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REFORMAS ELECTORALES
Sacado del n. 01 - 2007

El cónclave del post Wojtyla


Reseña del libro de George Weigel, Benedetto XVI. La scelta di Dio, sobre la llegada del cardenal Joseph Ratzinger al trono pontificio


por Davide Malacaria


La Capilla Sixtina preparada para el cónclave de abril de 2005

La Capilla Sixtina preparada para el cónclave de abril de 2005

Es sin duda alguna insólito el volumen de George Weigel titulado Benedetto XVI. La scelta di Dio, recientemente editado por Rubbettino, pero ya salido en los Estados Unidos tras la llegada del cardenal Joseph Ratzinger al trono de Pedro. Es insólito porque, nos referimos a la parte más intrigante e interesante del volumen, el conocido teólogo americano, con prudencia y circunspección, ha tratado de introducirse, y de introducir al lector, en el interior de los secretos del último cónclave. Con prudencia, decíamos, basándose en su diario y en «otras memorias y apuntes escritos durante el período en cuestión, acompañados de entrevistas y coloquios mantenidos en abril de 2005 con cardenales electores […], funcionarios vaticanos, estrechos observadores del escenario vaticano e ilustres periodistas».
Claro que Weigel no ha sido el único en prodigarse en este ejercicio, otros han sacado reconstrucciones más o menos interesantes de lo que pasó en el interior de la Capilla Sixtina, pero el autor cuenta con cierta autoridad.
Si el punto primordial del libro es el cónclave, no es menos cierto que la parte inicial, en la que se analiza el largo pontificado del papa Juan Pablo II («el grande», como fue definido inmediatamente después de su muerte), reviste no poco interés. De Karol Jósef Wojtyla el autor se detiene a describir las múltiples facetas del pontificado, tratando de delinear sus fundamentos y su unicidad. Entre las muchas observaciones estadísticas aportadas en el libro, impresiona leer que, por la duración de su pontificado, «algunos analistas han estimado que, de los más de mil millones de católicos presentes en el planeta, sustancialmente la mitad nunca había conocido a otro papa más que a él». Como también, esta vez en relación con sus viajes, que «no cabe duda de que Karol Wojtyla fue visto en persona por más seres vivos que cualquier otro hombre de la historia mundial». Y, con respecto a sus escritos, que las Enseñanzas de Juan Pablo II, colección de todo su magisterio, ocupan «más de treinta pies de espacio de estanterías [unos 9 metros y 14 centímetros, n. de la r.]».
Para Wojtyla, según el autor, «la Iglesia debía re-imaginarse a sí misma […] como movimiento evangélico comprometido en el mundo para traer la buena nueva de Jesucristo». El suyo es un «magisterio sin precedentes», empezando por la primera encíclica, la Redemptor hominis, «primera encíclica papal dedicada a la antropología cristiana», a la Laborem exercens, «la primera que miraba a un poeta […] como fuente de inspiración teológica». Además, del Papa difunto se recuerdan los muchos éxitos: geopolíticos, el primero de todos ellos la caída de la Unión Soviética; éticos, como la victoria en la Conferencia Internacional sobre “Población y desarrollo” que se celebró en El Cairo en 1994, cuando Wojtyla consiguió movilizar al mundo para que las Naciones Unidas no declararan el aborto «un derecho humano fundamental». Y además los éxitos humanitarios, como cuando empujó al mundo a poner fin al genocidio de los Balcanes. Una «Iglesia joven» era la imaginada por el Papa polaco, cuyo pontificado se distinguió, entre otras cosas, por la afirmación de un «buen número de movimientos de renovación y de nuevas comunidades católicas en todo el mundo». Del papa Wojtyla recuerda Weigel también la reforma de la Curia, el gran impulso a las beatificaciones, la nueva relación con los judíos, pero sobre todo el gran esfuerzo ecuménico. Y aquí se llega a los fracasos, donde los mayores sueños del Papa, la definitiva reconciliación con la Ortodoxia y la normalización de las relaciones con China, no se hicieron realidad. Distinto fue el resultado ecuménico en Norteamérica, donde, anota el autor, «el testimonio global no apologético del Evangelio y la fuerte defensa del derecho fundamental a la vida de Juan Pablo II tuvieron un efecto ecuménico, quizá inesperado, reconciliando a muchos evangélicos y fundamentalistas con la idea de que los católicos eran, en realidad, hermanos y hermanas en Cristo».
