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DOCUMENTO
Sacado del n. 07 - 2003

El corazón que tuvo


El discurso pronunciado por Montini, arzobispo de Milán, en la basílica de San Ambrosio el 7 de diciembre de1959, con motivo de la festividad del patrono


por Giovanni Battista Montini


Uno de los aspectos que ha de fortalecer nuestra devoción a san Ambrosio es su humana sensibilidad.
Porque lo acerca a nosotros, le hace más comprensible para nosotros, hace que, de alguna manera, nosotros podamos medirlo. El conocimiento de san Ambrosio, bajo este aspecto, se convierte fácilmente en simpatía. Una vez más, en nuestro culto hagiográfico, advertimos al hombre, y, como consecuencia, amamos al santo. Su historia se vuelve psicología; y la psicología nos lleva a una experiencia común, al hombre eternamente igual, en sus elementos esenciales, a sí mismo, y por lo tanto, a nosotros mismos. La grandeza y excepcionalidad, y por consiguiente, la lejanía con respecto a nuestras medidas que presenta san Ambrosio, considerado desde su psicología, deja de distanciarnos y nos invita a comunicarnos con él, a comprenderlo, a amarlo. El cuadro histórico no nos convierte en forasteros con respecto a su vida, no nos cansa reconstruirlo y comprenderlo, sino que simplemente nos sirve de fondo y marco; lo que nos interesa es él, su espíritu y su corazón. De este modo, la riqueza de su doctrina, que sigue abasteciendo el pensamiento de la Iglesia y el pensamiento de los doctos, no atemoriza nuestra sencillez de inexpertos discípulos; pero nos gusta que, aun no conociéndola, pueda dar crédito a la riqueza de su sensibilidad.
Que el espíritu de san Ambrosio fuera capaz de conmover a los demás es algo que se ve en su misma emotividad. Lloraba con facilidad. No sólo para atestiguar la inerme defensa del obispo contra la prepotencia armada de sus adversarios –“lacrimae meae arma sunt; talia enim munimenta sunt sacerdotis”: mis lágrimas son mis armas; estas son las defensas de un obispo–, sino porque se conmovía enseguida…
No vamos a extendernos ahora en hacer un análisis de lo que entendemos por sensibilidad. Será suficiente que la consideremos en su significado común de aprehensión afectiva de las cosas, de los hechos e incluso del propio conocimiento y la propia conciencia; es una valoración instintiva y primitiva de lo que ocurre en la pantalla de nuestra experiencia, advertida más mediante emociones psíquicas que mediante juicios racionales. Y tal como se percibe igualmente se expresa, más con el lenguaje afectivo que con el lógico; precede al pensamiento, y si lo expresa, lo reviste de lenguaje lírico, artístico, conmovido. Como algo precedente e inferior a la razón, es la más fácil, más accesible; la llamamos más humana, no para quitarle a la racionalidad su prerrogativa de otorgar al hombre su definición esencial, sino porque es común para todos, incluso para quienes no están entrenados en el arte del pensamiento ni de la expresión lógica; y porque está en todos, en los muchachos, en los débiles, es indicativo primordial de la vida personal. Pero como algo consiguiente a la razón, en su intento de atravesar confines que la razón apenas toca, la sensibilidad se atreve a comprender lo inefable, se vuelve canto, música, poesía, mística. Y cuando parte del estímulo que la ha provocado y se dirige al sujeto que la experimenta, se vuelve sentimiento; y el afecto será el regreso al objeto sobre el que se posa el sentimiento. Algo ya sabido.
