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MEDITACIÓN
Sacado del n. 10 - 2007

«También la fe pide...»


Dice san Agustín –«... et fides orat»– en un pasaje del Enchiridion de fide, spe et caritate (2, 7). Publicamos una de las meditaciones de los ejercicios espirituales predicados por don Giacomo Tantardini a los sacerdotes de la diócesis suburbicaria de Porto-Santa Rufina (Roma) en noviembre de 2006


por don Giacomo Tantardini


La curación de la hemorroísa, catacumbas de los Santos Pedro y Marcelinode Roma

La curación de la hemorroísa, catacumbas de los Santos Pedro y Marcelinode Roma

Esta tarde quisiera hablar de la oración. Después del rezo de la Hora media, me ha confortado que su Excelencia haya entonado el Ave María que hemos cantado juntos bien, porque lo que quiero decir hoy apunta a la frase «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». A esta invocación a la Virgen, a esta invocación «ruega por nosotros» apunta en el fondo toda nuestra participación, la participación de nuestra libertad en el misterio de la gracia. «Ruega por nosotros». La oración es nuestra participación en el misterio de la elección de Dios.
Antes de la premisa, permítanme una breve alusión. Siento afecto por este pequeño libro Quien reza se salva. Este librito nació en los años ochenta, porque muchos jóvenes que encontraban el cristianismo y procedían, en los años setenta-ochenta, sobre todo de experiencias de extrema izquierda, después de comenzar a frecuentar la vida cristiana preguntaban cómo confesarse, porque después de la primera comunión muchos no lo habían vuelto a hacer. Muchos, en efecto, no habían recibido el sacramento de la confirmación, como sucede también hoy. De modo que hicimos en Roma este pequeño libro simplemente para ayudar a estas personas, que no sabían nada de la doctrina cristiana, ni siquiera los diez mandamientos, a confesarse bien. Así nació el librito. Recogimos en él las oraciones más sencillas, algunas verdades fundamentales de la vida cristiana, los diez mandamientos, los pecados contra el Espíritu Santo, los pecados que claman venganza ante Dios y cómo se debe hacer una buena confesión. Utilizamos el Catecismo de san Pío X no por una decisión dialéctica o conservadora, sino porque algunas respuestas del Catecismo de san Pío X nos parecían más sencillas para ayudar a quienes no habían tenido ningún contacto con la práctica cristiana. Así nació este librito. Luego ha ido creciendo, hemos añadido algunas oraciones: las oraciones de la misa, del rosario, la letanías… Entre enero y febrero de 2005, 30Días quería hacer una edición nueva y a mí me surgió espontáneo el deseo de pedirle al cardenal Ratzinger que nos escribiera la introducción. Era como someter a la autoridad de la Iglesia (el cardenal Ratzinger era el prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe) este pequeño libro en el que había recogido el catecismo que había aprendido de niño. Le mandamos al cardenal el librito. Pero como después de quince días no llegaba todavía una respuesta, un periodista de 30Días llamó al secretario, que le tranquilizó diciendo: «El cardenal está preparando la introducción, es más, el librito Quien reza se salva lo tiene sobre la mesa de su despacho en la Congregación para la doctrina de la fe». Así que, el 18 de febrero de 2005, el cardenal Ratzinger mandó una introducción sencilla y bella. Comienza así: «Desde que el hombre es hombre, reza». Porque la oración, es decir, la petición es la estructura misma del corazón del hombre. «Siempre y por doquier el hombre se ha dado cuenta de que no está sólo en el mundo, que hay Alguien que lo escucha. Siempre se ha dado cuenta de que necesita a Otro más grande y que debe tender a Él para que su vida sea lo que tiene que ser. Pero el rostro de Dios siempre ha estado velado…». Desde que el hombre es hombre reza… pero el rostro de este Otro más grande siempre ha estado velado.
