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ENCUENTROS
Sacado del n. 12 - 2007

El corazón y la gracia en san Agustín. Distinción y correspondencia



por el Cardenal Angelo Scola


El Cardenal Angelo Scola

El Cardenal Angelo Scola

Humildad: la vía maestra
Hace unos meses, durante la celebración eucarística en los Huertos del Almo Colegio Borromeo de Pavía, su santidad Benedicto XVI –cuyo vínculo con san Agustín es bien conocido, como trasluce en su magisterio–, recordando el camino de conversión del santo obispo, señaló la última y definitiva etapa con estas palabras: «San Agustín había aprendido un último grado de humildad, no sólo la humildad de insertar su gran pensamiento en la fe humilde de la Iglesia, no sólo la humildad de traducir sus grandes conocimientos en la sencillez del anuncio, sino también la humildad de reconocer que él mismo y toda la Iglesia peregrinante necesitaba y necesita continuamente la bondad misericordiosa de un Dios que perdona; y nosotros -añadía- nos asemejamos a Cristo, el único Perfecto, en la medida más grande posible cuando somos como él personas misericordiosas»1.
La referencia del Papa a la humildad de Agustín nos lleva directamente al núcleo de las enseñanzas del obispo de Hipona sobre “el corazón y la gracia”. Efectivamente la palabra humildad expresa muy bien y sintéticamente lo que sucede en el hombre que, por pura gracia, encuentra la misericordia viva de Dios. Escribe justamente don Giacomo Tantardini en el volumen que presentamos esta tarde: «Dice Agustín que sólo en el encuentro entre el corazón, es decir, la interioridad, y la gracia, es decir, la presencia del Señor, la interioridad vuelve a ser ella misma, el corazón vuelve a ser corazón, es decir, vuelve a ser corazón de niño […] La humildad de Jesús es la virtud que podemos imitar. No podemos imitarle cuando hace milagros, pero su mansedumbre, su pequeñez y humildad las podemos imitar todos»2.

Voluntad y gracia: una lectio agustiniana
Del inmenso patrimonio de las obras de san Agustín, he escogido una “página” del De libero arbitrio para “leerla” con ustedes esta tarde.
Como es sabido el origen de este diálogo es una discusión que tuvo lugar en Roma entre el otoño del 387 –Agustín había sido bautizado en Milán por san Ambrosio la víspera de la Pascua de ese año, entre el 24 y el 25 de abril– y el verano del 3883. La obra fue terminada en África después de la ordenación sacerdotal del autor durante los primeros meses del 391. Tras convertirse en obispo coadjutor de Hipona por voluntad de su obispo Valerio en el 395 (según algunos en el 396), Agustín envió los tres libros de la obra a Paulino de Nola (poeta cristiano y obispo, 355-431)4.
El diálogo se abre con la pregunta de Evodio a Agustín: «Dic mihi, quaeso te, utrum Deus non sit auctor mali? / Dime, por favor, ¿puede ser Dios el autor del mal?» (I, 1, 1). El tema, pues, no es directamente la libertad del hombre, sino la responsabilidad de Dios en relación con el mal. Como dice Goulven Madec «el diálogo podría muy bien tener el título de la obra de Leibniz: Ensayos de Teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal»5. En el diálogo entre Evodio y Agustín emerge la pregunta que, de modo más o menos explícito, de forma más o menos aguda, habita en el corazón de todos los hombres de todas las épocas: ¿por qué el mal? Un interrogativo que revela toda su capacidad de herir nuestra humanidad si los formulamos de un modo aún más concreto: ¿por qué hago el mal?
Ya desde la ouverture se ve bien que un autor es un “clásico” –y Agustín lo es de modo supereminente– porque su lectura encuentra inmediatamente las preguntas profundas del lector de cada época, eliminando de golpe toda distancia de tiempo y de cultura.
Pero hay otra razón que me ha llevado esta tarde a elegir un fragmento del De libero arbitrio para leerlo con ustedes. Me refiero al hecho de que Agustín releyó e interpretó personalmente esta obra suya. Efectivamente, como señala don Giacomo, «en el 388 Agustín escribe el De libero arbitrio contra los maniqueos. Es también una obra interesante porque luego los pelagianos la usarán para decir que Agustín, recién convertido, no aceptaba ni la doctrina del pecado original ni la doctrina de la gracia que más tarde defendería. Agustín escribirá las Retractationes para demostrar entre otras cosas que también en el De libero arbitrio, que defiende la libertad del hombre, está presente la doctrina del pecado original (tal cual se la había enseñado sobre todo san Ambrosio) y está presente la doctrina de la gracia»6. De este modo el De libero arbitrio nos ofrece la posibilidad de conocer a Agustín como intérprete de sí mismo.
Así podemos saber de primera mano su pensamiento genuino sobre un aspecto, correlativo con el problema del mal, tan decisivo para la vida de todos los hombres: el papel de la voluntad humana en la relación entre la gracia (Jesucristo) y la libertad (hombre).
Veamos juntos un breve fragmento de este diálogo. Está tomado del libro III, 3, 7: «Ev. – Mihi si esset potestas ut essem beatus, iam profecto essem: volo enim etiam nunc, et non sum, quia non ego, sed ille me beatum fecit /: Ev. —Si en mi mano estuviese el ser bienaventurado, lo sería desde ahora; lo quiero desde ahora mismo, y no lo soy porque no soy yo quien me hace dichoso, sino él ».
Giacomo Tantardini, <I>Il cuore e la grazia in sant’Agostino. Distinzione e corrispondenza</I>, Città Nuova, Roma 2006, pp. 343-344

