedaron grabados los guardias suizos con sus uniformes multicolor y las lanzas puntiagudas.
Durante los días en el convento mi padre y mi abuelo venían con nosotras y salíamos con ellos hasta el toque de queda. Cuando llovía o hacía mucho frío nos quedábamos en el convento: podíamos visitar todos los locales, desde la gran cocina hasta los talleres donde cosían las sordomudas, desde la lavandería hasta la capilla en la que una joven y guapa monja nos enseñaba a rezar a los niños.
Había también un gran jardín cultivado y con plantas de fruta; en un lado habían construido una pocilga y recuerdo muy bien que a nosotros nos gustaba muchísimo mirar los cerditos mientras mamaban o bien observar la agitación de los cerdos adultos cuando se acercaba a la puerta la hermana con el cubo de la comida.
Durante los primeros tiempos de nuestra estancia en el convento todavía teníamos los documentos de identidad en los que estaba escrito «de raza judía». Cuando supimos que las SS no respetaban la inviolabilidad de los monasterios, la madre superiora del sector de clausura, sor Maria Rita, mujer dotada de gran inteligencia, se preocupó de nuestra incolumidad y, a través de sus numerosos conocidos, nos consiguió documentos con identidades falsas. Los abuelos tomaron el apellido Mancini, nosotros De Sanctis; lugar de nacimiento Nápoles, residencia en el Paseo Marítimo Caracciolo. El autor de los falsos papeles era un simple, aunque valiente, brigada de la policía, el señor Ampio.
Tras la captura de varias familias judías escondidas en el monasterio de San Paolo Extramuros, también mis padres sintieron miedo y, con la ayuda de las monjas, buscaron un escondite seguro por si también el monasterio de los Cuatro Santos Coronados era registrado por la Gestapo. A mi madre le pusieron los hábitos de monja y a nosotros se nos indicó una trampilla escondida tras un armario.
Una noche nos invadió el terror porque ni mi padre ni mi madre habían vuelto tras el toque de queda. Además la portera del convento llegó toda afanada a decirle a la madre superiora que los alemanes estaban a punto de entrar. En un momento abandonamos nuestro cuarto y bajamos al sótano: el corazón latía fuertemente y la angustia crecía con el paso del tiempo. Mis padres no habían llegado y pensamos que los habían capturado. Después de una hora oímos que empujaban el armario y pensamos que nos habían descubierto; pero eran las hermanas que venían a decirnos que el peligro había pasado y que mis padres habían llegado. Nuestros rostros se tranquilizaron y nos abrazamos. Por suerte la portera se había equivocado tomando por alemanes a unos contrabandistas de café.
Cuando estábamos en el convento íbamos a menudo a los jardines de la colina Oppio donde jugábamos a correr, pero no podíamos pisar el césped porque enseguida nos reñían nuestros padres o abuelos, que temían que pasaran los municipales y nos pusieran una multa, o que nos pidieran los documentos, que eran falsos. Y precisamente en Roma, la abuela Gemma, siempre paciente y buena, me dio una bofetada –la única– porque había cruzado una calle corriendo.
Aquel año, por supuesto, no fui a la escuela; volvimos a cambiar de residencia y nos mudamos a un gran apartamento que estaba en la calle Pierlugi da Palestrina, cerca de la plaza de Cavour. La casa pertenecía a una familia fascista que se había trasladado al sur de Italia. En una habitación habían metido todo lo que no habían podido transportar, y los chicos teníamos mucha curiosidad por saber qué había detrás de aquella puerta, pero la llave se la habían llevado. Con respecto al limitado espacio del cuarto del convento, la nueva residencia nos parecía un paraíso y podíamos correr por el largo pasillo y jugar a muchas cosas. Algunos juegos nos los inventábamos nosotros: recuerdo uno en especial que hacíamos en el comedor. Íbamos subiendo uno cada vez a una silla puesta a un lado de la mesa, luego andábamos sobre la mesa y cuando llegábamos al centro, justo debajo de la lámpara, nos inclinábamos, cruzábamos los brazos sobre el pecho y decíamos “da bade, dabù”, luego bajábamos a la silla colocada en el otro extremo de la mesa y volvíamos a empezar, hasta que nos hartábamos.