Tomo la premisa de estas dos observaciones del cardenal Ratzinger. Primera observación: el corazón del hombre está creado como petición y, también después del pecado, la imagen de Dios permanece1. El hombre, incluso después del pecado, es capax Dei. También después del pecado original, el corazón del hombre, la hechura misma del ser humano, es petición. Dice san Agustín que toda criatura ha sido creada por la Sabiduría, pero la criatura razonable (ángeles y hombre) ha sido creada por la Sabiduría de tal manera que su destino es la misma Sabiduría2. El hombre no sólo ha sido creado por el Verbo sino que ha sido credo para el Verbo eterno. Ha sido creado no sólo por Dios, sino ad Deum, ad Te. Así es el corazón del hombre. También san Agustín, que con gran fuerza, contra la herejía pelagiana, subraya el pecado original, la herida del pecado original, dice que no hay ningún pecado (no sólo el pecado original, sino ningún pecado que pueda cometer el hombre) que destruya este limen naturae / este umbral de la naturaleza3, esta apertura al Misterio. La imagen de Dios, herida, permanece como apertura al Misterio. De no ser así el pobre pecador no podría encontrar al Señor cuando Él sale a su encuentro gratuitamente. Si el corazón no permaneciera abierto al encuentro como posibilidad, no lo podría encontrar. Esta es la primera observación. La segunda observación (porque no sería realista y por lo tanto no sería verdad si se dijera sólo esto): esta petición, este corazón, está herido. Esta petición, este corazón, está ofuscado. El rostro del Misterio está velado. Hay una oración de la antigua liturgia ambrosiana que me gusta mucho, porque describe esta petición natural del hombre en su condición histórica: «… oratio captiva peccatis / … la petición prisionera de los pecados / quae inimico impediente fuscatur / que por el enemigo [por el diablo] está impedida y ofuscada…»4. La petición del corazón esclava del diablo está impedida y ofuscada. Esta es la condición del corazón del hombre. Agustín (lo cité esta mañana) lo dice con una imagen que no se olvida: «Fugitivus cordis sui / El hombre es fugitivo, está lejos de su corazón»5. Esta mañana leímos el comentario de Agustín al milagro de los dos ciegos. Si el Señor no hubiera pasado, los ciegos no habrían gritado. «Clausi sunt oculi cordis: / Los ojos del corazón están cerrados: / transit Iesus / Jesús pasa / ut clamemus / para que nosotros podamos pedir»6.
Les quiero leer, para su consuelo y el mío, el fragmento del Credo del pueblo de Dios del papa Pablo VI sobre el pecado original. Si no tenemos presente el pecado original nos volvemos primero idealistas y luego cínicos. Si no tenemos presente la condición concreta, consecuencia del pecado original, no tenemos una mirada realista, una mirada de fe, sobre nuestra condición, sobre la condición del hombre, sobre la condición del mundo. El fragmento sobre el pecado original, junto con el fragmento sobre la presencia real del Señor en la Eucaristía, es el fragmento más amplio del Credo del pueblo de Dios, porque eran las dos verdades de fe que entonces, aunque no sólo entonces, mayormente se ponían en tela de juicio. «Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al cado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”».
Lo dicho hasta ahora quería ser como una gran premisa, a saber: que la petición, la oración, es el corazón del hombre, pero este corazón, esta petición está ofuscada, este corazón, esta petición está impedida, este corazón, esta petición es prisionera. Y entonces el hombre se resigna y a la larga deja de pedir. Se resigna a lo poco o a lo mucho que consigue poseer. Esta es la condición del hombre.
Si esta es la condición del corazón, para hablar de la oración (no, digamos, abstractamente) hay que ver cómo Jesús salió al encuentro de esta condición del hombre esclavo por los pecados («ya no eres esclavo, sino hijo», Ga 4, 7), cómo Jesús salió al encuentro de este corazón que le espera, pero que está impedido para pedir. Este corazón que como criatura le espera, que como criatura espera el encuentro con Él. Pero esta expectativa del corazón está impedida, esta expectativa del corazón está ofuscada. De modo que la oración de la antigua liturgia ambrosiana termina pidiendo: «… vultus tui candore purgetur / que [la petición] sea purificada por el esplendor de tu rostro». ¿De qué modo el rostro de Dios refulge para nosotros (cf. 2Co 4, 6), para que la petición pueda salir del corazón? ¿Cómo sale Jesús al encuentro de nuestro pobre corazón?