Quizá al describir las vicisitudes humanas del Pontífice polaco el autor se deja arrastrar por el cariño, rozando a veces lo hagiográfico, pero no por esto se puede acusar al volumen de faccioso, pues da espacio también a las críticas, como la que ridículamente aparecía en las columnas del The Guardian el 2 de abril de 2005, cuando ya el final del viejo Pontífice se estaba acercando: «Así que el reino de Karol Wojtyla está terminando. Ha sido magnífico, pero ¿era realmente cristianismo? Es demasiado pronto para decirlo».
Y luego el empeoramiento del estado de salud del Papa. Y los distintos ingresos en el policlínico Gemelli, con el Papa rodeado y cuidado por la que se había convertido ya en su “familia”, especialmente el fidelísimo secretario, don Stanislao Dsziwitz. Especialmente conmovedora es la descripción de aquella agonía, con el Papa bromeando con los suyos –«¿Qué ha decidido para mí el sanedrín?» – y conmoviéndose por la multitud que acudía a la plaza de San Pedro procedente de todo el mundo. «La muerte de un sacerdote», titula Weigel este capítulo. Título perfecto en su esencialidad. Y luego lo que pasó después: las lágrimas del mundo, la multitud atónita, el repentino «santo ya»…
De las muchas reformas llevadas a cabo bajo el pontificado wojtyliano analizadas en el libro, la más importante sin lugar a dudas, desde el punto de vista de la designación del sucesor, fue la relacionada con la modalidad de elección del papa, realizada mediante la constitución apostólica Universi dominici gregis, pero de este documento nos ocupamos en otro lugar (véase el artículo siguiente). Lo que quizá vale la pena subrayar aquí es la diferencia de sensibilidad sobre el tema entre el viejo y el nuevo papa delineada en el volumen. En efecto, según Weigel, Wojtyla consideraba que los cardenales electores no eran los verdaderos protagonistas del cónclave, hasta el punto de que en la Universi dominici gregis se hallan «trazas inequívocas de la convicción de Juan Pablo II de que es en realidad el Espíritu Santo el principal protagonista del cónclave». En cambio, «Joseph Ratzinger poseía una visión distinta, por no decir en definitiva contradictoria, de la función del Espíritu Santo en el cónclave. En una entrevista de 1997 a la televisión alemana, se le planteó la pregunta sobre la responsabilidad del Espíritu Santo en el resultado de una elección. Su respuesta fue penetrante: “Yo diría que el Espíritu [Santo] no toma propiamente el control de la situación, sino que más bien, como buen educador, por así decir, nos deja mucho espacio, mucha libertad, sin abandonarnos del todo. Por consiguiente, el papel del Espíritu debería ser comprendido en un sentido muy elástico, y no como si dictase el candidato por el que votar. Probablemente la única certeza que ofrece es que no se puede destruirlo todo”».
Del sucesor, según el autor, los cardenales comenzarían a hablar entre ellos solo después de la misa por las exequias del Papa difunto. De estos coloquios reservados, parece que salió un primer dato: la edad del futuro pontífice no iba a ser un problema. Así se iba al traste la lógica según la cual había que pujar por un pontificado breve, es decir, un papa anciano, en vez de un pontificado largo, es decir, un papa relativamente joven. En definitiva, el futuro pontífice podría estar «en los sesenta», anota Weigel.
Por lo que respecta al problema de la nacionalidad del sucesor de Wojtyla, en cambio, parece que la cosa era más compleja. Los purpurados latinoamericanos, según Weigel, no formaban un bloque para elegir a uno de ellos, con lo que no había lugar para la hipótesis de un papa sudamericano, que muchos deseaban. Pero al mismo tiempo parece que los latinoamericanos miraban con desconfianza a un posible papa italiano, por la escasa consideración en la que en el pasado los italianos habían tenido a la Iglesia sudamericana.
Pero también había más: «Según hombres de Iglesia italianos bien informados, una de las nuevas dinámicas del cónclave de 2005 es el papel que algunos de los movimientos de renovación y de las nuevas comunidades están tratando de jugar a la hora de influir en las deliberaciones de los cardenales, y esto está llevando a Roma algunos de los conflictos entre estos grupos ya presentes en otras partes de Italia (como Milán). […] Si, como han dicho estos hombres de Iglesia italianos, los movimientos de renovación y las nuevas comunidades “están buscando un papa para sí mismos y no para la Iglesia” este será un punto que tendrá que ser afrontado en el próximo pontificado».
George Weigel, Benedetto XVI. La scelta di Dio, Rubbettino, Soveria Mannelli (Cz) 2006, 372 páginas, 18.00 euros

George Weigel, Benedetto XVI. La scelta di Dio, Rubbettino, Soveria Mannelli (Cz) 2006, 372 páginas, 18.00 euros

