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EDITORIAL
Sacado del n. 06/07 - 2007

Momentos de mis años juveniles


Pero escuchar a Pío XI protestar en voz alta y, aún más, verle llorar me turbó tanto que me desmayé. Conservo el recuerdo de la ventana junto a la que me quedé hasta que terminó la audiencia, momento en el que monseñor nos subió a su gran automóvil S.C.V –que él llamaba carroza– y nos dijo que rezáramos mucho para que los malos dejaran de oponerse al Papa, «que había sido con ellos demasiado bueno»


Giulio Andreotti


Plaza Capranica, donde se asoma la iglesia de Santa María en Aquiro, en una foto de época

Plaza Capranica, donde se asoma la iglesia de Santa María en Aquiro, en una foto de época

Cuando yo era joven, en la lengua popular de los romanos había un modo de expresarse cuando uno se encontraba frente a un hecho repentino no positivo: «Jesús mío, ¿qué pasa?». A la Chiesa del Gesù, en cambio, me llevaba una vieja tía mía, en cuya casa vivíamos, a escuchar los sermones de un orador brillantísimo que atraía a muchos fieles. Si hubiera tenido que resumir esos sermones no habría podido. Pero entre el tono hábilmente modulado y la fuerte implicación del auditorio yo también me sentía preso por un interés no efímero. Recuerdo todavía la emoción por algunos temas: la amistad de Jesús con Lázaro devuelto a la vida; la multiplicación de los panes y los peces; los campesinos que para tomar la tierra mataban a los recaudadores de impuestos y al mismo hijo del amo.
Respecto a esta oratoria (que más tarde yo definiría de Ermete Zacconi o Ruggero Ruggeri), la del domingo de mi párroco –en la iglesia de los somascos, en la plaza de Capránica– era un ejercicio de sordomudos. Más que un comentario al Evangelio del día –como se empezó a hacer muchos años después– hablaba del Niño Jesús; de los milagros, del Jesús que se conmueve y llora. Sobre todo, yo le entendía sin necesidad –al contrario de lo que me pasaba con el padre Venturini– de que me lo explicaran casi todo de camino a casa.
En la misma iglesia de Santa María en Aquiro, a primeras horas de la tarde de los días festivos, venían a darnos clases de catecismo seminaristas del Colegio Capránica, que estaba al lado, de mucho renombre porque en él se habían formado eclesiásticos ilustres.
Era huésped del Colegio también el prefecto de las Ceremonias pontificias, monseñor Carlo Respighi, llamado –más tarde entendí por qué– Ubique, es decir, en todas partes. Era, efectivamente, de una actividad prodigiosa. Aparte de poder ordenarle al Papa que se levantara o que se quedara sentado, era también Magister del Collegium Cultorum Martyrum, y como tal presidía las “Estaciones cuaresmales”, que iban desde Santa Sabina, el miércoles de cenizas, a San Pancracio, el domingo después de Pascua (se llamaba entonces in Albis, y hora de “Jesús misericordioso”). Don Carlo nos asoció en grupos de cinco o seis, no solo en estos casi dos meses del año, sino también en otros cometidos suyos, incluidos las Capillas papales de San Pedro y algunos acontecimientos en los Palacios apostólicos.
De este modo comencé a volver con total legitimidad a los lugares de los que habíamos sido expulsados en 1927 por habernos colado subrepticiamente en una peregrinación de jóvenes belgas. Aunque con buenas maneras, Pío XI nos había definido desautorizados.
Tardé más o menos diez años en entender qué quería decir todo esto. Para mí el año 1929 sería memorable sólo por la curiosidad de ver abierto todo el Portón de bronce que había estado cerrado a medias desde septiembre de 1870 (el día de la llegada de los piamonteses, como decía mi tía Mariannina)
Cuatro años después, a finales de mayo de 1931, estaba yo con el circulito Respighi en el aula del Consistorio en una audiencia de fieles que venían a expresar solidaridad a Acción Católica, cuyos círculos habían sido invadidos por las organizaciones fascistas. En aquel mismo momento no comprendía de qué podía tratarse; pero escuchar a Pío XI protestar en voz alta y, aún más, verle llorar me turbó tanto que me desmayé. Conservo el recuerdo de la ventana junto a la que me quedé hasta que terminó la audiencia, momento en el que monseñor nos subió a su gran automóvil S.C.V. –que él llamaba carroza– y nos dijo que rezáramos mucho para que los malos dejaran de oponerse al Papa, «que había sido con ellos demasiado bueno». Tardé más o menos diez años en entender qué quería decir todo esto. Para mí el año 1929 sería memorable solo por la curiosidad de ver abierto todo el Portón de bronce que había estado cerrado a medias desde septiembre de 1870 (el día de la llegada de los piamonteses, como decía mi tía Mariannina).
El catecismo enseñado según el módulo llamado de Pío X nos presentaba a Jesús como la segunda persona de la Santísima Trinidad; y no eran conceptos de fácil asimilación. Sin embargo, nos atraía el Niño Jesús porque además en Navidades se preparaba en casa, aunque también en la escuela (la mía era estatal), una poesía que íbamos a recitar en la iglesia del Ara Coeli, en el Capitolio. Para ser exacto, los primeros dos años me puse a la cola, pero al llegar a la escalinata me echaba atrás atemorizado. Lo conseguí en 1929 y fue mi primera subida a un púlpito. Si no recuerdo mal la repetí una o dos veces.
La hora de religión, prevista por el Concordato, formalizó la enseñanza de la catequesis, que, sin embargo, ya se impartía ampliamente en la escuela primaria. Cuando en 1937 llegué a la Universidad, recibí en la Federación católica (FUCI) la enseñanza orgánica tanto en los Grupos del Evangelio –con un biblista cultísimo, don Primo Vannutelli– como en la Conferencia de San Vicente, que nos llevaba al arrabal de Pietralata a hacer un poco de asistencia escolar a aquellos chiquillos. Aquí aprendí que Cristo es caridad, es amor. Materialmente podíamos dar bien poco, salvo algunas clases de repaso; pero recibíamos muchísimo. Lo considero un momento determinante para mi vida.
Otro coeficiente formativo fue la pertenencia a la Liga Misionera de Estudiantes, la organización creada por los jesuitas para divulgar las actividades de la Iglesia en los países más lejanos. He de decir que mis conocimientos geopolíticos aumentaron más en estas reuniones que en la escuela. Nos mandaban hacer pequeñas tesis y muchos años después pude entender bien, mejor que tantos colegas políticos, por ejemplo, lo que pasaba en Indochina, área que la Liga me había asignado.
Estudiando las misiones, uno se acerca más que en ninguna otra parte a Jesús amor, pero el impacto va más allá de este rincón misionero específico.
La iglesia de Santa María de Ara Coeli donde se venera desde siempre la estatua de madera del Santo Niño

