Home > Archivo > 09 - 2007 > El profeta de la católica libertad
ANTONIO ROSMINI BEATO
Sacado del n. 09 - 2007

El profeta de la católica libertad


Dialogó con los grandes de la época; libró la batalla de aquel catolicismo liberal que ganaría la guerra en la democracia occidental típica de la segunda mitad del siglo XX; escribió miles de página de filosofía. Pero nada de esto le hubiera salvado del olvido colectivo de no haber sido por los rosminianos


por Giuseppe De Rita


El frontis del ensayo <I>Las cinco plagas de la santa Iglesia</I>, la obra publicada por primera vez por Rosmini 
en 1846 que será incluida en el Índice en junio de 1849

El frontis del ensayo Las cinco plagas de la santa Iglesia, la obra publicada por primera vez por Rosmini en 1846 que será incluida en el Índice en junio de 1849

Un maestro al que solo sus discípulos han salvado del olvido cultural y eclesial. Aquí está el misterioso mecanismo que, tras un siglo y medio, ha llevado a la decisión de la Iglesia de beatificar a Antonio Rosmini.
En su vida dialogó con los grandes de su tiempo, desde Carlos Alberto a Pío IX o Manzoni; libró con vigor la batalla de aquel catolicismo liberal que luego ganaría la guerra en la democracia occidental típica de la segunda mitad del siglo XX; y especialmente escribió miles de páginas de filosofía, de cultura religiosa, de reflexión social. Pero ninguna de estas tres presencias (la amistad con los grandes, el haber profetizado la “católica libertad”, el haber escrito miles de páginas) salvaría nunca a Rosmini del olvido y el rechazo. Fueron demasiados sus enemigos, eclesiales especialmente; demasiado difícil era y es comprender su pensamiento; demasiados, entre estudiosos y clero, han preferido considerarlo demasiado inteligente para las pobres mentes de los fieles. Y además el Santo Oficio lo había castigado, y la circunstancias era una buena coartada para todos.
El haberse salvado del olvido generalizado y colectivo se lo debe especialmente a los rosminianos, a sus discípulos del Instituto de la Caridad creado por él y tenazmente fieles a su propio ser Iglesia, contra todos los ostracismos. Son los rosminianos que, con sus escuelas, han formado a decenas de miles de muchachos según una filosofía formativa de tipo personalista y liberal, implícitamente contrapuesta a la totalizadora pedagogía estatal o a la militante pedagogía jesuítica (a la que, por lo demás, yo debo mi modo de razonar). Son los rosminianos que con constancia, aunque sin protagonismo público, han seguido durante decenios planteando el problema de la cualidad estructural de la Iglesia, volviendo a proponer Las cinco plagas y, aún más, proponiendo el primado espiritual de su libertad con respecto al poder temporal. Han sido los rosminianos quienes han optado por dialogar con esa parte de la élite cultural italiana que a través de los años ha venido cultivando el espíritu democrático, el sentido de la convivencia colectiva, la presencia cotidiana de la caridad espiritual; yo puedo atestiguar el prestigio “elitista” que rodeaba al padre Bozzetti durante los años de la posguerra, muchos pueden dar testimonio de la fuerte influencia que tenía Clemente Riva en una parte importante de la clase dirigente italiana más reciente.
Han sido, pues, los rosminianos, tenazmente convencidos de estar en lo justo incluso en los períodos de mayor frustración, quienes han salvado a Rosmini de un potencial (y por muchos querido y provocado) olvido. Así que el honor es de ellos. Pero también de su fundador, si es cierto que los líderes se reconocen por sus seguidores; en el fondo ha sido la profundidad de su pensamiento (inagotable para quienes lo han conocido) lo que hace poderosa la voluntad de los rosminianos de dar testimonio. Como decía Buber, «es la raíz la que mantiene».
Hacer una elección de importancia relativa entre los componentes de esa “raíz” es algo difícil, pero como “diletante agregado” del mundo rosminiano, creo que en cuatro grandes temas Rosmini y los rosminianos han tenido razón: primero en insistir contra tantos adversarios y luego haciéndolos penetrar paulatinamente en la conciencia colectiva, aun sin protagonismo público y mediático.
