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TESTIMONIOS
Sacado del n. 10 - 2007

La misión: un simple estar


Entrevista con Teresino Serra, superior general de los combonianos


Entrevista a Teresino Serra por Stefania Falasca y Davide Malacaria


«¿Dónde me pongo?». Esta es la pregunta que dirigió a sus carniceros. Él era uno de los seis misioneros combonianos que estaban en Rungo, Congo. Años sesenta, revuelta de los simbas. Los rebeldes habían asaltado el poblado y habían secuestrado a la población. Habían amenazado con matarlos a todos si los seis misioneros no se entregaban. De noche los llevaron a un puente, los colocaron en fila para matarlos. El último en ser fusilado fue el padre Migotti. En el suelo estaban los cuerpos de sus compañeros muertos y él, con su habitual sencillez, se dirigió a los asesinos para preguntar dónde tenía que ponerse para que lo mataran: se abre un mundo entero de misericordia. De los seis sobrevivió solo uno, porque le creyeron muerto. El padre Teresino Serra cuenta a menudo esta historia, quizá porque sintetiza la caridad que anima a tantos combonianos. Una caridad que los ha llevado a desperdigarse por el mundo, en las situaciones más difíciles, cerca de últimos y de los oprimidos. El padre Teresino, de sesenta años y origen sardo, lleva cuatro años de superior general, sucesor número diecinueve de Daniel Comboni. Le pedimos que nos hable de la misión y de sus misioneros. Responde con esa sencillez que te deja sin palabras, inseparable de su fe sencilla y prudente, unida a una fina argucia, la de quien sabe discernir inmediatamente las cosas esenciales de las secundarias. Lo encontramos en la casa generalicia, en Roma, el 11 de octubre, el día después de que el Instituto celebrara los ciento cincuenta años desde el comienzo de la aventura comboniana, cuando Comboni, a invitación de don Nicola Mazza, salía hacia el continente africano.

El padre Teresino Serra en Jartum con motivo de las celebraciones en honor de san Daniel Comboni

El padre Teresino Serra en Jartum con motivo de las celebraciones en honor de san Daniel Comboni