La iglesia de Santa María de Ara Coeli donde se venera desde siempre la estatua de madera del Santo Niño

No escondo que varias veces me ha turbado la lectura del pasaje del Evangelio en el que Jesús le indica al joven que pregunta qué hacer un camino que le asusta y le hace escapar.
Quizá los sacerdotes con quienes he tenido relaciones se inspiraban todos en modelos transactivos y nunca me preguntaron lo que yo no era capaz de dar.
Además de la FUCI, le debo tanto a la Congregación mariana de San Andrés, en el Quirinal, a la que pertenecí durante el bachillerato. Estaba dirigida por un monseñor de la Secretaría de Estado (Antonio Colonna) cuyo modelo formativo entendí mejor solo posteriormente. Se llegaba a Jesús a través de la devoción a la Virgen, mejor dicho, a la Sagrada Familia, dándole a san José el papel debido. Sobre este tema, entonces me parecía extraño la frecuencia con la que se hablaba de Jesús, José y María «más que de san Antonio». Pero también monseñor Colonna tenía como idea guía el concepto de Jesús amor (Deus charitas est).
Más tarde, cuando me encontré participando en la vida política, hallé especialmente en dos direcciones la confirmación de esta centralidad del amor: en el repudio de toda discriminación y en la obligación de cooperar en el desarrollo de los países más pobres.
Por lo demás, mientras más años vivo –y ya he vivido más de lo previsto– más me acuerdo de rezar por la noche la pequeña oración que me enseñó mi tía: «Jesús, José y María, que expire en paz con vosotros el alma mía».


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