Orante, catacumbas de Priscila, Roma

Orante, catacumbas de Priscila, Roma

La primera indicación que quisiera sugerir es que este encuentro tiene su fuente en el misterio de la elección de Dios. Por tanto, este encuentro no es de por sí un premio a la petición del hombre. Este encuentro es pura gracia. Es el misterio de la gracia de la elección. Porque Zaqueo quizá tenía una expectativa buena, desde luego sentía curiosidad (cf Lc 19, 1-10), pero Mateo cuando Jesús le llama no esperaba nada. El publicano Mateo no esperaba nada (cf. Mt 9, 9). El cuadro de Caravaggio, que se encuentra en la iglesia de San Luis de los Franceses de Roma, resalta estupendamente esta absoluta gratuidad, esta elección absolutamente gratuita. Esta es la primera indicación. Hay un porqué del encuentro que está en el misterio de Dios, que está en el misterio de la elección de Dios.
Segunda indicación: este encuentro es darse cuenta de una presencia. Es, por usar la expresión latina, confessio / reconocimiento. Y, en su íntimo, este reconocimiento es ya petición. El reconocimiento de la fe es ya, en su corazón, una petición. La oración comienza ya en el mismo reconocimiento de fe. La expresión que en la liturgia latina decíamos siempre en todas las misas antes del Sanctus: «… supplici confessione / con reconocimiento suplicante», indica el proprium del acto de fe. El reconocimiento de la fe es siempre, en su corazón, un reconocimiento / confessio / que pide / supplex. Cuando el niño dice “mamá” no demuestra la existencia de su madre. Reconoce su presencia, pidiendo amor, pidiendo que su madre esté a su lado. Este es el proprium del reconocimiento de la fe. El reconocimiento de la fe es siempre supplex confessio. Confessio: un reconocimiento de la inteligencia. San Agustín lo dice con un expresión definitiva: «Fides si non cogitetur nulla est / La fe si no es pensamiento [inteligencia que reconoce] no es nada»7. La fe es la inteligencia que reconoce y adhiere. Y el reconocimiento de la inteligencia, precisamente en cuanto reconocimiento de una Presencia que atrae, es, en su íntimo, reconocimiento que pide. Me conmueve recordar el primer encuentro de Jesús con Juan y Andrés, los dos discípulos de Juan Bautista que siguen a Jesús después de que el Bautista lo hubiera indicado como el Cordero de Dios. Jesús se dirige a ellos y les pregunta: «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38), y ellos no responden, o mejor dicho, responden preguntando: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1, 38). Lo que buscaban lo tenían ante sus ojos. No responden con una definición, responden con una pregunta: «Maestro, ¿dónde vives?», que quiere decir también: «¿Dónde, cómo podemos estar contigo?». Lo que esperaban lo tenían ante sus ojos y, por tanto, al reconocerlo, pidieron permanecer con Él. El reconocimiento de la fe es ya oración, la fe es ya petición. Como dice san Agustín: «… et fides orat / también la fe pide»8. El Credo es una oración. ¡Qué bien está que lo recemos durante la santa misa! La fe es un reconocimiento de la inteligencia suscitado por la gracia, suscitado por su atractivo, suscitado por su presencia, por Él que pasa al lado, por su gesto. Es un acto de la inteligencia que reconoce y de la libertad que se adhiere. El Concilio ecuménico Vaticano I al definir que «la fe es una virtud sobrenatural imposible sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo» añadía una expresión muy bella: «Qui dat omnibus suavitatem in consentiendo et credendo veritati / El Espíritu Santo da a todos suavidad en reconocer y creer en la verdad»9. ¡Qué bella es la palabra suavitas! Se reconoce y se cree en una presencia porque es suave, porque es atractivo reconocerla y adherirse a ella. Para que pudiera ser reconocida, la Verdad se hizo presencia humana, el Verbo se hizo hombre (cf. Jn 1, 14). No es un teorema que demostrar. Lo que quería indicar es que el corazón del reconocimiento de la fe es ya oración.