Tras ser elegido quiso compartir completamente los caminos de los misioneros bajo su mando, visitando continuamente las misiones esparcidas por el mundo. ¿Qué impresión ha sacado?
TERESINO SERRA: Yo creo que la misión ha de reestructurarse. Me parece que han pasado los tiempos en que se iba a llevar a nuestro Dios a pueblos que no lo conocían, nuestro modelo de vida a los salvajes… Estoy exagerando, claro, pero antiguamente se hacía algo así. Hoy creo que ya no es tan importante ir, sino estar. Ya no somos nosotros los que hemos de llevar a otros a nuestro Dios, sino más bien somos nosotros los que tenemos que encontrar a Dios, que nos precede allá, en las tierras de misión… Hoy la misión creo yo que es esencialmente estar, acompañar, caminar con los hombres. Estar sin ninguna pretensión de tener que salvar a la gente a la que nos acercamos: Daniel Comboni decía: «Ya es mucho si me salvo yo…». Así que he pensado que tenía que ser yo el primero en ser llamado a dar este testimonio a los miembros de mi Instituto: mis viajes no han sido más que ocasión de estar con ellos, un intento de acompañarlos en la labor que el Señor les ha confiado.
Habla usted simplemente de “estar”, cuando es bien conocido el espíritu emprendedor de los combonianos.
SERRA: Lo cierto es que veo un riesgo a la hora de hacer: las obras son importantes, sin duda, pero no hemos de reducir la misión solo a las obras. No fuimos a África para cavar pozos o crear hospitales. Claro que también hacemos esto, pero no es lo esencial. Si no, corremos el riesgo de convertirnos en agentes de las organizaciones no gubernamentales. Ahora, a diferencia de antes, llega mucho dinero para este tipo de obras, pero cuando hay en circulación tanto dinero es peligroso, podría corromperse el espíritu de la misión, cambiar “estar” por “hacer”. Corremos el riesgo de convertirnos en simples benefactores. Subrayo que la calidad de la misión depende de la calidad del misionero y el misionero tiene calidad cuando su corazón está habitado por Cristo, por el Evangelio. Cuando esto ocurre, se hacen también obras, como pasó con nuestro misionero que solo, gracias a la ayuda de su gente y sus amigos, construyó un hospital en una región deprimida de Brasil, la Rondonia. Pero lo que cuenta, lo que conforta, más que la obra en sí, es el testimonio de amor a Cristo y a su gente de aquel misionero.
Hablaba usted de una diversidad con respecto a los años anteriores…
SERRA: Han cambiado muchas cosas. Ante todo ha cambiado el ámbito que recibe al misionero. Se trata de llegar hasta gente que conoce estupendamente el mundo occidental; un Occidente que, para el Tercer mundo, se presenta como algo hostil porque tira bombas, explota, oprime, cierra las fronteras a sus refugiados. Un Occidente que, ahora más nunca, enseña su rostro de conquistador. Así pues se nos recibe con hostilidad. Frente a esta actitud, por lo demás más que comprensible, las palabras son inútiles. Antiguamente, quizá, hubieran sido suficiente, pero ahora toda la credibilidad del misionero se apoya en su testimonio. Solo un testimonio convincente puede derribar este muro de hostilidad. Y además, a diferencia de lo que ocurría anteriormente, hoy el misionero debe estar en un ámbito en el que ya existe una Iglesia, una Iglesia local que nosotros mismos hemos contribuido a que naciera. Desde luego, como todas las realidades humanas, tiene sus límites: en algunas expresiones me parece que tiende a emular los aspectos negativos de la Iglesia occidental, es decir, el excesivo triunfalismo, la ostentación de cierto poder, aunque, como es obvio, hablo de ámbitos limitados. Por nuestra parte, no podemos más que estar contentos de esta nueva realidad eclesial. La Iglesia local debe sentirse libre de cumplir su labor. Nosotros hemos de estar un paso atrás.
¿También ha de reexaminarse la posición del misionero?
SERRA: Estamos precisamente reexaminando nuestra presencia en las distintas áreas. Se siente la necesidad de replantearse algunas cosas. Pongo un ejemplo para que se me comprenda: en Nairobi existe una zona en la que hay una serie de institutos religiosos, escuelas religiosas y así sucesivamente. La zona es conocida con una expresión que, traducida de la lengua local, significa «Las casas más hermosas». Nos estamos concentrando todos allí, en aquella especie de Vaticano africano. Claro está que esta concentración urbana tiene sus razones, ya que Nairobi ha atraído a millones de personas de toda Kenya, por lo general diseminadas en slums miserables. Pero en las áreas del norte, en la frontera con Etiopía, donde hay poblaciones muy pobres, hay solo dos combonianos. Creo que ha llegado el momento de abandonar lugares donde hay otros misioneros e ir donde nadie quiere llegar. Creo que son estos los lugares donde nuestra presencia es más importante.
La presencia comboniana, comenzada en África, llegó luego hasta América Latina y a Asia.
SERRA: En Latinoamérica fue asesinado uno de los nuestros, Ezechiele Ramin, cuyo martirio quisiéramos que fuera reconocido por la Iglesia, a pesar de que los nuestros de América Latina se muestran algo reacios: para ellos y para la gente que lo conoció, Ramin ya es santo. Y con esto tienen suficiente. Pero creo que el padre Ezechiele es un patrimonio de toda la Iglesia, por eso nos gustaría promover su causa.
los documentos del encuentro de Aparecida, cuando el papa Benedicto XVI fue a visitar aquellas tierras, se ve que los verbos “estar” y “acompañar” abundan desde la primera hasta la última página. Desde luego, nuestra obra en medio de aquella gente no ha sido inmune a los errores y pecados, pero nadie nos puede acusar de no haber acompañado a la gente que el Señor nos había confiado. Ahora en América Latina, pasada la época de la Teología de la Liberación, se ha querido poner el acento en la disciplina teológica y litúrgica, pero es necesario prestar atención a no crear una Iglesia alejada de la gente.
¿Cuentan ustedes con una presencia importante en Asia?
SERRA: No, todavía no. Allí te sientes una hormiguita frente a una obra titánica: todo un continente, miles de millones de personas que aún no han conocido el Evangelio. Pero allí, más que en ninguna otra parte, es evidente que se ha de estar sin pretensiones de hacer algo. Hay que esperar el tiempo del Señor.
¿También ustedes han padecido un descenso en las vocaciones como las otras Órdenes?
SERRA: En la actualidad somos 1.745, distribuidos en 29 naciones, entre África, América Latina y Asia. Es obvio que no todos están en activo, porque este número incluye también a los enfermos y los ancianos. Las vocaciones han disminuido, sin duda: según un estudio realizado hace algunos años, que tomaba en consideración distintas órdenes religiosas, nuestro Instituto tiene frente a sí unos setenta años de vida. Pero, obviamente, podríamos terminar mañana o durar mucho más, según los designios de Dios. A mí no me interesan los números: si un árbol se seca será bueno para hacer leña y calentar. Dios no tira nada… a mí me interesa disponer de misioneros auténticos, que den su vida por Dios y por los últimos. El resto no me importa gran cosa. Tampoco me interesa hacer bulto con vocaciones falaces: ya ha ocurrido, y no sólo a nosotros, que ha habido personas que han elegido esta extraña manera para escapar de sus países… He pedido que se intensifiquen los filtros de entrada.
Un resumen de sus viajes…
SERRA: He de decir que he constatado que nuestros misioneros son mejores de lo que me esperaba. Las visitas que más me han entristecido han sido las del norte de Uganda, donde he encontrado una situación realmente trágica: una población destruida por la larga guerra entre rebeldes y gubernamentales, que terminó en cuanto se decidió que tenía que terminar (y esto habla muy claro sobre la naturaleza de aquel conflicto…). Nuestros misioneros han sido durante años prisioneros de una guerra extraña, que se encendía de noche, con ataques por sorpresa. Están agotados, como toda la población… Y luego está Sudán, allí la situación es explosiva: el norte y el sur han firmado la paz, pero los oportunistas ya han llegado para forrarse con la reconstrucción y los ánimos no están precisamente en paz. Temo que antes o después el conflicto vuelva a encenderse… pero lo que más dentro me ha entrado de estos viajes es muy otra cosa.
¿De qué se trata?
SERRA: No sabría cómo explicarlo de otro modo: cuando comencé lo tenía todo muy claro… ahora estoy hecho un lío. Especialmente viendo tanto sufrimiento, tanto dolor, uno se pregunta: pero ¿por qué permite Dios todo esto? ¿Por qué ha de ganar siempre la injusticia? En fin, un silencio desconcertante de Dios…
Dos padres combonianos en una escuela en Nyala, en Darfur