Viviendo en aquella casa teníamos todos mucha más libertad de jugar que en los jardines públicos, por el temor de los padres y los abuelos de que, como ya he dicho, si hacíamos algo que no debíamos tuvieran que presentar los documentos falsos. Un día estábamos solas en casa mi abuela Gemma y yo cuando sonó el timbre y yo fui a abrir. Era el guardia municipal que tenía que entregar las cartillas de racionamiento. Llamé a mi abuela y el guardia le preguntó: «¿Cómo se llama, señora?». La abuela se había olvidado momentáneamente de su apellido falso, pero pese a estar aterrorizada, tuvo la entereza de decirle al guardia: «Perdóneme un momento, que he dejado la sartén en el fuego». Se alejó, fue a coger el carnet de identidad, leyó el apellido, volvió y dijo: «Soy la señora Gemma Mancini». El guardia le entregó las cartillas y se fue sin percatarse de nada. Mi abuela cerró la puerta y tuvo que sentarse porque le temblaban las piernas, el corazón le latía fuerte y tenía las mejillas como un tomate.
Una calle del gueto judío de Roma en una foto de época

Una calle del gueto judío de Roma en una foto de época

Los meses pasaban y los angloamericanos avanzaban muy lentamente. Por fin desembarcaron en Anzio, cerca de Roma, y pensábamos que pronto seríamos libres. Se oían los cañonazos, pero la resistencia alemana fue tenaz. Los abastecimientos de víveres comenzaron a escasear y los precios en el mercado negro estaban por las nubes. Mi padre había traído consigo dinero, pero debido a la duración de la guerra nos quedaba ya bien poco.
Se comía poco y mal porque todo escaseaba y con la cartilla teníamos derecho a raciones de risa; solo en el mercado negro se podía comprar todo tipo de comida, pero los precios estaban fuera de nuestro alcance. En Tor di Nona había varias personas que vendían ilegalmente; tenían una organización extraordinaria y la policía casi nunca conseguía pescarlos, porque cuando se oía desde lejos el grito de «¡Llueve, llueve!» significaba que había un guardia en los alrededores. Inmediatamente todos los vendedores ilegales hacían desaparecer la mercancía en sus casas y suspendías los negocios hasta que desaparecía el peligro. Luego, como por encanto, volvían a aparecer con sus productos y reemprendían el comercio.
Había que apañárselas como fuera para conseguir algún dinero: mi madre iba por la calle vendiendo hilo, agujas, alfileres, pero lo que ganaba era muy poco. Un amigo de mi padre se enteró de que el comando militar alemán tenía que transportar pieles hasta el norte; mi padre se ofreció para acompañar al conductor y encontrar un comprador, demostrando un valor poco común para ayudar a la familia. El negocio salió redondo y mi padre volvió sin grandes dificultades con un buen fajo que nos permitió sobrevivir hasta la Liberación.
Las tropas aliadas seguían cerca de Roma y a la ciudad ya no llegaba comida. Se comían algarrobas, pan duro y negro; faltaba la corriente eléctrica y se usaban las lámparas de acetileno, que daban poca luz y mucho humo. Los medios de transporte ya no circulaban; la ciudad estaba como asediada.
Las tropas alemanas se retiraron hacia el norte a finales de mayo del 44; muchos estaban heridos pero no todos encontraron sitio en los camiones o en los coches del ejército, porque en los combates muchos habían sido destruidos. Para sustituir a los hombres caídos o heridos gravemente, Hitler no había dudado en mandar al frente a muchachos jovencísimos de 16 y 17 años aún imberbes, pero tan arrogantes como sus compañeros adultos. Por suerte en la ciudad no hubo graves enfrentamientos; solo en las zonas periféricas los alemanes trataron, aunque en vano, de detener a los angloamericanos. Los soldados de la Wehrmacht se batían en retirada: yo los he visto harapientos y cansados mientras abandonaban Roma.
Un día al abuelo le entró compasión por aquellos jovencísimos soldados alemanes y en su lengua se acercó a un grupito que se había parado en el jardín de la plaza Cavour a descansar brevemente y les dio dinero para que se tomaran algo.