La tercera indicación. Después del encuentro, cuando fue a casa de Zaqueo, Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9). El encuentro con Jesús salva realmente al hombre. El reconocimiento de Jesús es el inicio de la salvación. El bautismo realmente nos da la salvación. «Ahora somos hijos de Dios» (1Jn 3, 2), dice san Juan en su primera carta. Pero ¿cómo somos ya ahora hijos de Dios? ¿Cómo estamos ya ahora salvados? ¿Cómo somos felices ya ahora? El reflejo de la salvación (véase Zaqueo, Lc 19, 6), el segundo fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22) es la alegría. La salvación tiene ese reflejo humano que es la alegría. Pues bien, ¿cómo somos felices ya ahora? El apóstol san Pablo y toda la Tradición dicen que ahora estamos salvados, somos felices «in spe / en esperanza» (Rm 8, 24). El cardenal Ratzinger, en una entrevista publicada también por 30Días10, subrayaba con fuerza que la esperanza es la dimensión permanente de la vida cristiana. Evidentemente nuestra espera no es como la espera del Antiguo Testamento. El Señor ha venido y por gracia lo hemos encontrado. Pero la esperanza permanece en la vida cristiana porque también nosotros, precisamente en virtud de la suavitas / suavidad de la amistad con Él, lo esperamos («en espera de tu venida») y porque el encuentro con Él, la fe, la salvación, no es una posesión nuestra. No es una posesión nuestra la salvación. En todo momento es uno don.
Y por eso quisiera leerles los cánones antiguos sobre la gracia porque poseen una claridad sencilla y luminosa. En primer lugar dos cánones del Concilio de Cartago del 418 que, aprobado por el papa Zósimo tras algunos titubeos, es, digamos así, el documento dogmático sobre la gracia al que todos los Concilios, especialmente el Concilio de Trento, han hecho referencia. Luego citaré una frase del Indículo. El Indículo es un pequeño catecismo en el que la Iglesia de Roma, tras las polémicas de Pelagio, resumió la doctrina de la fe sobre la gracia. Leo estos documentos de la Tradición porque evidencian que la salvación es real, pero no la poseemos. Es real y al mismo tiempo, según una expresión tan del gusto de Péguy, precaria11. De modo que la relación del cristiano con la salvación es siempre una relación de petición, es siempre una relación de oración, no una relación de posesión.
Dice el canon tercero del Concilio de Cartago: «Igualmente plugo a los obispos determinar que quien sostuviera que la gracia de Dios, por la que el hombre queda justificado por nuestro Señor Jesucristo, vale tan sólo para la remisión de los pecados cometidos anteriormente, pero no sirve de ayuda para no cometerlos en adelante, sea anatema»12. La gracia no sólo es necesaria para el perdón de los pecados cometidos, sino también como ayuda para no cometerlos en adelante. Porque la salvación, la gracia, no es una posesión nuestra. La salvación, la gracia, es precaria. Muy cierto era el estupor de Juan y Andrés aquel día: «Eran más o menos las cuatro de la tarde» (Jn 1, 39). Muy cierto, y, sin embargo, no era una posesión suya. Muy cierta era su pregunta, pero no era posesión suya. La certeza del cristiano, según una imagen de don Giussani que a mí me parece definitiva en su sencillez, es el abandono del niño. Cuando el niño se abandona (como dice el Salmo 130 que leímos en la misa de ayer), se duerme seguro en los brazos de su madre. Esa certeza no es una posesión suya. La certeza cristiana es un abandono de este tipo, es el abandono del niño.