Giacomo Tantardini, Il cuore e la grazia in sant’Agostino. Distinzione e corrispondenza, Città Nuova, Roma 2006, pp. 343-344

Con pocas frases el texto agustiniano pone en el tapete dos cuestiones fundamentales para el hombre de nuestros días, el llamado hombre postmoderno. En primer lugar, la felicidad: recuérdese la carga significativa que posee el vocablo beatus en el latín cristiano: se trata de esa felicidad acabada y definitiva que no está al alcance directo del hombre. Y, sin embargo, genera un placer que no pasa, que no está destinado a perecer como los «Aug. – Optime de te veritas clamat / Ag. —Has expresado fielmente la verdad» («Óptimamente la verdad se manifiesta y se hace oír a partir de tu experiencia»), responde Agustín a Evodio.
El santo obispo nos indica de este modo que la experiencia humana, considerada en sí misma, plantea al hombre la pregunta acerca de la verdad sobre sí mismo. ¿En qué consiste esta experiencia humana elemental a la que se refiere Agustín? Esta consta de dos elementos. El deseo de felicidad –primer elemento– y la conciencia de que el hombre no puede alcanzar por sí mismo su felicidad. Es Otro quien puede realizar este deseo –segundo dato esencial–.
Con respecto a la felicidad así concebida el santo afronta el tema que me interesa focalizar: el papel de la voluntad.
«Non enim posses aliud sentire esse in potestate nostra, nisi quod cum volumus facimus. Quapropter nihil tam in nostra potestate, quam ipsa voluntas est. Ea enim prorsus nullo intervallo, mox ut volumus praesto est / No podemos, en efecto, tener la convicción de que está en nuestro poder más que aquello que hacemos cuando queremos hacerlo. Por lo cual nada está tanto en nuestro poder como nuestra misma voluntad, pues ella está dispuesta a la ejecución sin demora absolutamente ninguna en el mismo instante en que queremos».
Esta fue una de las afirmaciones que Pelagio y sus seguidores utilizaron para disminuir el peso del pecado original y de la gracia en la controversia con Agustín. El padre Agostino Trapè señala que tras haber superado la ilusión maniquea, que le permitía al hombre no considerarse responsable del mal que había hecho porque explicaba el pecado no a partir de la libre voluntad sino en virtud de la copresencia en el hombre de dos principios (bien y mal), Agustín escribe el De libero arbitrio precisamente «para demostrar que la voluntad humana es esencialmente libre, es decir, tiene en su poder sus propios actos»7. Efectivamente, unas líneas después respecto al fragmento que hemos citado, Agustín afirma: «Voluntas igitur nostra nec voluntas esset, nisi esset in nostra potestate. Porro, quia est in potestate, libera est nobis / Nuestra voluntad, por consiguiente, no sería voluntad si no estuviese en nuestro poder. Y por lo mismo que está en nuestro poder, por eso es libre» (III, 3, 8). Esta fue la afirmación de Agustín que los pelagianos usaron contra el propio Agustín. ¿Cómo respondió el santo a esta interpretación?
Escuchémoslo directamente leyendo un texto de las Retractationes (I, 9, 3) que no citaré en latín: «Por tanto, los mismos herejes pelagianos, que exponen el libre albedrío de la voluntad de manera que no dejan lugar a la gracia de Dios, cuando afirman a veces que ésta se nos da según nuestros méritos, no se gloríen como si yo hubiese defendido su causa, porque en estos libros y a favor del libre albedrío he dicho muchas cosas que exigía el tema de aquella discusión».
