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CHINA
Sacado del n. 05 - 2007

El maratonista de los pequeños pasos

La decisión de Aloysius



por Gianni Valente


Ahora que desde lo alto de sus 92 primaveras se gira a mirar el largo trecho andado, Aloysius Jin Luxian puede decir con conocimiento de causa que el tiempo, en su caso, ha sido justiciero. Para sus todavía numerosos detractores el “patriarca” de Shangai sigue siendo un enigma viviente. Pero su vida, tal y como surge de la valiosa biografía preparada por el periodista francés Dorian Malovic (Le pape jaune, Perrin Editions, 2006), se nos ofrece como una incomparable hoja de ruta para recorrer hasta las vicisitudes más íntimas y dolorosas la aventura sin igual que ha vivido la Iglesia china en los últimos sesenta años.
Cuando Luxian nace en una aldea cristiana, en Pudong, donde entonces había arrozales y hoy los rascacielos de la “nueva” Shangai, la ciudad era ya una megalópolis cosmopolita llena de negocios y exiliados rusos que huían de los soviets, fumaderos de opio y burdeles. La madre es una católica fervorosa, el padre, un vividor al que le gusta trasnochar con sus amigos bebiendo y fumando habanos. Recibe el bautismo y escucha sus primeras misas en una antigua pagoda que los misioneros han transformado en iglesia. Su vocación jesuita nace en una iglesia con marcados rasgos coloniales, donde los superiores no hablan el mandarín, y el estándar de vida de los novicios jesuitas –electricidad y calefacción, huevos, carne, quesos, café después de comer– le parece hoy como una isla de privilegio rodeada de miseria. Durante sus años de estudio en la Europa que acaba de salir de la guerra –primero en Francia, luego dos años en la Ciudad eterna para preparar en la Gregoriana su tesis sobre la Trinidad– se hace amigo y confidente del padre Henri de Lubac, antes de que sobre él y sus compañeros jesuitas de Fourvière se abatan las interdicciones del Santo Oficio. Cuando Mao toma el poder, Jin decide regresar a China, en contra de la opinión de sus superiores. Por esto los comunistas lo acusarán de ser un espía enviado directamente por Pío XII para organizar la contrarrevolución. Pero la desconfianza echa raíces también en ámbito eclesiástico. Con las primeras señales de la gran persecución, el nuncio vaticano Antonio Riberi lo señala como elemento sospechoso a los superiores jesuitas por sus ideas sobre la “descolonización” necesaria de la Iglesia china. Pero con todo, el brillante jesuita con sus estudios europeos apenas terminados es nombrado rector del seminario de Shangai.
Mientras tanto comienza la expulsión de los misioneros extranjeros, y también él participa en la red de los comités “subterráneos” ideados por el obispo Ignatius Gong Pinmei para contrarrestar, entre los fieles, los efectos de la propaganda comunista. La noche del 8 de septiembre de 1955 Jin es detenido en la redada que abre las puertas de la cárcel al obispo y a sus colaboradores más estrechos. De este hecho Jin saca una enseñanza que seguirá durante toda su vida: «No hacer nunca jamás cosas secretas con los comunistas».
En las cárceles de Mao pasa más de veinte años. Y, sin embargo, cuando en 1973 es trasladado a la cárcel de Pekín y obligado a colaborar en la oficina de traducciones del gobierno, se materializan contra él las acusaciones más infamantes, fomentadas también por sus prestigiosos hermanos de hábito extranjeros. Se susurra que durante los interrogatorios de policía en los años cincuenta ha traicionado a sus compañeros. Murmuran que el gobierno lo chantajea por una hija secreta “escondida” no se sabe cómo en América.
Cuando en los años ochenta acepta ser obispo de Shangai con el reconocimiento del gobierno, pero sin el del Papa –mientras el anciano Gong Pinmei sigue cumpliendo detención domiciliaria–, la leyenda negra de un Jin arribista y marioneta en manos del régimen recibe crédito también en el Vaticano. En este periodo, mientras los demás obispos consagrados sin mandato apostólico invocan la situación de emergencia y le piden a la Santa Sede que reconozca su ordenación canónicamente irregular, Jin gana tiempo, exponiéndose a las acusaciones de cisma. Sabe que en Shangai la Santa Sede ha reconocido ya la consagración clandestina del otro jesuita Joseph Fan, destinado a convertirse en el legítimo sucesor de Gong, y para el derecho canónico no puede haber dos obispos en una diócesis. Pero su tomar tiempo responde también a un cálculo humano: la intuición de que su decisión es la mejor para favorecer el regreso a la vida ordinaria de la Iglesia de Shangai tras la gran persecución. «Mi deber de sacerdote», se justifica el “Papa amarillo” en las páginas de su biografía, «era convencer a las autoridades políticas chinas de mi buena fe, de mi profunda identidad de patriota y del carácter inofensivo de mi fe católica». En las entrevistas a Malovic, Jin admite varias veces que en los años de la tribulación hubo gente más valiente que él. Y, por supuesto, se puede debatir sobre la idea de que en las condiciones existentes era más eficaz servir a la Iglesia de Cristo usando las amistades de los políticos y permaneciendo en una condición de irregularidad canónica, para no exponerse a las sospechas y a las represalias del régimen. Pero el tiempo descubre los corazones, y a favor de Jin hablan los hechos. Shangai ha sido la primera diócesis que ha reintroducido en la liturgia las oraciones por el Papa. Su seminario y toda la estructura diocesana han vuelto a florecer. Jin no ha firmado nunca ningún documento de apoyo a favor de la “independencia” de la Iglesia china. Y la ordenación de su sucesor in pectore Joseph Xing Wenzhi –nombrado por el Papa, “elegido” por la diócesis, aprobado por el gobierno– ha sido una obra maestra de diplomacia y di sensus Ecclesiae, realizada en el campo minado de las relaciones entre Pekín y el Vaticano. Una operación en cuyas demoras ha llegado también para Jin el tan deseado reconocimiento canónico del Papa, que luego lo ha invitado a Roma –sin éxito– para el Sínodo sobre la Eucaristía. «Hubiera podido ser un héroe anticomunista en el extranjero», explica Jin a Malovic, «pero no en China». Para el futuro, espera que el martirio silencioso de haber sido señalado durante años como un cómplice de los perseguidores de la Iglesia le valga como descuento de los pecados: «Sólo Dios sabe dónde he puesto siempre mi fidelidad, y su juicio me interesa más que la justicia de los hombres».


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