Reza el canon quinto del Concilio de Cartago: «Igualmente plugo a los obispos determinar que quien dijere que la gracia de la justificación se nos da a fin de que más fácilmente podamos cumplir por la gracia lo que se nos manda hacer por el libre albedrío, como si, aun sin dársenos la gracia, pudiéramos, no ciertamente con facilidad, pero pudiéramos al menos cumplir los divinos mandamientos, sea anatema»13. Si uno dice que también sin la gracia podemos cumplir, aunque no fácilmente, aun con dificultad, los mandamientos de Dios, sea excomulgado. Luego, la observación conclusiva es muy hermosa: «De los frutos de los mandamientos [es decir, de poner en práctica lo que dicen los mandamientos] hablaba, en efecto, el Señor, cuando, no dijo: “Sin mí, más difícilmente podéis obrar”, sino que dijo: “Sin mí, nada podéis hacer” (Jn 15, 5)»14. Es estupenda esta expresión. Jesús no dijo: «Sin mi podéis obrar con dificultad». No, dijo: «Sin mí no podéis hacer nada». Esta sencillez evangélica es consuelo y es liberadora. Liberadora para nosotros y para nuestros fieles.
El capítulo tercero del Indículo. Aquí se cita al papa Inocencio (401-417). El papa Inocencio, el predecesor del papa Zósimo, había acogido las primeras condenas de los Concilios africanos contra la herejía de Pelagio, con inmediatez y cordialidad. Dice el Indículo: «Nadie, ni aun después de haber sido renovado por la gracia del bautismo, es capaz de superar las asechanzas del diablo y vencer las concupiscencia de la carne si no recibe la ayuda diaria de Dios»15. También el Concilio de Trento declarará que con la gracia es posible observar los mandamientos de Dios y que es una afirmación temeraria y condenada por todos los Padres decir que con la gracia no es posible observar los mandamientos16. Pero añadirá que, aunque uno esté en gracia de Dios, no permanece en gracia sin una ayuda especial de la gracia17. Para permanecer en gracia hace falta una ayuda especial de la gracia. Sigue diciendo el Indículo: «Lo cual está confirmado por la enseñanza del mismo pontífice [Inocencio]: “Porque si bien Dios redimió al hombre de los pecados pasados; sabiendo, sin embargo, que podía nuevamente pecar, muchos medios se reservó para repararle, de modo que aun después de estos pecados pudiera corregirle, dándole diariamente remedios [gracias cotidianas], sin cuya ayuda y apoyo no podremos en modo alguno vencer los errores humanos. Forzoso es, en efecto, que si con su auxilio vencemos [como hemos vencido con su ayuda en el bautismo, como vencemos con su ayuda en el sacramento de la confesión], si Él no nos ayuda, seamos derrotados»18. Como hemos vencido con su ayuda, así «eo iterum non adiuvante / si Él no nos ayuda de nuevo / vincamur / somos derrotados». He leído estos antiguos dogmas para decir que la oración, la súplica, es el modo de vivir de los cristianos. Es el modo de vivir de quienes por la gracia han encontrado la salvación. De quienes han sido salvados en esperanza. De quienes han recibido una respuesta gratuita a la expectativa de su corazón en la amistad con Jesús. El modo de vivir esta amistad, el modo de vivir esta gracia, el modo de vivir esta felicidad inicial es la oración.
La Virgen con el niño y el profeta Balaam, catacumbas de Priscila, Roma