Por lo que respecta a los nombres, en cambio, Weigel explica que, en los coloquios del precónclave, la atención se había centrado en tres grupos de cardenales. Una primera terna de nombres, los más plausibles, estaba formada por Joseph Ratzinger, Camillo Ruini y Jorge Mario Bergoglio. Una segunda, menos probable, estaba formada por los cardenales Dionigi Tettamanzi, Angelo Scola y Francis Arinze; en fin, aún menos probables, los cardenales Ivan Dias y Norberto Rivera Carrera. Sin embargo, ya desde el principio, explica Wiegel, la figura del cardenal Ratzinger sobresalía por entre las demás. Y ello tanto por la autoridad de la persona, como por el papel desarrollado bajo el precedente pontificado, como también por la manera con la que estaba llevando, como decano del Sacro Colegio, el interregno postwojtyliano y especialmente las congregaciones generales, preparatorias del cónclave. Hubo también quien con motivo de su setenta y ocho cumpleaños, celebrado poco antes del comienzo del cónclave, le regaló al cardenal alemán «una composición de tulipanes blancos y amarillos, los colores papales […], creando cierto empacho, aunque totalmente inocente e involuntario». Otra señal de la “vitalidad” de la candidatura de Ratzinger habría sido el que se concretizara la idea, cultivada por algunos purpurados (aunque extraña al futuro Papa), de no ceder en cuanto a su candidatura y «elegirlo con mayoría simple», como permitía la Universi dominici gregis tras trece días de votaciones sin resultado (véase artículo siguiente).
Según el autor, al consolidarse la candidatura de Ratzinger se definieron también las oposiciones a la misma. Una de ellas, más atenta a los temas de la globalización, estaba capitaneada por los cardenales Cláudio Hummes y Óscar Rodríguez Maradiaga; otra, expresión de la Curia romana, prefería el regreso de un papa italiano; en fin, la oposición «progresista», coagulada en torno al nombre del cardenal Carlo Maria Martini, cuya candidatura, sin embargo, tenía el único objetivo de bloquear el nombramiento de Ratzinger para llegar a un compromiso posterior sobre otro nombre.
Con estas premisas, el lunes 18 de abril dio comienzo el cónclave. Según el estudio del autor, durante la primera votación los votos de los cardenales iban dirigidos, además de a los cardenales Ratzinger y Martini, también a Ruini y Bergoglio. Así sintetiza Weigel lo que pasaría después: «Se puede suponer razonablemente que Ruini y Bergoglio pasaron la noche del lunes dándoles las gracias a sus partidarios, pero pidiéndoles que desviaran sus votos hacia Ratzinger. De este modo, la estrategia sobre Martini se desvaneció rápidamente y las distintas corrientes de oposición al posible pontificado de Ratzinger comenzaron a deshacerse. Tiene su lógica suponer que los primeros que cambiaron su intención de voto fueron los curialistas, atentos como siempre a sus intereses y acostumbrados a la Realpolitik eclesiástica. Los “progresistas”, menos intransigentes y políticamente más astutos, probablemente acomodaron su posición ya antes del mediodía del martes, de modo que cabe pensar que los votos a favor del cardenal Ratzinger pasaron de los cincuenta de la noche del lunes a los más de sesenta de la primera votación de la mañana del martes, y a algo más de los setenta en la segunda votación de la mañana del martes». Pero en otra parte del libro se da otra versión de los hechos: «Según una hipótesis más plausible, el cardenal Ruini persuadió al cardenal Martini y a sus electores a dirigirse inmediatamente hacia el cardenal Ratzinger».
De este modo el cardenal Ratzinger, el martes 19 de abril, se convirtió en Benedicto XVI; él que, como anota Weigel, hubiera preferido ser el gran elector de algún otro…
Menos interesante es la parte final del libro, en la que el autor trata de imaginar las líneas maestras de actuación del nuevo pontificado. En este sentido, el volumen, escrito en 2005, hace ver su edad. Llama la atención que en estas páginas se le pida insistentemente a Benedicto XVI que reencamine la diplomacia vaticana siguiendo las enseñanzas de san Agustín, es decir, bendiciendo la doctrina de la guerra preventiva. Nos preguntamos con perplejidad a qué escritos de Agustín se puede referir el autor del libro…
Qué duda cabe de que Weigel es un observador de prestigio. Pero, pese a ello, su reconstrucción de los días álgidos del cónclave ha de tomarse por lo que es: verosímil, pero no por ello verdadera. Porque lo que ocurrió realmente bajo los frescos del Juicio universal sólo lo saben quienes tuvieron la suerte de asistir a estos acontecimientos en la propia Capilla Sixtina. Y que quizá sonreirán leyendo el libro de Weigel, como también estas pobres líneas.


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