Y más adelante afirma: «Los pelagianos piensan o pueden pensar, por estas y otras palabras mías, que sostengo su opinión. Pero en vano piensan eso. Puesto que está la voluntad, por la que se peca, y también se vive rectamente, como lo he tratado con esos mismo términos [la referencia es a los pasajes del De libero arbitrio que Agustín cita en las Retractationes]. Luego a no ser que la gracia de Dios libere a la voluntad misma de la servidumbre que la hace sierva del pecado, y la ayude a vencer los vicios, los mortales no pueden vivir recta y piadosamente. Y si ese divino beneficio, que libera a la voluntad, no la previniese, entonces sería mérito suyo, y ya no sería gracia, que se da ciertamente de balde» (I, 9, 4).
Teniendo en cuenta estas puntualizaciones del propio autor podemos volver al fragmento del De libero arbitrio objeto de nuestra lectio para ahondar en la relación entre querer y poder y, en última instancia, entre libertad humana y libertad divina, es decir, entre el “corazón y la gracia”.
San Agustín toma como base algunos datos indiscutibles que forman parte de la vida de todos los hombres y no están en poder de su voluntad. «Et ideo recte possumus dicere: “Non voluntate senescimus, sed necessitate”; aut: “non voluntate infirmamur, sed necessitate”; aut: “non voluntate morimur, sed necessitate”; et si quid aliud huiusmodi / De aquí que con razón podamos decir que envejecemos por necesidad y no por voluntad, que enfermamos por necesidad y no por voluntad, e igualmente que morimos por necesidad, no por voluntad, y así de otros casos semejantes».
Con gran perspicacia, Agustín toma en consideración la vejez, la enfermedad y, sobre todo, la muerte. Son hechos que suceden necessitate, sin que la voluntad del hombre pueda dominarlos. Y además sacan a relucir el contraste entre el deseo de beatitudo y la imposibilidad de cumplirlo por nosotros mismos. La muerte, por añadidura, parece negar radicalmente ese deseo de felicidad y de libertad de la que hablábamos antes. Efectivamente, parece reducir al hombre a lo que sucede necessitate. Pero aquí Agustín de manera fulmínea saca a relucir su poderosa argumentación. También frente a estos datos incontrovertibles: «“Non voluntate autem volumus”, quis vel delirus audeat dicere? / Pero ¿quién, en su sano juicio, se atrevería a decir que no queremos voluntariamente lo que queremos?».
En nuestra experiencia podemos reconocer un punto en el que esta necessitas es desarticulada radicalmente: la posibilidad de querer, que está en el corazón de la experiencia de la libertad.
Sigue diciendo san Agustín: «Quamobrem, quamvis presciat Deus nostras voluntates futuras, non ex eo tamen conficitur ut non voluntate aliquid velimus. Nam et de beatitudine quod dixisti, non abs teipso beatum fieri, ita dixisti, quasi hoc ego negaverim: sed dico, cum futurus es beatus, non te invitum, sed volentem futurum. Cum igitur praescius Deus sit futurae beatitudinis tuae, nec aliter aliquid fieri possit quam ille praescivit, alioquin nulla praescientia est, non tamen ex eo cogimur sentire, quod absurdissimum est et longe a veritate seclusum, non te volentem beatum futurum / Aunque Dios conozca de antemano todos los actos de nuestra voluntad, no se sigue, sin embargo, que queramos alguna cosa sin voluntad de quererla. Lo que has dicho de la felicidad, de que no llegabas a ser feliz por ti mismo, lo dijiste como si yo lo negara; y lo que yo digo es que, cuando llegues a ser feliz, lo serás, no contra tu voluntad, sino queriéndolo tú. Así, pues, siendo Dios conocedor de tu felicidad futura, y no pudiendo ser de otro modo de como él lo conoce –de lo contrario no tendría presciencia–, no por eso nos vemos obligados a pensar –lo cual sería un absurdo enorme y muy distante de la verdad–, que tú has de ser bienaventurado sin quererlo».
