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Sacado del n. 03 - 2007

Guiar la Iglesia por los caminos de la Providencia



por el cardenal Tomás Spidlik sj



Leyendo la Sagrada Escritura nos sorprende la variedad de los personajes que en ella encontramos. Pero más sorprendente todavía es descubrir que mediante su diversidad se articula la extraordinaria unidad de la historia sagrada del pueblo elegido. Ha sido observado justamente que los griegos antiguos buscaban a Dios observando la armonía del universo, mientras que los judíos conocieron a Yavé contemplándolo en la historia. De ello se deduce que también las personas que suben al escenario de la historia en las distintas circunstancias del tiempo no pueden ser justamente valoradas si no es en este contexto de historia sagrada. Esto ha de inspirar también nuestra “contemplación de la Providencia” (el término es de Evagrio), cuando tratamos de evaluar a las personas que dejan una impronta indeleble en la Iglesia, especialmente los papas. Observando a los de los tiempos pasados, nos resulta más fácil juzgarlos desde esta perspectiva, pero adivinar el sentido histórico de los personajes contemporáneos parece estar reservado a las visiones privilegiados de los profetas iluminados. Del mismo modo, de manera humilde el don profético siempre se le ha dado a la Iglesia, para que pueda orientarse en su camino. Quisiera atreverme a anticipar de alguna manera esta perspectiva para revelar lo que –en el subconsciente, o mejor, en el “superconsciente”– sentimos cuando queremos dar cuenta de lo que nos esperamos del Papa actual.
Cierto contexto que procede del reciente pasado parece llevarnos a esto. Tras la última guerra mundial, la situación política, cultural, religiosa había sufrido enormes cambios. Espontáneamente, pues, se sintió la necesidad de adecuar también la vida eclesiástica e incluso el pensamiento a esta nueva situación. En efecto, muchas veces el papa Pío XII volvía a ello en sus discursos, en sus catequesis diligentemente preparadas con la ayuda de especialistas. No es ningún secreto que se le ocurrió muchas veces que la convocación de un concilio ecuménico podría ser el modo adecuado para hallar las respuestas a todos los problemas que apremiaban cada vez más. Pero su agudo sentido de la responsabilidad se lo impedía. Era consciente de que una obra así exige una preparación extremadamente diligente.
El Concilio fue convocado, pues, por Juan XXIII, el cual, espontáneo y sencillo, no se sentía paralizado por los escrúpulos sobre la calidad de la preparación y ni siquiera parecía sentir la necesidad de grandes innovaciones en proponer y practicar la amada fe según un estilo tradicional devoto.
¿Cuál es la lección providencial que podemos aprender de la sucesión de estos dos pontífices, tan diferentes entre sí? Quizá podemos expresarla de este modo. En el Concilio Vaticano II la Iglesia se encontró en una encrucijada decisiva de su camino histórico. Pero en semejantes momentos la Providencia suele actuar a su modo, un modo bien conocido por la Biblia. De repente Dios elige a un hombre pío y sencillo, obediente a la inspiración instantánea. ¿Acaso no fue así cuando Juan XXIII dijo que la idea del Concilio se le había ocurrido en la Basílica de San Pablo?
Sabemos que a continuación el Concilio superó abiertamente todas las expectativas no solo del Papa, sino de toda la Iglesia. Era menester entonces que el gran hecho llegara a la conciencia de todo el pueblo cristiano para sacar las consecuencias prácticas. Se sabe que las decisiones del Concilio de Trento cobraron vida casi un siglo después. ¿Cómo será con el Vaticano II? Pablo VI no tenía como características personales ser un reformador radical. Fue obra de la Providencia que él comenzara este proceso de manera intensiva, evitando altisonantes declaraciones y acciones no maduras. Se dio un gran paso histórico adelante. La Providencia dictó luego, como se nota en las sinfonías musicales, un intermezzo silencioso, usando para ello de nuevo a un hombre sencillo y pío, a Juan Pablo I, para luego dar paso al sucesor, que eligió también su nombre. Se ha intentado de diferentes maneras apreciar la grandeza del pontificado de Juan Pablo II, uno de los más largos de la historia. Queremos añadir una nota correspondiente al contexto del pensamiento que tratamos de desarrollar. Dicen que la primera encíclica del Papa hace un llamamiento a los “derechos humanos”. Pero es más justo recordar que su título exacto es Redemptor hominis, Redentor de la persona concreta, el “misterio” que, según el Vaticano II, precede al “sacramento”. Estas personas, variadas e irrepetibles, las sabía encontrar el Papa en sus numerosos viajes. Y su funeral fue un testimonio estupendo de que él mismo era apreciado como una irrepetible personalidad concreta.
Benedicto XVI durante las vacaciones en el  Valle de Aosta, julio de 2006

Benedicto XVI durante las vacaciones en el Valle de Aosta, julio de 2006

Lo que el Concilio Vaticano II enseñó con la Lumen gentium se vio en este Papa: la prioridad de las relaciones espirituales sobre las estructuras externas en las que estas relaciones se desarrollan, cosa que es el fundamento de la colegialidad y del ecumenismo. La popularidad mundial de Juan Pablo II es una señal. Nos demuestra que el pueblo de Dios, en su inmensa mayoría, ha comprendido el significado de esta señal viva. Espontáneamente se desea que el ejemplo dado tenga continuación. Pero los misterios revelados en los signos también han de ser comprendidos progresivamente más profundamente.
El sucesor del Papa anterior está frente a nuestros ojos desde hace todavía poco tiempo. Pero observando lo que hace y escuchando lo que enseña, estamos convencidos de que ha comprendido el papel que le ha indicado la Providencia. Su preparación es de tipo teológico. La palabra “teología” fue usada quizá por primera vez por Platón refiriéndose a quienes saben interpretar los misterios. Es en efecto lo que trata de hacer Benedicto XVI con claridad en sus frecuentes enseñanzas. Son personales, pero también en la línea espiritual del camino de la Iglesia recorrido desde sus predecesores. Que sean expresadas más explícitamente no sorprende, dado que están formuladas por alguien que anteriormente fue profesor de Teología.
Para demostrarlo, leamos por ejemplo el mensaje del Papa en la Jornada Mundial de la Paz a comienzos de año. En medio del esfuerzo generoso de los políticos sinceros que desean establecer un orden jurídico justo en el mundo, el Papa eleva la voz para resumir en dos líneas el espíritu del Vaticano II: «La persona humana, corazón de la paz. En efecto, estoy convencido de que respetando a la persona se promueve la paz, y que construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral. Así es como se prepara un futuro sereno para las nuevas generaciones».
No cabe entrar en otras consideraciones en esta breve nota. Pero ya esto nos convence suficientemente y conforta nuestro sincero deseo común: que Dios nos conserve al Pontífice y le asista con la gracia del Espíritu Santo para que siga guiando a la Iglesia por los caminos de la Providencia.


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