Algo ya sabido, hombres de hoy que están en la fase de reacción frente a la racionalidad. Estos, total, conservan sólo lo poco necesario para la elaboración científica, pero para lo demás, es decir, para construir la luz de la vida, de la razón, no se fían. Se prefiere la experiencia, y por lo mismo, la sensibilidad, a la racionalidad; y donde brilla una auténtica sensibilidad creemos haber alcanzado una auténtica verdad. Tendríamos que discutir mucho sobre el tema, y rectificar igualmente mucho; pero conformémonos ahora con observar cómo la preferencia moderna por la sensibilidad halla algunos argumentos, si no de afinidad, por lo menos de utilidad en la gran alma de Ambrosio. A menudo nuestra tendencia hacia la experiencia sensible se priva del juicio crítico y de la guía moral; a menudo exalta el instinto y desmerece el pensamiento; a menudo emprende exasperaciones inhumanas, como la angustia, la locura, el hastío, la náusea de tantos modernos existencialistas; a menudo se degrada en inmoralidades vergonzosas, de las que, por desgracia, se muestran tan desfachadamente golosas la literatura y los espectáculos de hoy. San Ambrosio puede ser nuestro maestro del recto sentir. Esto es humanismo. Sí, es una herencia que él recibió de los clásicos, y que el cristianismo, haciendo el inventario de los valores humanos de la civilización greco-romana, supo seleccionar para hacerla propia. Virgilio, por ejemplo, fue maestro, antes que de Dante, de Ambrosio. De él, por ejemplo, recibe mucha de su capacidad de captar las bellezas de la naturaleza. En Ambrosio «las reminiscencias se presentan como natural apoyo de un florido y robusto modo de expresarse; quizá también el pensamiento queda, sin demasiados rodeos, definido por esos mismos recuerdos».1
En su obra exegética más importante, el Hexaemeron, la descripción de las criaturas es continua y florida, y pese a que el conocimiento natural de las cosas no revista importancia para Ambrosio si no es porque hacen referencia a Dios y por las enseñanzas de Dios que en ellas se reflejan, Ambrosio «describe de manera espléndida las criaturas de que habla: cielo y tierra, mar y estrellas, plantas y animales, juntos, con sus fenómenos y con las cuestiones físicas que plantean. Su obra llegó a ser considerada pronto como una verdadera, y hasta se puede decir que la mejor, historia natural de su tiempo».2
Sobre cada cosa ofrece un comentario espiritual, una enseñanza moral: los pájaros «son para nosotros un gran estímulo a la devoción. Porque, ¿quién de nosotros, siempre que tenga sentimientos humanos, no se avergüenza de terminar su jornada sin rezar los Salmos, cuando los pájaros, hasta los más pequeños, con gran devoción y dulce canción saludan el comienzo de los días y de las noches?».3
Pero sería demasiado largo entresacar citas. Aunque hay una que nos tienta: la del magnífico pregón del agua, que encontramos en el comentario al Evangelio de san Lucas4, y que vuelve a resonar en el Pontifical Romano, cuando se bendice la llamada agua gregoriana para consagrar las iglesias, y que también hallamos en el gran prefacio para la bendición de la fuente del rito ambrosiano en el Sábado Santo: «¡Oh, agua, que has merecido ser sacramento de Cristo, tú que lavas cada cosa y no eres lavada! ¡Oh, agua, que, atrapada en los montes, no te quedas encerrada, que chocando contra los escollos no te partes, que absorbida por la tierra no desapareces!».
Paulo VI