La Virgen con el niño y el profeta Balaam, catacumbas de Priscila, Roma

Quisiera ahora aludir a cómo santo Tomás de Aquino habla de la esperanza, porque santo Tomás llega a hacer coincidir la esperanza con la oración. A mediados de los años ochenta participé, en Collevalenza, en los ejercicios espirituales predicados por el cardenal Ratzinger. De estos ejercicios no he olvidado una cosa: cuando, en la meditación sobre la esperanza, Ratzinger citó a santo Tomás que dice: «La oración es la interpretación de la esperanza / Petitio est interpretativa spei»19. La oración es la voz de la esperanza, es la expresión de la esperanza, es la modalidad con que se expresa la esperanza. Ser salvados en esperanza quiere decir rezar. Ser felices en esperanza quiere decir pedir. Pedir que ese estupor, ese inicio real y precario de felicidad, se renueve. No lo podemos poseer. Si el Señor no lo renueva, no se permanece en su gracia (cf. Jn 15, 5).
Santo Tomás, en el Compendium theologiae20, obra inacabada que termina precisamente al comienzo de la segunda parte, la dedicada a la esperanza, para afirmar que la esperanza coincide con la oración –tan verdad es que Jesús para hacernos vivir en la esperanza nos da la oración del Padrenuestro– da los siguientes pasos.
Primero: «Spes desiderium praesupponit / La esperanza presupone el deseo»21. ¡Qué bello! Presupuesto de la esperanza es ser atraídos por lo que se espera. Si lo que se espera no atrae, nos podemos esperar. Presupuesto de la esperanza es el atractivo de la gracia, el atractivo de Jesucristo. El hecho de que nos atrae quiere decir que tenemos también una experiencia inicial. Esto, para mí, es fundamental. Para desear la vida eterna, para desear el Paraíso, hay que tener de ello una experiencia inicial. No puede desearse algo de lo que no tenemos una experiencia inicial de su atractivo. El final del discurso sobre la oración de san Agustín que leímos en el breviario hace unas semanas lo dice con términos muy sencillos: «El Espíritu de Dios, pues, incita a los santos a que intercedan con gemidos inefables, inspirándoles el deseo [ven que el deseo nace del atractivo de la gracia] de aquella realidad tan sublime [la felicidad del Paraíso] que aún no conocemos, pero que esperamos ya con esperanza. […] Ciertamente que si lo ignoráramos del todo no lo desearíamos; pero, por otro lado, si ya lo viéramos no lo desearíamos ni lo pediríamos con gemidos inefables»22. Si esta felicidad, si esta vida eterna fuera completamente desconocida no se podría ni siquiera desear y si estuviera en nuestro poder no la pediríamos. «Spes desiderium praesupponit». El primer presupuesto es que deseemos lo que esperamos, que deseemos la felicidad para siempre. Para desearla hace falta que nos atraiga. El deseo no nace de nosotros. El deseo es de nuestro corazón, pero lo que lo despierta es un atractivo. Un atractivo del que tenemos una experiencia inicial.
Segundo: es menester que lo que se desea «se reconozca como algo que es posible conseguir / possibile esse aestimetur ad consequendum»23. ¡Otro hermoso concepto! Posible, porque si la felicidad deseada no fuera reconocida como posible, sería una ilusión, un sueño, no sería esperanza. Por tanto, una felicidad reconocida posible. Qué hermoso es este «aestimetur», es decir “reconocido razonablemente” posible. Escribe san Agustín en las Confesiones: «Merito mihi spes valida in illo est / Con razón mi esperanza es firme en Él»24.
Tercero: lo que se espera «sit aliquid arduum / sea algo arduo»25. Arduo se traduce por difícil. Pero yo creo que es más sencillo decir que se trata de una realidad que no podemos construir nosotros, que no podemos poseer. Arduo quiere decir que no podemos pre-tender, que no podemos com-prender. Nosotros no podemos alcanzarlo ni aferrarlo. «Si comprehendis non est Deus / si comprendes no es Dios»26. San Agustín lo dice de una manera aún más hermosa. «Si comprehendere potuisti / si pudiste comprender / aliud pro Deo comprehendisti / no es Él lo que has comprendido»27. De la alienación habló antes san Agustín que Marx y Nietzsche. Si lo que tú llamas Dios lo comprendes, es algo distinto de Dios, es decir, estás alienado. Dios no se puede ni pretender ni comprender. San Pablo, en la Carta a los Filipenses, que hemos leído en la santa misa, escribe que el Hijo de Dios «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp 2, 6). No retuvo ávidamente el ser igual a Dios, no consideró una presa [es decir, una conquista suya], dice el texto latino, su igualdad con Dios. Es un don perenne del Padre en el goce del Espíritu Santo. Por tanto, la esperanza presupone una realidad que sea deseada, que sea posible, pero que nosotros no podemos pretender ni podemos comprender. En este sentido es ardua.
Llegados aquí se abren dos caminos: el primero es el del hombre que se afana para conseguir este bien deseado, posible, arduo, y el segundo es el del hombre que lo pide y este es el modo en que la virtud de la esperanza se expresa. Concluye santo Tomás con una frase estupenda: «Sic igitur ea quae Dominus / Así pues lo que el Señor / in sua oratione petenda esse docuit / en su oración [el Padrenuestro] ha enseñado que se debe pedir / ostenduntur homini esse consideranda possibilia / se muestra tal que se ha de considerar como posible para el hombre / et tamen ardua / y, sin embargo, arduo / ut ad ea non humana virtute sed divino auxilio perveniatur / de modo que se llegue a ello no por capacidad humana, sino por gracia de Dios»28. Esto es todo lo que quería decir. Que la oración pertenece al corazón de la fe cristiana, que la oración pertenece al corazón de la vida cristiana. Al corazón de la fe, porque el reconocimiento de la fe es ya petición a esa presencia: supplex confessio. De modo que en la fe la unidad de la inteligencia y del corazón queda afirmada. La oración pertenece al corazón de la vida cristiana, porque la salvación que da la fe es real y al mismo tiempo precaria. «Porque en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). Es real el comienzo de la felicidad, y es verdad porque si uno no tuviera la experiencia inicial no la podía ni siquiera desear. Es real, pero no es una posesión nuestra. San Agustín, en un fragmento que leemos en el breviario el último día del año litúrgico, antes del comienzo del Adviento, dice: «Quotidie petitores, quotidie debitores / Todos los días debemos pedir, todos los días somos pobres pecadores»29. Todos los días debemos rezar el Padrenuestro. Todo los días petitores / personas que suplican. Todos los días debitores / personas que piden perdón.