De manera especialmente aguda Agustín afirma que la felicidad, es decir, esa beatitud que no está en nuestro poder alcanzar sino que es dada por Dios, tiene que ver (¡por supuesto que tiene que ver!) con nuestra voluntad. Nadie, dice en efecto el santo obispo, ha de ser bienaventurado sin quererlo
De manera especialmente aguda Agustín afirma que la felicidad, es decir, esa beatitud que no está en nuestro poder alcanzar sino que es dada por Dios, tiene que ver (¡por supuesto que tiene que ver!) con nuestra voluntad. Nadie, dice en efecto el santo obispo, ha de ser bienaventurado sin quererlo. No porque la voluntad sea capaz de realizar necesariamente lo que decide –no es capaz de realizar la felicidad completa que sin embargo desea ardientemente– sino porque la voluntad verdadera y definitivamente libre tiene el poder de querer lo que nos es dado.
Yo puedo querer el don (gracia). Es más, soy de verdad libre y opto por la plenitud de mi existencia cuando decido que quiero adherirme al don de la gracia. Esta dignidad de la libertad humana es lo que convierte al corazón en el verdadero interlocutor de la gracia. Y así la gracia, absolutamente y siempre gratuita, cuando la libertad dice “” es verdaderamente eficaz (no como algo automático que se impone al hombre); no anula la libertad, sino que la llama a implicarse y de este modo la exalta. Comenta al respecto el padre Trapè: «Además, en la misma controversia pelagiana, se preocupó constantemente de afirmar tanto la libertad del hombre como la necesidad de la gracia [...] asimismo se preocupó de recomendar constantemente que se mantuvieran firmes las dos verdades (sin la primera se subvierte toda la vida humana, sin la segunda toda la vida cristiana), incluso cuando no se comprende cómo pueden estar juntas. No se tiene razón cuando se sostiene que Agustín sacrificó la libertad para defender la gracia. La gracia, escribe con fuerza el Doctor de la gracia, ayuda a la voluntad para que no desfallezca ante las debilidades de su naturaleza, no la quita [...]. “Al libre albedrío no se le suprime porque se le ayude, sino que se le ayuda precisamente porque no se le elimina” (Ep. 157, 10)»8.
Síntesis estupenda de esta postura es la conocida expresión de Agustín contenida en el Sermo 169, 11, 13: «Quien te creó sin ti, no te justificará sin ti. Así, pues, creó a quien no lo sabía, pero no justifica a quien no lo quiere». Dante, siguiendo esta tradición, con la agudeza propia del genio literario, afirma con decisión: «El mayor don que Dios por su largueza / hizo creando, y a su bondad / más conforme, y el que más aprecia,/ fue la libertad de la voluntad»9. Y el Concilio de Trento retomará este pensamiento con esa fórmula genial, expresión del equilibrio del catolicismo, que para describir el dinamismo de la libertad movida siempre por la gracia redentora habla de un cooperar asintiendo: «Si quis dixerit liberum hominis arbitrium a Deo motum et excitatum nihil cooperari assentiendo Deo excitanti atque vocanti quo ad obtinendam iustificationis gratiam se disponat ac praeparet, neque posse dissentire, si velit, sed velut inanime quoddam nihil omnino agere mereque passive se habere: anathema sit»10.
El corazón, pues, está llamado a querer libremente esa beatitud que sólo puede ser fruto del don de la gracia. ¿Cuáles son las expresiones privilegiadas de su libre voluntad para con la gracia? El deseo y la acogida agradecida del don. Efectivamente «quien pide la salvación se salva: quien la pide, quien la desea. Y una cosa así vale para todos los hombres. Sólo el Misterio conoce el corazón del hombre. Basta un instante de deseo»11.

