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DOCUMENTO
Sacado del n. 11 - 2006

EL CONGRESO SOBRE EL ROSTRO DE LOS ROSTROS

Perdón y comunión en Juan Pablo II


La conferencia pronunciada por el rector de la Pontificia Universidad Lateranense en la décima edición del Congreso internacional sobre el Rostro de Cristo


por Rino Fisichella


Monseñor Rino Fisichella, el cardenal Fiorenzo Angelini y el escritor Alain Elkann durante los trabajos del X Congreso internacional sobre el Rostro de Cristo, que se celebró del 14 al 15 de octubre en la Pontificia Universidad Urbaniana de Roma

Monseñor Rino Fisichella, el cardenal Fiorenzo Angelini y el escritor Alain Elkann durante los trabajos del X Congreso internacional sobre el Rostro de Cristo, que se celebró del 14 al 15 de octubre en la Pontificia Universidad Urbaniana de Roma

Un testimonio coherente
La persona de Juan Pablo II permanecerá durante mucho tiempo como la expresión más significativa de la vida de la Iglesia en los comienzos del tercer milenio de su historia. Sólo leyendo las estadísticas, que de tanto en tanto caen en nuestras manos, sentimos un gran asombro al pensar que este hombre viajó por el mundo entero como nadie, no se olvidó de ninguna zona de la tierra que le estuviera permitido visitar para llevar a todos el anuncio del Evangelio de Jesucristo. Millones y millones de creyentes y no creyentes acudieron para escuchar su palabra y verle, interpretar un gesto suyo y, para los más afortunados, decir dos palabras y recibir su bendición. Durante casi veintisiete años mostró el rostro de una Iglesia joven, capaz de hablar un lenguaje comprensible a nuestros contemporáneos, pero sobre todo dio testimonio de cómo se puede vivir con dignidad en cada etapa de la vida, pese a la enfermedad y el sufrimiento para dar significado al dolor y a la muerte. Las imágenes del comienzo del pontificado en octubre de 1979 que mostraban a un Papa de solo 58 años, deportista, fascinante, fuerte y severo a la vez, no desentonan con las que lo presentaban casi inmóvil en una silla –nueva silla gestatoria que nunca quiso utilizar–, incapaz de expresarse con la palabra, pero sí con esa mirada suya siempre vigilante y atenta. La Iglesia ha tenido con Juan Pablo II un testigo de la fe audaz, entusiasta y coherente; desde el principio al final manifestó la palabra del Señor: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado» (Mt 28, 19-20).
Para comprender la profundidad de la enseñanza de Juan Pablo II es necesario volver a su primera encíclica, Redemptor hominis. Es aquí donde encontramos los puntos esenciales en los que se inspiró constantemente en su acción pastoral para imprimir a su pontificado la fuerza y el entusiasmo que lo caracterizaron. La idea central que movía el pensamiento de Juan Pablo II era la profunda fe de que Cristo es el redentor del hombre. Su obra de salvación se extiende desde el Gólgota para llegar a todos los hombres en todos los tiempos, sin distinciones. «El hombre –escribía el Papa– no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Rh, n. 10). Si se quiere, es precisamente este amor el que revela la dimensión de la salvación y la redención del hombre de su culpa. Si nos abrimos al amor de Cristo, entonces encontramos y recuperamos la grandeza que habíamos perdido, la dignidad de la existencia personal y el valor de la propia participación en la historia. Juan Pablo II, pues, interpretó la misión de la Iglesia de modo que cada persona pueda dirigir su mirada al rostro de Cristo que revela y expresa el amor trinitario de Dios.