La adoración de los Reyes Magos, catacumbas de Priscila, Roma

La adoración de los Reyes Magos, catacumbas de Priscila, Roma

Ahora unas breves referencias para comentar cómo el Compendio del Catecismo define la oración30.
Primera referencia. El Compendio define la oración según las dos definiciones tradicionales: «Elevatio mentis in Deum / Elevación del alma a Dios», o «petitio decentium a Deo / petición al Señor de bienes conformes a su voluntad»31. Y añade algo muy bello. «La oración es siempre un don de Dios»32. Esta frase del Compendio resume lo que he tratado de decir. La oración es siempre un don de Dios. La oración de los hijos (cf. Ga 4, 6) nace siempre porque Él se acerca a nosotros, sale a nuestro encuentro, pasa a nuestro lado. «Transit Iesus ut clamemus»33. «La oración es siempre un don de Dios que sale al encuentro el hombre». Dice el Compendio. Esta breve respuesta del Catecismo usa la palabra encuentro. La oración es siempre un don de Dios que se hace encuentro. Si no se hace encuentro, el corazón no pide. «Clausi sunt oculi cordis»34. El corazón sigue sus ilusiones. Porque el corazón, es decir, la interioridad está enferma, la interioridad es ciega, la interioridad es sorda, la interioridad está muerta»35.
Segunda referencia. La oración, pues, es elevatio mentis in Deum. Para comprender qué quiere decir este «elevar el alma a Dios» cito un fragmento de san Agustín en el De civitate Dei36. Agustín cita la expresión sursum corda / levantemos nuestros corazones. También entonces, como hoy, comenzaba así la oración eucarística. Escribe san Agustín: «Bonum est sursum habere cor, / Bueno es tener el corazón levantado, / non tamen ad se ipsum / pero no dirigido hacia uno mismo [¡qué importante es esto! La oración no es una introspección. Es bueno tener el corazón levantado, pero no dirigido hacia uno mismo], / quod est superbiae / lo que es propio de la soberbia, /sed ad Dominum / sino dirigido hacia el Señor, / quod est oboedentiae / lo que es propio de la obediencia / [y aquí tenemos la observación más bella] quae nisi humilium non potest esse. [obediencia] que no puede ser si no de los humildes. / Est igitur aliquid humilitatis / Tiene la humildad cierta cualidad / miro modo quod sursum faciat cor / que de modo admirable levanta el corazón [elevatio mentis in Deum] / et est aliquid elationis / y tiene cierto atributo la soberbia / quod deorsum faciat cor. /que abate el corazón. / Hoc quidem quasi contrarium videtur, / Aunque parezca contradictorio [cosa que también nosotros pensamos instintivamente]: / ut elatio sit deorsum / que la soberbia esté debajo / et humilitas sursum / y la humildad encima». Aquí san Agustín dice simplemente lo que dijo Jesús: «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 14, 11). Cuántas veces confundimos también nosotros la elevatio mentis in Deum (que es la mirada –o más simplemente las lágrimas– del niño que pide que lo tomen en brazos) con la elatio (que es el intento del hombre de alcanzar a Dios). Es un hecho estupendo («miro modo») que sea la humildad la que ensalza hacia Dios, porque es Dios el que ensalza. Al igual que para el publicano, que «no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo» (Lc 18, 13).
Tercera referencia. La definición de oración «petitio decentium a Deo / petición a Dios de cosas buenas», sugiere que la oración está ligada a la vida buena. La oración está ligada a la obediencia de los mandamientos. Somos pobres pecadores, pero no podemos rezar en el compromiso con el pecado. No se pueden desear contemporáneamente dos cosas contrarias. Un instante después de haber cedido a la tentación, por gracia se puede pedir. Pero «es mentiroso» (1Jn 2, 4) el corazón, si contemporáneamente «dice» (1Jn 2, 4) que desea dos cosas contrarias.
Cuarta referencia. Las dos palabras elevatio y petitio con que el Compendio define la oración sugieren que ésta es «al mismo tiempo» (como dijo el papa Benedicto el año pasado en Colonia37) un mirar y un pedir, un estupor y una expectativa, «una dulzura y un deseo»38, un júbilo inicial en el gemido39. Precisamente por el estupor del encuentro, Juan y Andrés preguntaron (cf Jn 1, 38). Y al ser siempre don de Dios que sale al encuentro, la oración es posible, incluso en el gemido, siempre por un último estupor.
El bautismo, catacumbas de San Calixto, Roma

