Literatura mural
Los deberes de caridad cristiana nos impiden que repliquemos, a los anónimos autores de pintadas contra el arzobispo Bagnasco, y a los torpes y presuntuosos guardianes de una laicidad a la que ninguno de nosotros se opone, como uno tendría ganas. Quizá a algunos les desagrada que ya no exista ninguna “cuestión romana” que pueda tomarse como excusa para contraponerse duramente a la Iglesia
Giulio Andreotti
El arzobispo Angelo Bagnasco escoltado por dos agentes de la policía de Génova
En realidad, no muchos meses antes a Pietro Nenni le había venido muy bien el refugio en el Seminario Lateranense; apreciando que nadie le hubiera obligado nunca a asistir a misa. Pero ahora estábamos en régimen de libertad, con una clara demarcación entre lo sagrado y lo profano. Era necesario que los católicos y el clero trataran de evitarle a Italia las persecuciones feroces de los países donde los comunistas (aliados de Nenni) habían ocupado el poder. Pero la referencia a esto no le había gustado nada a “don Pietro” (como lo llamó Mario Missiroli hablando de él con Pío XII). Las esferas de competencia entre Dios y César eran definiciones evangélicas; traspasar las fronteras era algo que había que afear. Si luego en Emilia y otras partes se seguía persiguiendo a los curas mucho después del 25 de abril de 1945, era algo que a los aliados de los comunistas no les gustaba que se les dijera. Un extraño modo de concebir la separación entre lo sagrado y lo profano.
De todos modos, lo que empujó a la convergencia entre los democristianos y los demócratas de otra extracción fue precisamente el frentismo combativo de Nenni que predominó sobre la línea precedente del «Marchar divididos para atacar unidos». Los italianos advirtieron el peligro, erigiendo el 18 de abril de 1948 el gran dique de la libertad.
Los años siguientes tuvieron características variadas, alternándose acercamientos y encontronazos entre los socialistas definidos nennianos y los saragattianos. El momento culminante del caos llegó en julio de 1953, cuando Saragat hundió el último gobierno de De Gasperi, sospechando, sin fundamentos objetivos, que estaba preparando un entendimiento (o por lo menos una no beligerancia) entre democristianos y socialistas “no democráticos”.
En el fondo de la cuestión estaba siempre la influencia de la Unión Soviética, con enormes ayudas económicas a los partidos extranjeros coligados y con “premios” a los amigos de los amigos.
Habiendo asistido hace algunas semanas al funeral de Boris Yeltsin era lógico que me acordara de las largas y complejas vicisitudes de nuestras relaciones con Moscú, que se habían desarrollado siempre con una clara distinción entre relaciones gubernamentales y relaciones (incluso económicas) de los partidos entre ellos hermanos (o hermanastros, como los nennianos).
El rito fúnebre en la reconstruida Catedral del Santísimo Salvador fue una obvia señal de los tiempos. Putin y los otros gobernantes, que asistieron durante algunas horas a la compleja liturgia bizantina, no tenían realmente el aspecto de alguien que ha de guardarse de los traficantes del opio de los pueblos. No había traducción simultánea ni distribuyeron ningún texto, pero estoy seguro de que en el elogio fúnebre, bastante largo, el patriarca le dedicó al finado palabras más que respetuosas. Por mi parte pensaba en el concierto de hace algunos años en el Vaticano de la banda del Ejército ruso, que canceló clamorosamente el viejo espectro de sus caballos abrevando en la plaza de San Pedro (expresión atribuida a don Bosco).
Durante la liturgia fúnebre de Moscú me acordé de la petulancia de un dirigente socialista de nuestro país que cada semana vocifera en la televisión contra una pretendida violación de la laicidad del Estado. Uno de los últimos objetivos de sus ataques ha sido el arzobispo de Génova y hasta el mismo papa Benedicto XVI por sus sentidos llamamientos contra el entibiamiento (o peor) de los valores familiares.
A lo largo de mi para nada breve experiencia política puedo decir que en una persona he conocido al religioso más coherentemente intransigente y al político más atento a la delimitación de los campos: el presidente De Gasperi, quien, no es de extrañar, censuraba con gran severidad las desviaciones de la fidelidad conyugal.
Los deberes de caridad cristiana nos impiden que repliquemos, a los anónimos autores de pintadas contra el arzobispo Bagnasco, y a los torpes y presuntuosos guardianes de una laicidad a la que ninguno de nosotros se opone, como uno tendría ganas.
Quizá a algunos les desagrada que ya no exista ninguna “cuestión romana” que pueda tomarse como excusa para contraponerse duramente a la Iglesia.