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Sacado del n. 03 - 2007

La amistad aprendida en la escuela de san Agustín



por el cardenal Tarcisio Bertone sbd



Está escrito en la Biblia que los años de la vida del hombre «son setenta, ochenta para los más robustos» (Salmo 89, 10). Sí, el santo padre Benedicto XVI no solo no aparenta sus ochenta años sino que además entra en la categoría de los “más robustos” por otros motivos. El Señor le ha dotado de una “robustez” realmente excepcional en sentido intelectual y espiritual: no solo por su vasta y profunda cultura teológica, que todos le reconocen, sino también por su exquisita amabilidad que no tiene nada de formal, sino que expresa una extraordinaria atención por cada una de las personas. Es impresionante ver cómo con todas las personas que encuentra, incluso en las audiencias más apretadas, el papa Benedicto XVI intercambia alguna palabra no de circunstancia, sino personalizada. Aún más: el sentimiento de la amistad, que él considera sinceramente sagrada. La amistad con Dios, ante todo, y luego también la amistad humana y fraternal aprendida en la escuela de san Agustín, para quien la amistad ha de ser regada «por la caridad que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo, que nos fue enviado y dado» (Confesiones IV, 4, 7).
Poseo recuerdos hermosísimos de mi trabajo junto al cardenal Ratzinger ya desde que yo era consultor de la Congregación para la doctrina de la fe, es decir, desde los años ochenta, aún antes de ser secretario de aquel dicasterio. Ante todo quisiera subrayar la claridad de su doctrina, en la siempre elevada nobleza del lenguaje, pero al mismo tiempo su eficaz capacidad de persuasión. Y además su indefectible amistad, una verdadera fuerza, más allá de la volubilidad de los hombres. Como prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, el cardenal Ratzinger solía decir que su tarea era defender la fe de los sencillos de las doctrinas ambiguas y erróneas de los llamados sabios de este mundo.
El 15 de septiembre de 2006, Benedicto XVI me llamó a colaborar con él como su Secretario de Estado. Había dos certezas que me daban valor a la hora de emprender esta ardua tarea: me iba a guiar la Divina Providencia, y podría contar con la comunión profunda con el Santo Padre y con su sincera confianza. Una comunión que corrobora el compromiso al servicio de la Iglesia y de la comunidad internacional –y por consiguiente de la dignidad humana y la pacífica convivencia entre los pueblos– y que se traduce en leal y fiel colaboración, reforzada por el espíritu sacerdotal y por la caridad pastoral que siempre ha de animar todas nuestras actividades.
Así que acepté de muy buen grado la invitación a ofrecer mi aportación para este número de 30Días, dedicado a los ochenta años del Santo Padre Benedicto XVI. Se me da así la posibilidad de expresar en estas líneas los profundos sentimientos de gratitud que siento hacia él.
Benedicto XVI conjuga en sí de manera admirable el papel de Maestro y de Pastor. Las raíces de esto están en la singular armonía con que, a mi modo de ver, se conjugan en su espíritu la Verdad y el Amor, dos inseparables “nombres” de Dios que se entrecruzan entre sí y se iluminan recíprocamente. Si este connubio entre doctrina y caridad pastoral es propio de todos los ministros ordenados de la Iglesia, brilla con mayor esplendor en los hombres de Dios que, por especial don del Espíritu Santo, consiguen realizar una síntesis robusta a nivel de pensamiento, que se irradia por consiguiente en el plano existencial.
Benedicto XVI y Bartolomeo I saludan a los fieles desde el balcón del Patriarcado en Estambul, el 30 de noviembre de 2006

Benedicto XVI y Bartolomeo I saludan a los fieles desde el balcón del Patriarcado en Estambul, el 30 de noviembre de 2006

Verdad y Amor: en cada época la humanidad vive de estas dos realidades y las necesita más que el pan. Pero los hombres y las mujeres de este tiempo nuestro advierten que son una necesidad aún más aguda. A simple vista parecen estar –y lo están superficialmente– distraídos y dispersos en tantas “cosas”, en tanto “hacer”, en tanto “aparentar”. Pero si se mira en lo profundo se ve que el mundo de este comienzo del tercer milenio no sólo sigue teniendo necesidad de Verdad y de Amor, sino que necesita especialmente su unidad. Este es, creo yo, uno de los motivos por los que la Providencia ha elegido como sucesor de Pedro al cardenal Joseph Ratzinger: porque este enseña, y antes aún, da testimonio con su vida que no hay amor sin verdad y que no hay verdad sin amor. No es casualidad que la primera encíclica salida de su pluma arranque precisamente de estas dos palabras que representan la síntesis de toda la Sagrada Escritura: «Deus caritas est –Dios es amor» (1Jn, 4, 8.16).
Además existe otra clave de lectura complementaria de la personalidad del Santo Padre que no puede ser dejada a un lado: el nombre que eligió, Benedicto. ¿Quién sino san Benito de Nursia encarna esa síntesis entre contemplación y acción que ofreció una válida respuesta a la gran crisis del tránsito entre el Imperio romano y lo que iba a convertirse en Europa? Hoy estamos atravesando otra larga transición histórica, culminada de manera trágica en Europa en el siglo XX y que tendrá un final aún no definido, pero que será sin duda global, no eurocéntrico. El Señor se vale de muchos de sus humildes y fieles servidores para guiar el destino de los hombres según su designio de salvación; entre estos hay gigantes como los pontífices Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, pero también santos que vivieron con gran sencillez como la beata madre Teresa de Calcuta, santa Faustina Kowalska, san Pío de Pietrelcina. A ellos se unen innumerables “piedras vivas”, desconocidas para los hombres pero bien conocidas por Dios, que firmemente fundadas en Cristo edifican la humanidad nueva. En este contexto, al frente del timón de la barca de Pedro, después de que el papa Wojtyla la introdujera en el “vasto océano” del tercer milenio, Dios llamó el 19 de abril de 2005 a Joseph Ratzinger, humilde y valiente «servidor de la viña del Señor», como dijo recién elegido, dulce y fuerte «cooperador de la verdad», como reza su lema episcopal. Deseamos de corazón y rezamos para que los frutos de su pontificado sean realmente abundantes, pero ya ahora saboreamos sus primicias y por ello alabamos al Señor.


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