Paulo VI

No hay que olvidar que Ambrosio es un literato. Hizo profundamente suya la escuela de la palabra de su tiempo, la retórica y la elocuencia, es decir, el arte del bien decir, con propiedad y elegancia. En él, como en san Jerónimo, es estilo, no artificio, no afectación; es manera, pero no pereza; exigencia de forma, de la que no se liberará ni siquiera cuando la conmoción debería prescindir de los efectos verbales para concentrarse completamente en los conceptuales. A esto llegará la incomparable espontaneidad de san Agustín. Sin embargo, en san Ambrosio la forma no predominará sobre el contenido, aunque será siempre forma estudiada, algo rebuscada y a veces demasiado recargada.
Pero aún más que por la naturaleza, su sensibilidad se aplica sobre todo por las cosas humanas. Quienes se hayan formado una idea de san Ambrosio sólo por los episodios que le hicieron famoso por su fortaleza, o por los escritos que nos transmiten de él una idea de un doctor que gusta de las transposiciones alegóricas de los textos escriturales, no alcanzarán a poseer un conocimiento completo de él: no era hombre autoritario y severo; eso sí, era enérgico e intrépido, pero lleno de comprensión humana y de bondad. Para él la bondad era la madre de todas las virtudes: «omnes virtutes bonitas tamquam mater fecunda amplectitur».5 La bondad era un verdadero programa para él y sus sacerdotes: «Antes que nada –escribe en el libro De Officiis– hay que saber que nada es más útil que ser amado, y nada tan inútil como no ser amado», y por eso buscamos «ante todo influir con la serenidad de la mente y la bondad del espíritu en las buenas disposiciones de los hombres. La bondad, en efecto, es apreciada por el pueblo y a todos gusta, y no hay cosa que penetre más en los sentimientos humanos»6. Que la bondad fuera en él una virtud aún más evidente que la gravedad, que tanto caracteriza a su figura, nos lo dice su modo de tratar y de hablar: no por nada el panal de abejas se convirtió en su símbolo7, y san Agustín recordó siempre el amable recibimiento que le dedicó Ambrosio cuando fue a Milán, y se quedó inmediatamente encantado de su forma suave de hablar.8
Lenguaje de pastor. Y ya se sabe que Ambrosio fue un excelente pastor, tanto que llegó en los siglos siguientes a ser un modelo de esta caridad, que quiere comprender, asistir, curar, instruir, corregir a todos quienes entren en su radio de encuentros.
Ambrosio fue hombre de corazón magnánimo, y con amor inmenso, que aflora en numerosísimas referencias, amó a la Iglesia. Cuando habla de ella vibra con entusiasmo. Y amó el Imperio, como magistrado, como obispo, ya se sabe. Amó al pueblo: quién no recuerda la generosidad con que vende los vasos sagrados de sus iglesias para pagar a los bárbaros el rescate de los prisioneros, tras la derrota romana de Adrianópolis. «Mejor conservar los cálices de los hombres vivos que los de metal»9, escribía recordando el hecho algo más tarde. Nada pierde la Iglesia cuando gana la caridad. Y así como para los pobres tiene palabras cálidas de ternura, para los ricos fastuosos y egoístas de su tiempo guarda palabras vehementes.
Y además, las vírgenes: en el siglo IV en el jardín de la Iglesia, ya rico de santidad vivida a escondidas, comienzan a florecer abundantemente almas atraídas por el ideal de la perfección cristiana; el ascetismo ofrece en todos los campos a los primeros seguidores generosos una incipiente aunque rigurosa disciplina, y por las filas de la adolescencia femenina, ya devastada por el disoluto e irrefrenable paganismo, corre una fuerza que genera espiritualidad, austeridad y pureza: como chispas de nueva luz empiezan a destellar almas angélicas, para luego bordar el corrupto tejido social. Ambrosio, el grave, el solemne, fue hombre de corazón paternal y suave; y si bien todavía titubeaba en cuanto a humildad e impericia y era todavía muy joven, escribe su primer libro dedicado a la formación de las vírgenes: «Quizá haya quien, escribe, se asombre de que me atreva yo a escribir, yo, que ni siquiera sé hablar»10. Pero esta pedagogía respondía bien a su índole, porque otras cuatro obras (y quizá cinco), dedicadas también a las vírgenes, saldrán de su corazón y su pluma, documentos de sabiduría pastoral, célebres durante siglos en el Occidente cristiano, e impresiones espontáneas de su gentilísimo espíritu.