El amor en el centro
Amor es la palabra que mantiene viva a la Iglesia y que hace que su mensaje y su misión sean permanentemente provocatorios a lo largo de los siglos. No es un amor tomado de la experiencia humana ni que se burla como expresión intelectual, sino un amor verdadero, concreto, tangible que todos pueden comprobar si se ponen ante el rostro de Jesús de Nazaret. Por lo demás, sobre el tema del rostro de Cristo, Juan Pablo II escribió uno de sus documentos más conocidos, Novo millennio ineunte, para vivificar a la Iglesia en su camino hacia el tercer milenio: «Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro […] a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este periodo singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor» (Nmi, n. 16). Este es el misterio que hasta hoy hace que cada creyente sea responsable de su propio bautismo y de su participación en la misión de la Iglesia. El amor no puede ser solamente anunciado, hay que hacer que sea visible y tangible en lo concreto de su naturaleza. Es por este motivo por lo que hay que recuperar el horizonte de la revelación; de lo contrario el amor estaría sometido a la ambigüedad del concepto y de las interpretaciones propias del relativismo de hoy, como ha enseñado magistralmente Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est.
Creo que no me equivoco diciendo que ante la pregunta: «¿Qué es el amor?», la respuesta más directa y universal que se recibe es: «Dar la vida por la persona amada». Respuesta coherente que a la vez que evidencia el drama de su verdad, muestra el largo camino que estamos llamados a recorrer para verificar muestra coherencia. Porque cuando se pronuncia una expresión semejante, nos hallamos ante un lenguaje totalmente peculiar, el performativo, que compromete a cada uno a vivir de lo que dice, so pena de tocar con la mano su propia contradicción, la incoherencia y la falta de sentido de su expresión. Pero estamos tan acostumbrados a comprender el amor en esa acepción que olvidamos su origen y el significado profundo que ha sido introducido en ese término. Amar como equivalente de «dar la vida» procede de la revelación de Jesucristo, que ofreció su vida por todos los hombres, muriendo en la cruz. Cuánto es única y original esta concepción lo demuestra la comparación con la literatura y la cultura antiguas. La aportación peculiar que sobre este tema el cristianismo ha introducido en todas las culturas, diferenciándose incluso de las otras religiones, ha imprimido un desarrollo notable en el progreso de la civilización universal. La revelación cristiana tiene su punto culminante en la expresión: «Dios es amor» (1Jn 4, 8-10). Por primera y única vez en toda la Biblia el autor sagrado parece que quiere dar una definición de Dios que no deje espacio a otras fórmulas. Varias de éstas son fácilmente cotejables en los varios textos del Nuevo Testamento; expresiones como: «Yo soy la luz» (Jn 9, 5), «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6), «Yo soy la vida» (Jn 11, 25), llevan consigo características propias de Dios. En este caso, sin embargo, el autor sagrado quiere fijar la mirada directamente en la naturaleza misma de Dios, en su esencia, en lo que lo califica como Dios. Un análisis detallado de la primera Carta de san Juan muestra la profunda intención reveladora que posee la expresión y el gran valor significativo que subyace en ella. Toda la primera parte de la Carta parece tender a este versículo y, por paradójico que parezca, todo el Nuevo Testamento asume una luz nueva a partir de esta expresión: «Dios es amor… en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó». Por dos veces en un espacio muy breve (vv. 8-10), el evangelista repite: «Dios es amor» y pone esto como fundamento de la existencia personal de cada uno; añade efectivamente «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (v. 7). La esencia del Dios de Jesucristo consiste por tanto en ser amor. Quien se abre a él y se deja plasmar, recibe una vida nueva, la que permite ser generados por Dios, entrar en relación con él, vivir de su misma vida. Esta vida de comunión, sin embargo, no tiene una única dirección de Dios hacia el hombre; el evangelista atestigua que el amor se desarrolla en una forma real de reciprocidad: «Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (v. 16). Esto es: el que es amado por Dios es capaz, a su vez, de amarle y corresponder a su amor con esa semilla de vida nueva que ha sido depositada en él por la fe.
Juan Pablo II durante la Jornada del perdón, el 12 de marzo de 2000