Dos padres combonianos en una escuela en Nyala, en Darfur

¿Escéptico?
SERRA: No, lo que pasa es que la realidad plantea preguntas… Y a veces da respuestas. A menudo imprevisibles. A mí me llegó de un episodio especial. Cuando enseñaba en Nairobi había un estudiante mío ugandés, llamado Francis Bakanibona, a quien yo le había desaconsejado que siguiera estudiando. Me parecía que no cuadraba con nuestro tipo de vida. Sin embargo, al volver a su parroquia, el muchacho se convierte inmediatamente en un punto de referencia para los jóvenes del lugar. En poco tiempo su actividad en la parroquia comienza a molestar. Las tropas gubernamentales lo van a buscar, rodean la iglesia y se apostan a esperarlo: él sale y delante de todos lo torturan y lo matan. Y yo que le había juzgado como alguien no adecuado para el seminario… Pasa una semana y en la parroquia hay que bautizar. Se presentan treinta parejas. El párroco se dirige a la primera pareja: «¿Qué nombre le queréis poner a vuestro hijo?»; ellos responden: «Francis». Luego le toca a la segunda pareja, que también dicen: «Francis». Y lo mismo pasa con la tercera… Todos querían llamar a su niño Francis. Hechos como ese te hacen comprender que la respuesta de Dios no es la que nosotros imaginamos. Y a menudo viene de las poblaciones a las que nosotros hemos llevado al Señor. Nosotros lo hemos llevado, pero ellos ahora nos lo muestran de manera más convincente y conmovedora.
De episodios similares supongo que está llena la historia de su instituto.
SERRA: Desde luego… uno de los nuestros está en el norte de Uganda: niños-soldado asaltan la misión donde vive solo y le amenazan con matarlo. Él les grita: «No me podéis matar. Según las costumbres de vuestra gente si matáis a un anciano, su alma os perseguirá a vosotros y a vuestros padres toda la eternidad». Ellos le miran asustados y luego le dicen: «Por lo menos deja que robemos algo, si no se van a enfadar nuestros jefes». Entonces él les deja entrar y espera fuera. En cuanto salen, los para y les indica el lugar donde tiene escondida su botella de whisky. «Por lo menos con eso vuestros jefes estarán contentos… ¿Para qué van a querer cuatro candelabros?»… Luego están los de Iceme, también en Uganda del Norte, en el distrito de Lira, que han sufrido siete ataques pero no quieren irse… son solo algunos de los testimonios que dan nuestros misioneros. Luego están los ancianos, los enfermos…
¿Es decir?
SERRA: En el aniversario de la primera misión de Comboni estuve en un centro de acogida. Allí vive gente que después de años de misión vuelve bastante malparada, para usar un eufemismo. Hay uno con una paresia progresiva: lo comprende todo, pero no puede moverse. Muestra siempre una sonrisa en los labios. También esta es una forma de martirio, más lenta. Están además los hermanos que no recuerdan todo el bien que han hecho. Pero no tiene importancia, porque el Señor, en cambio, lo recuerda bien. Muy bien…


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