Sus lágrimas
Que el espíritu de san Ambrosio fuera capaz de conmover a los demás es algo que se ve en su misma emotividad. Lloraba con facilidad. No sólo para atestiguar la inerme defensa del obispo contra la prepotencia armada de sus adversarios –«lacrimae meae arma sunt; talia enim munimenta sunt sacerdotis»: mis lágrimas son mis armas; estas son las defensas de un obispo–, sino porque se conmovía enseguida11. Narra su biógrafo Paulino que cuando alguien se dirigía a él para declararse culpable o para someterse a la penitencia, Ambrosio «lloraba tanto que incluso hacía llorar al penitente»12. Y se ve que la conmoción era tan natural en él que él mismo la atribuye al gozo: «Habet et laetitia lacrimas suas», también el gozo tiene sus lágrimas.13
También derramaba lágrimas cuando se le daba la noticia de la muerte de alguno de sus sacerdotes; sacerdotes que decía que no amaba menos por haberlos engendrados en el evangelio que si fueran hijos naturales suyos14. Pensando en los beneficios recibidos de Cristo casi se le escapa un grito: «Vae mihi, si non dilexero!», ¡Ay de mí si no te amare!15
Tanta riqueza de sentimiento tendrá innumerables y deliciosas expresiones para cada persona; para las personas de todas las franjas sociales. Igual se enternece por la tos del niño Faustino que exclama en la oración fúnebre del Emperador Teodosio, de aquel Emperador a quien Ambrosio había amonestado humana y cristianamente tres veces: «¡Yo he amado a este hombre!».16 Se convierte en maestro de dos jóvenes Emperadores, a quienes amará como hijos: Graciano, primero, para quien escribirá los libros sobre la Fe y sobre el Espíritu Santo; Valentiniano II después, para cuya muerte escribirá el elogio, lleno de tristeza y ternura. Un pequeño ensayo, casi ciceroniano, de su delicado espíritu. Al obispo Félix, de Como, amigo suyo, le manda un billete lleno de cariñosa cortesía: «Me has mandado setas de increíble grosor. Una parte se la he dado a los amigos, y con otra me he quedado yo. El don ha sido sin duda bonito, pero no puede sustituir una visita tuya… haz que tu ausencia siempre me provoque disgusto, ya que el motivo de mi resentimiento es el cariño con que te deseo».17
Fue amigo de muchos, amigo de gran corazón y gran fidelidad. El epistolario que nos ha quedado de él lo documenta magníficamente.
Y ya se sabe: fue incomparable hermano. Marcelina y Sátiro son personajes históricos, según lo que de ellos nos narró Ambrosio, hermano tiernísimo, hermano devotísimo. La famosa carta a Marcelina (la número veinte de la primera colección) es un documento histórico de excepcional importancia. Las dos oraciones fúnebres que pronuncia Ambrosio por la muerte de Sátiro son tan célebres que insertan un episodio familiar en los ejemplos clásicos de la literatura sobre los afectos humanos, y caracteriza no sólo la figura del excepcional hermano, fallecido al principio del episcopado de Ambrosio, cuando éste todavía lo necesitaba tanto, sino que incluso nos desvela en profundidad la psicología humana de nuestro santo. Quizá el énfasis oratorio lleva a la amplificación retórica propia de aquel tiempo la palabra conmovida del obispo, que, sin embargo, aquí se manifiesta y duele con absoluta sinceridad como hombre humilde: «Tú eras el único que me servía de ayuda en casa, de decoro fuera –exclama dirigiéndose al hermano muerto–. Tú eras mi árbitro en los consejos. Tú participabas en mi oficio. Tú aliviabas la amargura de las soledades. Tú ahuyentabas mis tristezas. Tú eras testimonio de mi vida, defensa de mis proyectos…».18 Hay que llegar al santo quizá más sentimental que conocemos, Bernardo, para volver a encontrar palabras semejantes, a la muerte de su hermano Gerardo.
Pero, ¿por qué estamos considerando a nuestro gran Patrono bajo este aspecto, que parece rebajarlo a nuestro nivel de gente que siente, que ama, que llora humanamente? Ante todo, porque así es él. Él se entregó a sus hijos así. Así también quiere ser conocido y abordado. Y además, lo decimos, nuestro culto se vuelve familiar y cariñoso. Si bajo otros aspectos veneramos a Ambrosio como maestro y como obispo, como héroe y como poeta, bajo éste lo sentimos padre, lo sentimos amigo.
Y escuchamos de él una lección de humanidad, que hoy necesitamos. La sensibilidad, desde luego, no puede ser la guía de la vida; pero puede ser una riqueza de la vida, y puede otorgarle una plenitud que con frecuencia muchas de nuestras actividades científicas, técnicas, profesionales, aridecen y desprecian. Y si la sensibilidad se encarrilla por el surco de la vida buena, también ella es buena; y otorga potencia humana al pensamiento y a la acción. El arte lo sabe. Lástima que con frecuencia la distraiga y la desencamine por las ciegas callejas del instinto y la pasión. Pero en la vida religiosa y espiritual puede ser magníficamente utilizada. Podemos colocar a san Ambrosio entre los maestros de espíritu que han otorgado valor al amor afectivo en la educación cristiana, que no es estoica, no es cínica, no es vulgar. Es fuerte y amable, de perfecta y decaída humanidad. Ambrosio no dudó en poner como ejemplo a Cristo. Con una expresión de llamativa belleza y extraordinaria eficacia repite una sencilla y conmovedora palabra del Evangelio que presenta a Jesús ante la tumba de Lázaro: lloró Jesús. Ambrosio añadió: lloró también Jesús «Lacrimavit et Dominus!».19 Jesús, socio de nuestra humana flaqueza nos enseña, y con Él Ambrosio, cómo llorar, cómo gozar, cómo amar.
Estudiando a san Ambrosio bajo este aspecto nos vienen a la memoria los famosos versos dantescos, que podemos aplicarle a él y a nosotros:
«y si el mundo supiera qué corazón tenía…
…mucho lo alaba y más lo alabaría».20





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