El primer tema es el de la libertad religiosa. Después del Concilio Vaticano II parece una opción descontada. Pero consideremos la época de Rosmini, cuando existían todavía el Estado de la Iglesia y el soberano pontífice: nadie se escandalizaba desde luego porque en el Estatuto albertino estuviera escrito que el catolicismo era «religión de Estado». El único que reaccionó duramente fue Rosmini, que escribió: «La religión católica no tiene necesidad de protecciones dinásticas, sino de libertad. Tiene necesidad de que sea protegida su libertad, y nada más». La Iglesia, siendo sociedad natural y espontánea, no se condensa en el poder, sino que se filtra y penetra en todas partes como el aire y el agua; y solo tiene necesidad de no ser obligada. La fe entra en el corazón sin pasar por poderes de vértice. No muchos, durante los decenios marcados por el Vaticano primero, tuvieron el valor de afirmar cosas de este tenor.
El segundo gran tema rosminiano fue la libertad del papado con respecto a su poder temporal. He recordado en otro lugar una carta de Rosmini al cardenal Castracane de 1848, donde escribía: «Cuando se realizara la unidad federativa de Italia, el sumo pontífice seguiría siendo un príncipe totalmente pacífico y mandaría a sus nuncios para los asuntos espirituales; y los mandarías, además, no a los príncipes sino a las Iglesias del mundo». Había visto bien y le han dado la razón los hechos, que hoy confirman aquella opción suya, de 1848 repito, es decir, anterior en más de veinte años a la unificación nacional de 1870.
Los dos temas hasta aquí citados (libertad religiosa y separación del poder temporal) se enlazan subterráneamente con otro gran tema rosminiano: el rechazo del dominio del poder político, la gran opción que hizo de Rosmini el paladín italiano del catolicismo liberal, y –si el término no molesta a nadie– del catolicismo democrático. A mí siempre me ha gustado mucho su negación de «el señorío que no crea sociedad sino dominio y servidumbre», porque además conecto esta frase con otra que indica que «la construcción de la sociedad es un conjunto de hechos y una pluralidad de personas», donde se advierte el comienzo de la temática del pluralismo cultural y político y de ese “desarrollo de pueblo” que ha caracterizado a la democracia italiana de los últimos decenios.
El primer tema es el de la libertad religiosa. Después del Concilio Vaticano II parece una opción descontada. Pero consideremos la época de Rosmini, cuando existían todavía el Estado de la Iglesia y el soberano pontífice: nadie se escandalizaba desde luego porque en el Estatuto albertino estuviera escrito que el catolicismo era «religión de Estado»
Me resulta, además, natural y espontáneo conectar esta fe en el desarrollo realizado por una pluralidad de personas con la consideración de que una sociedad con muchos sujetos puede crecer, puede explorar con serenidad todas sus posibilidades solo si respeta y hace respetar todos los derechos, la seguridad de todos los derechos, el uso libre de todos los derechos. Esto y no otra cosa es el liberalismo de Rosmini, que tantos problemas le creó a él y a su Congregación: la sociedad ha de ser construida de manera que todos puedan usar libremente sus propios derechos. Este es el bien común que se desprende de su compleja reflexión sociopolítica: mientras el sujeto está encerrado en sí mismo no es vital, lo llega a ser solo cuando entra en relación con los demás, «conspira con los demás en la creación de una sociedad que tenga como finalidad común el libre uso de los derechos».
Se puede imaginar, llegados aquí, lo que me gustaría continuar por los senderos que abren estas temáticas: el valor de la subjetividad individual como gran motor social, siempre que no se deje tentar por el subjetivismo ético: el valor de la relación como recorrido de vidas que no se encierran en la autocentralidad, ya sea de narcisismo como de depresión; el valor de la relación con los demás, con el otro distinto de ti como verdadero camino de llegada al Otro absoluto. Pero serían recorridos demasiado largos, obligarían a entrar en temas y dialécticas s a la Iglesia y a su fundador y profeta; merecen todos ellos, incluso quienes ya no están entre nosotros, sentir como victoria propia haber llegado a la meta de la beatificación.


Italiano English Français Deutsch Português