Un recuerdo de bastante tiempo antes: un día mi madre, mi hermana y yo estábamos en el tranvía, en el que había algunos soldados alemanes y uno de ellos, cuando vio a la pequeña Laura con sus ricitos rubios, se le acercó y la acarició, y dijo que le recordaba a su hija que hacía tiempo que no podía abrazar. Aunque el gesto del soldado era de ternura, mi madre sintió mucho miedo porque los militares germánicos daban terror no solo por las armas que llevaban, sino sobre todo por su comportamiento rígido y duro y por su lengua tan metálica e imperiosa. Aún hoy, cuando oigo hablar en alemán me entran escalofríos y cuando quieren venderme algún producto alemán me niego a comprarlo.
La noche del 3 al 4 de junio subieron gritos desde la calle. Nosotros no entendíamos. Luego nos pareció que decían: «¡Los ladrones, los ladrones!». Pero lo que gritaban era: «¡Los americanos, los americanos!». La mañana siguiente vimos desfilar los tanques aliados y todos estábamos locos de alegría. ¡Qué diferencia entre los soldados alemanes y los angloamericanos, tan rubicundos, bien vestidos y bien armados! Les lanzaban a la gente en fiesta tabletas de chocolate y otras ricuras que desde hacía tanto tiempo nadie comía.
Poco a poco la ciudad volvió a su vida normal. Mi madre consiguió el puesto de maestra en la escuela primaria pública y yo pude hacer, con un año de retraso, el tercer curso, mientras que mi hermana Laura comenzaba el primero. Pero el regreso a Turín no era todavía posible y las preocupaciones por los parientes que se habían quedado allí eran muy grandes porque no teníamos noticias de ellos desde hacía mucho.
Mi madre, utilizando sus limitados conocimientos del inglés, entabló conversación con muchos militares angloamericanos y nos hicimos amigos de un soldado negro americano que a menudo venía a vernos y nos llevaba muchas cosas buenas de comer. Se llamaba Johnson, era alto y robusto y nos agarraba con sus fuertes manos sin ningún esfuerzo a dos niños y nos daba vueltas como si fuera un tiovivo. Le teníamos mucho cariño; por desgracia le mandaron a Normandía, donde murió en combate.
Mi papá retomó su trabajo con los clientes del sur, no siempre sin peligros pese a la Liberación. El momento más grave fue cuando en uno de sus muchos viajes de trabajo fue arrestado por la MP (Policía Militar) y le metieron en la cárcel durante algunos días. Fue una experiencia traumática que impresionó a mi padre: su pelo se volvió de repente blanco como si hubiera envejecido diez años. Lo que pasó fue esto: mi padre y un amigo suyo estaban en un camión de regreso a Roma. Cerca de Terracina unos soldados americanos en jeep le cortaron el paso al camión, obligaron a mi padre y a su amigo a bajar y a seguirles a gritos, empujones y bofetadas. Estaban borrachos y decían que el camión viajaba a demasiada velocidad y que, pese a sus repetidas señales de que se detuvieran, el camión había continuado su marcha. Mi padre y su amigo protestaron por el modo en que se les trataba, pero los soldados no escucharon a razones y se los llevaron a su puesto de mando; los metieron en una celda durante algunos días. Mi padre no creía ya tener que sufrir otros maltratos ni una injusticia así precisamente de los americanos, a los que consideraba liberadores. Para él fue un gran golpe que tuvo repercusiones tanto en su psique como en su físico. Decía que los alemanes, aun odiados, nunca le habían tratado tan duramente como los americanos, en los que había depositado tantas esperanzas de un mundo mejor.