El “trabajo” de la libertad
Las palabras de Agustín, que hemos leído juntos, ¿tienen algo que enseñarnos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sedientos de felicidad y libertad?
Es innegable, en efecto, que el dominio de la tecnociencia sobre nuestra existencia personal y social se ha vuelto muy relevante en las democracias avanzadas, sobre todo de Occidente. La tecnociencia parece sustituir en la mentalidad común a las religiones o a las filosofías a la hora de decirnos qué es la vida en su origen, en su desarrollo y en su término. Si reparamos en ello el mismo fenómeno de la globalización depende estrechamente de que Occidente está imponiendo a todo el mundo una concepción de la felicidad como puro producto progresivo de la tecnociencia.
A primera vista parece que la cultura contemporánea niega toda la enseñanza de Agustín contenida en la afirmación de Evodio que veíamos al principio: «Si en mi mano estuviese el ser bienaventurado, lo sería desde ahora; lo quiero desde ahora mismo, y no lo soy porque no soy yo quien me hace dichoso, sino él». La tecnociencia parece dar al hombre el poder de ser feliz. No sólo de querer la felicidad sino de poderla realizar por sí mismo, directamente, sin recibirla como un don.
Se expresa de este modo la pretensión de una libertad incondicional. Una libertad que lo tiene todo en su poder: “puedo, por tanto debo”, este es el imperativo categórico de la tecnociencia.
Don Giacomo Tantardini y el Cardenal Angelo Scola

