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CRISTIANISMO
Sacado del n. 12 - 2006

«Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado»


Publicamos tres fragmentos de la homilía del papa Benedicto XVI en la misa de Nochebuena de 2006


Homilía de Benedicto XVI


Pesebre de Caltagirone, Giuseppe Vaccaro Bongiovanni, siglo XIX, terracota policroma

Pesebre de Caltagirone, Giuseppe Vaccaro Bongiovanni, siglo XIX, terracota policroma

La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que él se hace pequeño por nosotros. Este es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con él y a practicar también con él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita san Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron anunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: «Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado» (Is 10, 23; Rm 9, 28). Los Padres lo interpretaron en un doble sentido. El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña que cabe en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Así Dios nos enseña a amar a los pequeños, a amar a los débiles, a respetar a los niños. El niño de Belén nos hace dirigir la mirada a todos, especialmente a los niños que sufren y son víctimas de abusos en el mundo, tanto a los nacidos como a los no nacidos. […]


Con eso hemos llegado al segundo significado que los Padres han encontrado en la frase: «Dios ha abreviado su palabra». A través de los tiempos, la Palabra que Dios nos comunica en los libros de la sagrada Escritura se había hecho larga. Larga y complicada no sólo para la gente sencilla y analfabeta, sino también, y más todavía, para los conocedores de la sagrada Escritura, para los eruditos que se enredaban en los detalles y en sus respectivos problemas sin conseguir prácticamente llegar a una visión de conjunto. Jesús ha «abreviado» la Palabra, nos ha ayudado a ver de nuevo su más profunda sencillez y unidad. Todo lo que nos enseñan la Ley y los profetas se resume sencillamente en esto: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (…) Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39). Esto es todo: toda la fe se reduce a este único acto de amor que incluye a Dios y a los hombres. Pero enseguida surgen preguntas: ¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente, con nuestro pensamiento, si nos cuesta encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y percibe tantas cosas contradictorias en el mundo que nos ocultan su rostro? Llegados a este punto, confluyen los dos modos como Dios ha «abreviado» su Palabra. Él ya no está lejos. Ya no es desconocido. Ya no es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Se ha hecho nuestro prójimo, restableciendo de este modo también la imagen del hombre, que a menudo se nos presenta tan poco atrayente. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo. Por nosotros asume el tiempo. Él, el Eterno que está por encima del tiempo, ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo. La Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se nos ha dado. Dejemos que esto haga mella en nuestro corazón, en nuestra alma y en nuestra mente.


Finalmente, hay un tercer significado de la afirmación sobre la Palabra «abreviada» y «pequeña». A los pastores se les dijo que encontrarían al Niño en un pesebre para animales, cuyo cobijo normal es el establo. Leyendo a Isaías (1, 3), los Padres dedujeron que en el pesebre de Belén había un buey y un asno. E interpretaron el texto en el sentido de que estos serían un símbolo de los judíos y de los paganos –por lo tanto, de la humanidad entera–, los cuales necesitan un salvador, cada uno a su modo: el Dios que se ha hecho niño. Para vivir, el hombre necesita pan, fruto de la tierra y de su trabajo. Pero no sólo vive de pan. Necesita alimento para su alma: necesita un sentido que llene su vida. Así, para los Padres, el pesebre de los animales se convirtió en el símbolo del altar sobre el que está el Pan, que es Cristo mismo: la verdadera comida para nuestros corazones. Y vemos una vez más cómo él se hizo pequeño: en la humilde apariencia de la hostia, de un pedacito de pan, él se da a sí mismo.
De todo eso habla la señal que se les dio a los pastores y que se nos da a nosotros: el niño que se nos ha dado; el niño en el cual Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de contemplar esta noche el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la alegría con la que ellos volvieron a casa (cf. Lc 2, 20). Pidámosle que nos dé la humildad y la fe con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo. Pidámosle que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidámosle que la luz que vieron los pastores nos ilumine también a nosotros, y que se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella noche: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». Amén.


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