Tuvimos el gusto de volver a ver a la tía Rita Montagnana, hermana de la abuela, y a su marido Palmiro Togliati, que se habían establecido en Roma tras su larga estancia en la Unión Soviética. Rita y Palmiro vinieron algunas veces a visitarnos y nosotros fuimos a su casa. Ella estaba siempre risueña y activísima. Palmiro tenía un aspecto muy reservado. A primera vista parecía frío y distante, pero, sobre todo con los niños era disponible, nos cogía en brazos y nos contaba fábulas y episodios de su vida
Sin embargo, tuvimos el gusto de volver a ver a la tía Rita Montagnana, hermana de la abuela, y a su marido Palmiro Togliati, que se habían establecido en Roma tras su larga estancia en la Unión Soviética. Rita y Palmiro vinieron algunas veces a visitarnos y nosotros fuimos a su casa. Ella estaba siempre risueña y activísima: se ocupaba especialmente de las mujeres y de su emancipación, y también había fundado el periódico Noi Donne. Palmiro tenía un aspecto muy reservado. A primera vista parecía frío y distante, pero, sobre todo con los niños era disponible, nos cogía en brazos y nos contaba fábulas y episodios de su vida.
Hicimos también amistad con un soldado piamontés de servicio en Roma, Bruno Barbero, al que seguimos luego viendo durante muchos años en Turín, donde se había casado y había abierto una tipografía.
Con la liberación de Roma, que en mi recuerdo se identificaba con la llegada de los americanos, volvieron a comenzar las funciones religiosas en el Templo. Fuimos pocas veces, y todos los turineses estábamos asombrados de tantos movimientos, para nosotros casi teatrales, de brazos y piernas, tanto de los fieles como del rabino. El rito en Roma era distinto del turinés. Seguía mirando a mi alrededor maravillada: ¡cuánta diferencia en el comportamiento compuesto de la gente del Templo de Turín y la curiosa gesticulación de los judíos romanos!
Cuando vivíamos en la calle Pierlugi da Palestrina, casi todos los días salía con el abuelo Marco y recorríamos la misma calle a lo largo del Tíber, el castillo del Santo Ángel, la plaza de San Pedro. El abuelo sabía que había un punto de la columnata que rodea a la plaza de San Pedro desde el que se ven en vez de varias columnas una sola fila, y lo encontró. Si veíamos colillas por el suelo las recogíamos, luego en casa el abuelo utilizaba el tabaco para hacerse manualmente los cigarrillos.
Durante la guerra murieron muchas personas conocidas, e incluso parientes míos, algunos deportados sin regreso, otros por desgracias y enfermedades. Pero aquí deseo recordar de manera especial a una persona que en aquellos años estuvo muy cerca de nosotros, los niños: Lena. Quizá tenía dieciséis años cuando empezó a servir en mi familia en Turín. Yo le tenía mucho cariño y la consideraba una hermana. Tenía paciencia sobre todo con mi hermana Laura, que tenía solo tres años y era muy caprichosa e impaciente. Lena también era muy trabajadora y fuerte, a pesar de su grácil constitución. Recuerdo que para limpiar y abrillantar bien el parquet usaba la “galera”, una pesada plataforma de metal unida a un palo de madera; a los niños nos encantaba subir a la “galera” y agarrarnos al palo para que Lena nos llevara de una habitación a otra.
Cuando dejamos Turín para ir a Fè, Lena nos siguió fielmente; a ella le encargaron mis padres todo lo que no pudieron llevarse de Fè a Roma. Nos separamos de ella en octubre de 1943 con la seguridad de que volveríamos a verla al terminar la guerra. Pero murió cuando fue ametrallado el tren en el que viajaba para ir a visitar a su familia en Saluzzo. Tenía solo veinte años.
Cuando en abril del 45 toda Italia quedó libre, volvimos a Turín en un coche particular de propiedad de un noble veneciano, el conde Bragadin. Aquel viaje fue memorable porque nos pasó de todo. En las curvas cerradas que llevaban a Radicofani tuvimos que ser remolcados por un carro. Los caminos a menudo estaban imposibles, y los neumáticos se desinflaban con frecuencia, por lo que había que encontrar a alguien que los arreglara. El coche tenía además su edad, y aunque era bastante ancho, iba abarrotado de personas y maletas; así que la marcha era lenta y tardamos varios días en llegar. El conde-piloto, después de dejar en Bolonia a su amante, quería ir directamente a Venecia, pero mi padre le recordó el compromiso que había tomado en Roma y obligó a Bragadin a llevarnos a Turín, que volvimos a ver con gran emoción pese a que había quedado duramente afectada por los bombardeos.


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