Don Giacomo Tantardini y el Cardenal Angelo Scola

Quizá ya Descartes había dado con la justificación histórico-cultural del poder del saber científico: la promesa de convertir al hombre en maestro y posesor de la naturaleza («maître et possesseur de la nature»). El poder del saber científico se documenta, por una parte, en su universalismo teórico y práctico (en antítesis a la multiplicidad y conflictualidad de las religiones), por la otra en el enorme incremento de posibilidades que la ciencia, mediante la técnica, pone a disposición del mundo. De este modo la tecnociencia incentiva de hecho la renuncia de la razón a plantear las preguntas sobre los fundamentos (“¿Quién soy yo? ¿Quién al final me asegura, más allá de la muerte, con su amor?”). Y empuja a la libertad a comprometerse casi exclusivamente en las realizaciones confiadas a un tecnicismo cada vez más potente y que por eso al final se autojustifica cada vez más.
Se entrevé aquí una forma postmoderna de utopía a la que no le faltan graves consecuencias a nivel social. Efectivamente, todo lo que no cuadra con la óptica de esta especie de “universalismo científico” es relegado a una especie de reserva india, que no puede aspirar a tener importancia pública universal.
¿Qué contraponer a esta mentalidad? Desde luego no el lamento ni la búsqueda obsesiva del culpable. La fe entendida como respuesta humanamente acabada. La fe viva que testimonia la verdad, la belleza y la bondad del don gratuito del encuentro con Cristo. El camino del encuentro entre el corazón y la gracia. Entre la capacidad de querer, que no desfallece nunca, y el don que cumple el deseo de felicidad. No es una casualidad si aún hoy, después de la Biblia, las Confesiones de Agustín son la obra más publicada en el mundo.
Don Giussani, de quien se alimentan las “lecturas” agustinianas de don Giacomo, en un comentario al fragmento evangélico del joven rico, identifica la vía maestra para hablar al hombre de hoy describiendo cuál es el cometido de la libertad en el encuentro con la gracia: «Pensad en el joven rico –que se abre paso entre la gente y se queda con la boca abierta a escuchar a Jesús– y en Jesús que le mira. Entonces él le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para entrar en lo que llamas el Reino de los Cielos, en la verdad de la realidad, en la verdad del ser?”. Y Jesús se fijó en él y le respondió: “Guarda los mandamientos”. “Pero yo siempre los he guardado”. Y “Jesús, fijando en él su mirada, le amó” –habiéndole mirado, le amó–: “Una sóla cosa te falta: sígueme hasta el fondo”. Es el trabajo, le invitó a seguirle, le ofreció un trabajo: que la gratuidad que le había inundado se volviera trabajo […] el valor de la vida, de mi vida, es Tu obra, esto es un trabajo. Se llama trabajo la adhesión de la libertad a la posibilidad que el Ser te ofrece»12.
¿Dónde aprender una fe semejante? Es necesario que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo –allí donde aman y trabajan, es decir, en su vida real– encuentren concretamente comunidades cristianas en las que pueda practicarse la experiencia de querer ese don (la gracia) que cumple el deseo. Comunidades que propongan a la libertad extraviada y sedienta del hombre postmoderno la conveniencia de vivir todos los misterios cristianos hasta en sus diarias implicaciones personales y sociales. Comunidades en las que el don vivo y personal del Crucificado resucitado (gracia) sea, como decía von Balthasar, como una herida fecunda que ninguna pretensión humana pueda ni siquiera imaginar que sabe curar.
Comunidades cristianas formadas por hombres y mujeres en el trabajo, como dice Giussani. Que quieren vivir la gratuidad que les ha sorprendido. Comunidades donde la persona pueda, en plena libertad, vivir la experiencia de cómo la voluntad se cumple mucho más en la acogida del don que en la pretensión de la conquista.


Notas
1 Benedicto XVI, Homilía durante la celebración eucarística en los Huertos del Almo Colegio Borromeo, Pavía, 22 de abril de 2007.
2 G. Tantardini, Il cuore e la grazia in sant’Agostino. Distinzione e corrispondenza, Città Nuova, Roma, 2006, pp. 343-344.
3 Cf. D. Gentili, Introduzione, en Dialoghi II. Opere di Sant’Agostino III/2, Città Nuova, Roma, 1976, pp. 137-151.
4 Cf. Epistolae 31, 4.7.
5 G. Madec, Saint Augustin et la philosophie. Notes critiques, París, 1996, p. 61.
6 G. Tantardini, op. cit., p. 47.
7 A. Trapè, Introduzione generale a sant’Agostino, Città Nuova, Roma, 2006, pp. 112-113.
8 Ibid., p. 113.
9 Paraíso V, 19-22.
10 Concilio de Trento, decreto De iustificatione (13 de enero de 1547), can. 4: « Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare para obtener la gracia de la justificación, y que no puede disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema ».
11 G. Tantardini, op. cit., p. 208.
12 L. Giussani, Afecto y morada, Ediciones Encuentro, Madrid, 2004, pp. 271-272.


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