El bautismo, catacumbas de San Calixto, Roma

Así se camina «proficiens / creciendo», dice san Agustín hablando de san Pedro: «Non praeveniendo sicut Petrus praesumens / No queriendo pre-venir [no queriendo ir más allá] como Pedro cuando presumía /sed sequendo et orando / sino siguiendo y pidiendo [estupor y petición] sicut Petrus proficiens / como Pedro cuando caminaba creciendo»40. Así uno se hace bueno. Como dijo el papa Benedicto durante el encuentro con los niños de primera Comunión el 15 de octubre de 2005: «Porque yendo con Jesús vamos bien, y nuestra vida es buena».
Quinta referencia. Para aprender a rezar hay que rezar. Al ser siempre un don de Dios que sale al encuentro, a nosotros se nos pide simplemente que repitamos. Re-petir, es decir, re-pedir. Repetir las fórmulas más sencillas de la oración. Es el Señor quien sale al encuentro. «Da su gracia a los humildes» (Pr 3, 34; 1P 5, 5).
No somos nosotros los que, con palabras inventadas por nosotros, llegamos al Señor. Tomemos por ejemplo el santo rosario. Sus palabras crecen con el crecimiento de la experiencia de la fe. Como para los niños. Al principio las palabras pueden ser solamente sonido de la voz. Repitiendo esas palabras, la realidad que éstas indican se muestra gratuitamente en su belleza tan querida: «Querida belleza». Lean, posiblemente ante la Eucaristía, el capítulo 11, versículos 1-13, y el capítulo 18, versículos 1-14, del Evangelio de Lucas.
Termino con una frase de san Agustín tomada del De civitate Dei: «La actividad suma y totalizadora de la Iglesia aquí en la tierra, en esta condición mortal, es poner la esperanza en la oración»41.
¡Qué bella es esta expresión de san Agustín! «Actividad totalizadora y suma» sugiere que la oración es la dimensión de todo gesto. «Poner la esperanza en el pedir» sugiere, por ejemplo, que, cuando celebramos la santa misa, la esperanza está en la oración de Jesús, no en nosotros.


Notas
1 Cf. Agustín, De Trinitate XIV, 8, 11.
2 Cf. Agustín, De vera religione 44, 82.
3 Cf. Agustín, De civitate Dei XIX, 12, 2.
4 Antico Breviario Ambrosiano, Sabbato ad Vesperas, oratio secunda.
5 Agustín, Enarrationes in psalmos 57, 1.
6 Agustín, Sermones 88, 10, 9.
7 Agustín, De praedestinatione sanctorum 2, 5.
8 Agustín, Enchiridion de fide, spe et charitate 2, 7.
9 Concilio ecuménico Vaticano I, constitución dogmática Dei Filius, cap. III, De fide (Denzinger 3010).
10 Cf. N.C. Hvidt, El cristianismo siempre lleva consigo una estructura de esperanza, 30Días, n. 1, enero 1999, pp. 64-75.
11 Cf. Ch. Péguy, Note conjointe sur M. Descartes et la philosophie cartésienne, en Oeuvres en prose complètes, Gallimard, París, 1992, pp. 1449-1450.
12 Cf. Denzinger 225.
13 Denzinger 227.
14 Ibíd.
15 Denzinger 241.
16 Concilio de Trento, decreto De iustificatione, cap. XI, De observatione mandatorum, deque illius necessitate et possibilitate (Denzinger 1536-1539).
17 Concilio de Trento, decreto De iustificatione, Canones de iustifica


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