Juan Pablo II durante la Jornada del perdón, el 12 de marzo de 2000

El evangelista, de todos modos, no se queda en la definición de la esencia de Dios, sino que permite dar un paso más identificando también el modo de amar de Dios. Si Dios es amor, significa que ama; pero cómo ama Dios sólo él puede hacerlo manifiesto. Se deduce que su modo de amar no sólo es el verdadero arquetipo de todo amor, sino también el paradigma en el que conjugar todo amor que quiera ser digno de este nombre. Una vez más nos ayuda a comprenderlo el evangelista Juan cuando en su Evangelio señala explícitamente este modo de amar: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Este versículo es un texto clave de todo el Nuevo Testamento. Si consideramos su contexto inmediato, se nota que Jesús, respondiendo a la objeción de Nicodemo sobre la posibilidad de renacer de nuevo, dice: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3, 13-15). Jesús asume la imagen de la serpiente levantada por Moisés en el desierto después de la traición del pueblo para explicar el sentido de su muerte. Será “levantado” sobre la cruz para que, mediante su muerte, la salvación prometida pueda realizarse finalmente. En este contexto, el sentido de nuestro versículo toma el valor de explicación (está introducido por un «porque») y, sobre todo, se vuelve más claro el significado del verbo «dar» el Hijo por parte del Padre. Una particularidad sintáctica permite interpretar el uso del verbo “dar” de modo absoluto; es decir: dar todo de manera plena y total. Podríamos traducir literalmente el texto haciendo emerger el sentido subyacente: Dios ama de este modo: mandando a la muerte a su único hijo.
Como se ve, el sentido del verbo “dar” posee una totalidad de donación que no tiene parangón; la encarnación del Hijo, su actividad terrenal, la pasión y la muerte, todo es un don con el que el Padre revela su modo de amar. En fin, Dios sabe amar sólo así: dándose totalmente, sin pedir nada a cambio. Una modalidad de amor única que sólo Dios podía poner en el mundo, dando comienzo así a una nueva expresividad del amor entre los hombres.
«Dios es amor» permite acceder a otra novedad que constituye la paradoja de la fe cristiana. El amor de Dios, en efecto, no es una idea abstracta ni un sentimiento más o menos genérico, este amor se encarna en una persona que lo hace evidente en su vida y en su muerte. El amor tiene un rostro: Jesús de Nazaret. En virtud de esta identificación se pueden comprender algunas expresiones de Jesús que, de otro modo, podrían sonar como ofensivas para los hombres por la arrogancia y soberbia que revisten: «El Padre os ama, porque me amáis» (Jn 16, 27), «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Amaros como yo os he amado… Si estas palabras se han conservado durante siglos y se han escuchado como llenas de sentido es porque cada uno ve en ese hombre a Dios mismo; no podría ser de otra manera.
De todos modos, la muerte de Jesús adquiere su pleno significado solamente dentro de la temática que afronta el modo en que Dios revela su amor. Fuera de este horizonte, efectivamente, resultaría un acto de violencia contra un inocente; como mucho podría suscitar compasión, pero nunca sería asumida como normativa por los hombres que piden dar sentido a la contradicción de la muerte. Es la revelación lo que presenta la pasión y la muerte de Jesús como la forma última del amor de Dios en su voluntad de salvar a la humanidad. Ésta permanece como la paradoja insustituible de la revelación cristiana contra la cual todo pensamiento se estrella si no acepta en sí la lógica del amor. Con razón escribía Juan Pablo II: «El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz. En este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a pura lógica humana está destinado al fracaso. “¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo?” (1Co 1, 20), se pregunta con énfasis el Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible la mera sabiduría del hombre sabio, sino que se requiere dar un paso decisivo para acoger una novedad radical: “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios [...]. lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es” (1Co 1, 27-28). La sabiduría del hombre rehúsa ver en la propia debilidad el presupuesto de su fuerza; pero san Pablo no duda en afirmar: “pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Co 12, 10). El hombre no logra comprender cómo la muerte puede ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de salvación precisamente lo que la razón considera “locura” y “escándalo”. Hablando el lenguaje de los filósofos contemporáneos suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y de la paradoja que quiere expresar: “Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para convertir en nada las cosas que son” (1Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la gratuidad del amor revelado en la Cruz de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje más radical que los filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que san Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvación» (Fides et ratio, n. 23).
Escribía Juan Pablo II: «El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz»
La quenosis, como se ve, permanece como el verdadero misterio de Dios en el acto de entrar en la historia y redimirla. Efectivamente, la cruz como acontecimiento último de la vida de Cristo evidencia las consecuencias de la encarnación con la que el Hijo de Dios se hace hombre en las entrañas de la Virgen. Con razón escribía Von Balthasar que: «El acontecimiento de la cruz puede considerarse sólo sobre el trasfondo trinitario y puede interpretarse sólo en la fe». En el inocente clavado en la cruz, que le grita a Dios por qué le ha abandonado, se le revela a los hombres toda la distancia que hay entre el Hijo y el Padre que lo ha enviado. En aquel momento, Jesús el Hijo de Dios carga sobre sí el pecado del mundo y ante los ojos de los hombres parece haber perdido al Padre que lo abandona en las manos de sus enemigos y en la oscuridad de la muerte. Y, sin embargo, ante este abandono a la hora de la muerte es posible entrever hasta dónde llega el amor de Dios. En el acontecimiento de la muerte de Jesús y en el significado que él ha fijado en ésta, se revela la misma vida trinitaria; es vivida como una eterna y total autoentrega, donde el abandono de sí mismo es solamente en vistas de la generación.

