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Sacado del n. 03 - 2007

Los caminos de la Providencia



por el cardenal Angelo Sodano



«Me llamo Pablo, pero mi nombre es Pedro», declaraba el papa Pablo VI hablando en Ginebra frente a los miembros del Consejo Ecuménico de las Iglesias, el 10 de junio de 1969.
«Me llamo Benedicto, pero mi nombre es Pedro», podría repetir ahora el papa Benedicto XVI.
Desde el humilde pescador de Galilea hasta hoy ha habido 265 sumos pontífices, todos con características propias, pero igualmente comprometidos con el cumplimiento de la misión que les confió el Señor, es decir, ser el fundamento visible de Su Iglesia.
En estos dos mil años de historia hemos podido contemplar la obra de la providencia de Dios, que siempre ha velado por la Santa Iglesia. «El hombre se agita y Dios le guía», nos recuerda un antiguo proverbio italiano. Y ello es más verdad aún si analizamos la historia de la comunidad cristiana y, en especial, la del pontificado romano.
Efectivamente, es la Providencia la que inspiró a Pedro a abandonar Jerusalén para ir primero a Antioquía y luego a Roma. Es la Providencia la que siempre ha velado por esta Iglesia, creando generosos continuadores de la obra del apóstol Pedro. Éste fue elegido directamente por Cristo, que luego dejó a los sucesores del apóstol la tarea de establecer con su autoridad de primacía las modalidades concretas para elegir a sus sucesores.
Los procedimientos de la elección del obispo de Roma, pues, varían con el paso del tiempo, pero los documentos históricos nos hablan del esfuerzo constante de los sucesores de Pedro por defender la libertad de la Iglesia frente a las presiones de los poderes civiles y para reivindicar la legitimidad de las decisiones tomadas frente a los opositores de la autoridad pontificia que a veces surgían en algunas comunidades cristianas.

Una mirada a la historia
Ya hacia finales del 251, san Cipriano, obispo de Cartago, era llamado a defender al papa Cornelio de quienes rechazaban su legitimidad, demostrando que su elección había tenido lugar según el procedimiento reglamentario en vigor entonces. «Cornelio ha sido consagrado obispo por el juicio de Dios y de Cristo», afirmaba san Cipriano, «mediante el testimonio casi unánime del clero, con el sufragio del pueblo presente, el consenso de los sacerdotes ancianos y de las personas de valor, sin que nadie antes que él hubiera sido elegido para ocupar la sede vacante tras la muerte del papa Fabián».
Al comienzo del segundo milenio cristiano tuvo lugar el cambio decisivo, para evitar toda una serie de ingerencias externas y divisiones internas en la elección del obispo de Roma. La historia nos dice que fue el papa Nicolás II quien reservó únicamente al Colegio de Cardenales, como representantes del clero de Roma, el derecho de elegir al obispo de esta sede. Es el procedimiento que desde 1060 a hoy, con algunas modificaciones, se ha seguido para elegir al sucesor de Pedro.

El voto de los cardenales
Reunidos en cónclave, los cardenales invocan la luz del Espíritu Santo y, tras una reflexión madura, eligen a quien, en aquel momento histórico, consideran frente a Dios como el más adecuado para continuar la misión del obispo de Roma.
En este sentido es significativa la responsabilidad con que obliga a actuar a cada elector el juramento que éste ha de pronunciar antes del voto. El texto del juramento, tal como aparece en el reglamento actual del cónclave (Ordo rituum Conclavis), publicado en 2000, es muy solemne: «Pongo por testigo a Cristo Señor, el cual me juzgará, de que doy mi voto a quien, en presencia de Dios, creo que debe ser elegido». Cito, para quienes prefieren el latín, el texto original del juramento: «Testor Christum Dominum… me eum eligere, quem, secundum Deum, iudico eligi debere».
En el cónclave de 2005, además, me tocó a mí, como subdecano del Colegio cardenalicio, pedirle el consentimiento al elegido. Recuerdo bien la conmoción con la que le dirigí, en latín, la pregunta de rigor: «¿Aceptas tu elección canónica para Sumo Pontífice?».
Un sentimiento de gozo interior nos inundó a todos en cuanto el recién elegido pronunció su “fiat”. Luego le pregunté: «¿Cómo quieres ser llamado?». Su respuesta fue clara: «Vocabor Benedictus XVI», «Me llamaré Benedicto XVI».

El papa Benedicto XVI, inmediatamente después de su elección, saluda a la multitud de creyentes desde el balcón de la Basílica Vaticana, el 19 de abril de 2005

El papa Benedicto XVI, inmediatamente después de su elección, saluda a la multitud de creyentes desde el balcón de la Basílica Vaticana, el 19 de abril de 2005

Un arcano designio
Desde aquel momento era él el sucesor de Pedro, el obispo elegido por la Providencia para presidir en la caridad la Iglesia de Roma. Por lo demás, es lo que luego le dije, como subdecano, en nombre de los presentes: «Beatísimo Padre, en esta hora solemne, en que, por un arcano designio de la Divina Providencia, has sido elegido para la Cátedra de Pedro, antes de elevar unánimemente nuestras plegarias a Dios y darle las gracias por tu elección, conviene recordar las palabras con que nuestro Señor Jesucristo le prometió a Pedro y a sus sucesores el primado del ministerio apostólico y del amor».
Todos escuchamos entonces la lectura del Evangelio según Mateo, en el capítulo 16, 13-19, y luego, tras presentar nuestros respetos y declaraciones de obediencia al nuevo Papa, comenzamos a cantar el Te Deum, alegres por haber sido instrumentos de la Providencia Divina para darle a la Iglesia un nuevo pastor.