Amor como perdón y comunión
Estas consideraciones nos permiten volver con mayor conocimiento de causa a las enseñanzas de Juan Pablo II que escribe: «La Iglesia, custodiando el sacramento de la Penitencia, afirma expresamente su fe en el misterio de la Redención, como realidad viva y vivificante, que corresponde a la verdad interior del hombre, corresponde a la culpabilidad humana y también a los deseos de la conciencia humana» (Rh, n. 20). Dicho con otras palabras, el Papa afirma que el misterio de la redención del hombre llevada a cabo por el amor del Hijo de Dios se hace manifiesto hasta nuestros días en la unidad del misterio eucarístico, verdadero fundamento de la vida de la Iglesia y signo eficaz de su presencia permanente en la historia de la humanidad. El misterio de la eucaristía expresa el amor de Dios y manifiesta, al mismo tiempo, perdón y comunión. Desde esta perspectiva es interesante verificar la unidad indivisible que mantiene unido el acto del perdón y la llamada a una renovada vida de comunión en el pensamiento de Karol Wojtyla: «La Eucaristía es el Sacramento en que se expresa más cabalmente nuestro nuevo ser, en el que Cristo mismo, incesantemente y siempre de una manera nueva, “certifica” en el Espíritu Santo a nuestro espíritu que cada uno de nosotros, como partícipe del misterio de la Redención, tiene acceso a los frutos de la filial reconciliación con Dios, que Él mismo había realizado y siempre realiza entre nosotros mediante el ministerio de la Iglesia» (Rh 20). De manera aún más explícita, el Papa expresa el mismo contenido cuando escribe en su última encíclica Ecclesia de Eucaristía: «A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres» (EdE, n. 24).
La vida eucarística del creyente, por tanto, pone de manifiesto no sólo la llamada a la participación del misterio del amor de Dios, sino que evidencia el modo en que Dios ama: acoge al pecador arrepentido y lo introduce con nueva energía en la vida de comunidad del amor trinitario. Perdón y comunión no son más que las dos caras de la misma medalla con que se revela la misericordia del Padre. Al final como vemos, se llega a pronunciar el término que es síntesis del amor cristiano. Misericordia, en efecto, certifica al mismo tiempo capacidad de perdonar, otorgando una nueva intensidad de relación con Dios y el prójimo. Si no existiera el perdón no tendríamos nunca la garantía segura de saber amar y de ser amados. Solamente el que ama sabe llegar hasta el perdón y solamente el que perdona atestigua su capacidad de saber amar. Y, sin embargo, tampoco esto es suficiente. El perdón cristiano es una reanudación activa de relaciones interrumpidas para reconstruir una vida de amor. El pecado, como sabemos, es ruptura de la vida de comunión con Dios y, por tanto, abandono de la comunidad cristiana. Se expresa como la decisión errónea de conducir nuestra existencia prescindiendo de Dios y de la comunidad a la que se pertenece. No es una casualidad que la idea plástica para indicar al pecador sea la de representarlo volviendo las espaldas al Padre y, con él, a sus hermanos. Al no poder mirar el rostro de Cristo, el pecador se refleja sólo a sí mismo, su propia vida y las contradicciones que la caracterizan.
Es necesario un suplemento de amor para comprender la nostalgia del regreso a la casa del Padre y saber que lejos de él se puede vivir sólo de subterfugios en la pobreza extrema. En cambio, ser tocados por la misericordia implica cobrar conciencia del propio pecado, de la necesidad del perdón y de una vida nueva de relaciones que introduce de nuevo en la comunidad de los creyentes. La parábola del hijo pródigo es un icono importante que se nos presenta para que comprendamos el valor del perdón y la nueva vida de comunión que esto comporta. El padre que sale al encuentro del hijo, que había derrochado el patrimonio de la familia, no se limita a abrazarlo, haciendo que se sienta querido; hace mucho más. Lo besa, le pone el anillo en dedo y lo viste con la túnica reintegrándolo en casa. Los gestos pueden parecer secundarios en la economía de la parábola, pero no lo son. Indican la reinserción en la vida de la familia como verdadero hijo. El beso del padre testimonia que, a pesar de todo, su amor por el hijo sigue intacto y, probablemente, porque se siente abrumado ante el calor de su padre, el hijo no termina ni siquiera la frase que había preparado. La túnica, es más, «el mejor vestido», significa ser el huésped de honor y, por tanto, ser tratado con todo el respeto debido; mientras que el anillo es la expresión del poder pleno que tiene en su casa, porque con el anillo se imprime el sello.
Juan Pablo II durante la procesión del Corpus Christi

Juan Pablo II durante la procesión del Corpus Christi

En la encíclica Dives in misericordia, Juan Pablo II toma de nuevo con fuerza este icono para indicar el recorrido que Dios hace al salir al encuentro de cada uno de nosotros, sin cansarse nunca. Este documento es un fragmento más para entrar en el conjunto de sus enseñanzas y percibir una tesela importante del mosaico que expresa el amor de Dios. Es provocación que empuja al hombre a hallarse a sí mismo, después de que se ha perdido, para reconstruir vínculos y relaciones que cumplen con la justicia pero la superan para acceder a la cumbre del amor con el perdón. La misericordia, efectivamente, revela el verdadero rostro de Dios, pero obliga al hombre a vivir igualmente, sabiendo que precisamente sobre esto será juzgado.
En un periodo como el nuestro que parece caracterizado a menudo por gestos de odio y falta de perdón, no puede pasar en silencio el testimonio personal de Juan Pablo II. Nadie ha olvidado las imágenes dramáticas de aquel 13 de mayo de 1981: la pistola apuntada de un joven turco mientras el Papa pasa sonriente saludando a la muchedumbre que en la Plaza de San Pedro quería oír su catequesis del miércoles. El disparo fue intenso, ensordecedor y con voluntad de matar, pero no impidió oír la palabra de perdón que devolvía a la vida a Juan Pablo II. En la lucha entre el odio de la muerte y el amor de la vida, esta salió airosa y fue el triunfo de la fe cristiana que sabe perdonar. Las primeras palabras que el Papa pronunció apenas fue capaz de hablar fueron: «Perdono de corazón». Palabras seguidas por hechos: la visita a la cárcel de Regina Coeli con el abrazo de Juan Pablo II a Alí Agca, señal elocuente de lo verdadera y concreta que era la misericordia. No es una casualidad que escribiera la encíclica después de estos hechos; es el testimonio más coherente de cómo vivió Juan Pablo II esos momentos.
Es paradójico que en Redemptor hominis el Papa hablara del “derecho” que tiene el creyente ante Dios de ser perdonado: «Es el derecho a un encuentro del hombre más personal con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la Reconciliación: “tus pecados te son perdonados”; “vete y no peques más”. Como es evidente, éste es al mismo tiempo el derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por Él. Es el derecho a encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento de la conversión y del perdón» (Rh, n. 20). Y, sin embargo, el “derecho” del creyente no contradice la gratuidad de la oferta ni el derecho de Cristo limita la libertad personal, todo lo contrario. Precisamente porque se realiza a la luz del amor, el perdón se convierte en verdadera señal de la vida nueva que se nos ofrece y de la que somos responsables. Porque se ha ofrecido a sí mismo por amor. Cristo tiente el “derecho” de no ser excluido de nuestra vida. Crecer en el amor, pues, para comprender plenamente qué significa el sentido del perdón y la vida de la comunidad que está hecha de comunión.


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