Una gozosa acogida
Desde luego, cada pontífice es distinto de los demás, como también lo eran los doce apóstoles elegidos por Jesús. Pero inmediatamente los cristianos, pese al dolor por la pérdida de un papa al que amaban, siempre han acogido con gozo a su sucesor.
Esto me ha pasado también a mí desde que en 1939, como estudiante de primer año de instituto en el seminario de Asti, escuché al rector comunicarnos la muerte del llorado Pío XI. Yo también le había amado, oyendo hablar de él con admiración en mi familia y en la parroquia. Tenía apenas doce años, pero conservaba ya en mi libro de oraciones la imagen del Papa. Para mí no era Achille Ratti el que se iba, sino sencillamente el Papa.
Con gran alegría, veinte días después, precisamente el 2 de marzo de aquel mismo 1939, escuché la noticia de la elección del cardenal Eugenio Pacelli a sumo pontífice con el nombre de Pío XII.
Lo mismo me ocurrió también en la desaparición de este último, el 9 de octubre de 1958. Llegado a Roma para entrar en el servicio de la Santa Sede, un enorme sentimiento de desconcierto nos invadió ante aquel acontecimiento. Pero bien pronto, ya el 28 de octubre, el Colegio cardenalicio, inspirado por la Divina Providencia, nos dio la gracia de la elección a nuevo pontífice de Angelo Giuseppe Roncalli, el beato Juan XXIII.
Parecidos sentimientos, cuando prestaba mi servicio en la nunciatura apostólica en Quito, Ecuador, invadieron mi alma por la muerte del papa Roncalli y por la elección de Pablo VI.
Con los mismos sentimientos viví luego la muerte del papa Pablo VI y Juan Pablo I, como también la elección del llorado Juan Pablo II, mientras estaba en servicio de la Santa Sede en Santiago de Chile.
Volviendo a pensar en estos acontecimientos, dolorosos y luego alegres, me conmuevo también hoy, recordando el gran sentimiento de fe de nuestro pueblo cristiano, esparcido por todo el mundo. Es ese sensus fidei que el Espíritu Santo sabe despertar en la comunidad eclesial, en todos los momentos de su historia.

La acción del Espíritu
Lo mismo pasó con la elección del papa Benedicto XVI. ¡Desde aquel día ya no es Joseph de Baviera, sino Pedro de Galilea!
En realidad, el pueblo cristiano sabe bien que en la Iglesia actúa siempre el Espíritu Santo, que la vivifica y la guía por el camino a lo largo de los siglos. El apóstol Pedro, en su primera carta, dice que los cristianos de la diáspora amaban a Cristo «sin haberlo visto» (1P 1, 8). Lo mismo podríamos decir hoy de tantos fieles esparcidos por el mundo que aman al Papa, aunque no lo hayan visto nunca.
El gran teólogo Henri de Lubac, en su conocido libro Méditations sur l’Église, deploraba ya que muchos estudiosos del pontificado romano percibieran de este solo su grandeza humana. Está claro que el papado es una realidad única incluso en la historia de nuestra civilización; pero los fieles, a la luz de la fe, saben también ir a lo esencial: saben que cada papa ha sido suscitado por la Providencia Divina como piedra visible de la unidad de la Iglesia y, por lo tanto, lo veneran y lo siguen con amor.

Benedicto XVI celebra la santa misa en la Capilla Sixtina, el 20 de abril de 2005

Benedicto XVI celebra la santa misa en la Capilla Sixtina, el 20 de abril de 2005

El nuevo Papa
Con esta actitud los discípulos de Cristo recibieron hace dos años a Benedicto XVI. Como con un padre le rodean especialmente en este momento en el que celebra su ochenta cumpleaños.
Jean Guitton, en su conocido libro Diálogos con Pablo VI, confesaba ya a sus lectores que de todas las dignidades de un papa la más impresionante para él era la de la paternidad, que irradia, frente al mundo, fuerza y serenidad. Decía además que no es necesario que todos los hijos conozcan a su padre para que éste sea padre. En realidad, esta paternidad espiritual ha representado un aspecto característico de los últimos sumos pontífices, sobre todo del papa Juan Pablo II, de venerada memoria, que tanto se prodigó con la humanidad que sufre, como también para favorecer la paz y el progreso de los pueblos.
Este es también un aspecto del actual Sucesor de Pedro. Su “poder”, en efecto, es distinto del de las autoridades de este mundo, es la autoridad de un padre, una autoridad que crea unidad y edifica en la caridad.

Una pregunta para todos
Esta es, sintéticamente, la actitud de los creyentes ante el pontificado romano. Pero la existencia de esta institución también puede representar un estímulo para la reflexión por parte de los no creyentes.
Nadie, en efecto, puede negar la existencia de esta realidad, como nadie puede negar la existencia de los Alpes o los Carpacios en el corazón de Europa. Además, la permanencia de la Iglesia católica durante los dos mil años de historia plantea interrogantes forzosamente a todos los estudiosos de lo humano. Las respuestas pueden ser distintas, pero para el creyente existe una certeza que está por encima de todas las demás: la Iglesia crece cada vez más a lo largo de los siglos y resiste a todas las pruebas, porque la sostiene la Providencia Divina, que guía su destino.
Es más, esta Iglesia cree firmemente que durará hasta el final de la historia humana. Para el creyente, el secreto estriba en la promesa hecha por Cristo a sus discípulos, que nos es trasmitida por san Mateo con las últimas palabras de su Evangelio (Mt 28, 20): «Yo estaré siempre con vosotros, hasta el final de los siglos».


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