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ORTODOXOS
Sacado del n. 09 - 2003

CASOS. La hipótesis de un patriarcado greco-católico en Kiev podría bloquear todo tipo de diálogo

Atención al terremoto ucraniano




El arzobispo Josyf Slikpy, después de su liberación, se entrevista con Juan XXIII
el 10 de febrero de 1963

El arzobispo Josyf Slikpy, después de su liberación, se entrevista con Juan XXIII el 10 de febrero de 1963

Hay una “bala perdida” que podría destruir durante mucho tiempo las vías de comunicación entre Roma y Moscú, ya muy comprometidas tras un decenio de repetidas heladas “ecuménicas”; es el posible reconocimiento del rango de patriarcado a la Iglesia católica ucraniana de rito oriental, en fase expansiva tras los años de la clandestinidad vividos durante el régimen soviético. La reivindicación “patriarcal” de los greco-católicos ucranianos acompaña desde hace decenios los enrevesados acontecimientos entre el catolicismo y la ortodoxia en Europa oriental. Durante el periodo de la Ostpolitik vaticana, por no estorbar el diálogo inicial con las jerarquías ortodoxas, el tema fue congelado por las altas esferas vaticanas. El “tabú ecuménico” no había impedido al inquieto cardenal Josyf Slipy, exiliado en Roma tras dieciocho años de campos de prisión, autoproclamarse patriarca con una ceremonia improvisada dentro de la Basílica de San Pedro en 1975. Pero la iniciativa, que no fue reconocida por el Vaticano, no había pasado de ahí, si bien Slipy siguió firmando con el título de patriarca y las oraciones “pro-patriarca” se introdujeron desde entonces en las liturgias celebradas por los sacerdotes greco-católicos ucranianos.
En los últimos meses, los líderes de la Iglesia greco-católica han dado claras señales de querer volver a abrir el tema y superar las resistencias. En la reunión plenaria que se desarrolló en Kiev en julio de 2002, el sínodo greco-católico ucraniano reafirmó unánimemente que la fase de desarrollo alcanzado por su Iglesia comporta de por sí el reconocimiento del título patriarcal, y pidió al Papa que sancionara este proceso. Desde el verano de 2002 se está construyendo, si bien lentamente, una catedral greco-católica en Kiev, donde ya en abril de 1994 erigió (con la aprobación vaticana) un exarcado arzobispal. (Precisamente el nuevo exarcado arzobispal de Odesa-Krym, erigido el pasado 28 de julio con territorio desmembrado del exarcado de Kiev, ha provocado las protestas antivaticanas más recientes por parte de exponentes del Patriarcado de Moscú.)
El objetivo declarado (aunque bajo cuerda) es trasladar a la capital de Ucrania el centro de la Iglesia greco-católica, estableciendo en ella la residencia y la sede titular del arzobispo mayor, hasta ahora situada en Lvov, en la Ucrania occidental. Y desde allí, desde una posición más preeminente, seguir el pressing para conseguir del Vaticano el ansiado reconocimiento.
La ofensiva ucraniana ya ha tenido significativas repercusiones en el Vaticano. El pasado 6 de febrero la cuestión del patriarcado, por primera vez en la historia, fue discutida durante una reunión de cardenales de Curia, responsables de importantes dicasterios vaticanos, convocados para la ocasión por Juan Pablo II. Las reservas al reconocimiento llegaron especialmente de los cardenales alemanes Kasper y Ratzinger, y del cardenal de rito oriental Ignace Moussa I Daoud, prefecto del Dicasterio vaticano que se ocupa de las Iglesias orientales. El cardenal secretario de Estado, Angelo Sodano, por su parte, parece que manifestó cierta disponibilidad. Pero también las intervenciones menos entusiastas hablaron de criterios de oportunidad y cautela, más que de firmes objeciones de principio. Por lo demás, como establece también el decreto conciliar Orientalium Ecclesiarum, el Papa puede reconocer motu proprio el rango patriarcal de una Iglesia sin tener que someter este reconocimiento al consenso de otras instancias eclesiales. Esta circunstancia explica también la aceleración que han dado las altas jerarquías católicas ucranianas para terminar pronto el asunto; por proximidad geo-cultural, el Papa polaco y su entorno conocen bien los acontecimientos de la Iglesia greco-católica ucraniana, mientras que un posible sucesor suyo procedente de otras latitudes podría ser menos sensible a sus peticiones. No se necesita mucho para prever el terremoto ecuménico que podría desencadenarse con el reconocimiento vaticano de un patriarcado greco-católico en la capital ucraniana. La irritabilidad ortodoxa sobre este punto tiene raíces que atraviesan más de mil años. En el 988, en Kiev, tuvo lugar el bautismo del gran duque Vladimir por los misioneros bizantinos, que marcó el comienzo de la conversión al cristianismo de los lejanos pueblos eslavos de aquellas tierras. En Kiev quedó establecida la primera sede metropolitana, cuyos obispos titulares en los primeros siglos eran nombrados por la Iglesia de Bizancio, que todavía estaba en comunión con la de Roma. En aquel tiempo, ni siquiera existía Moscú.
Con las miras puestas en Kiev, los greco-católicos ucranianos afirman que son los legítimos herederos del bautismo de la Rus’ de Kiev. Encuentran y enfatizan en la enrevesada historia de la cristiandad de aquellas partes los episodios en los que, de vez en cuando, obispos y comunidades reconfirmaban su comunión con el lejano obispo de Roma, único dato que ahora les separa de los ortodoxos. Como la historia del metropolitano griego Isidoro de Kiev, que en el Concilio de Florencia (1439) fue uno de los protagonistas de la momentánea reunificación de las Iglesias de Oriente con la Iglesia de Roma, consiguiendo incluso en 1441 leer la proclamación de unión en la Basílica moscovita de la Anunciación, antes de que el zar lo mandara arrestar y expulsar.
El posible patriarcado greco-católico en Kiev abre el camino a una formidable reinterpretación de la historia religiosa del ex Imperio zarista, que ve en los greco-católicos los hijos legítimos de la Rus’ de Kiev. En esta reinterpretación, también su comunión con el Papa se hace remontar a la originaria plantatio Ecclesiae en aquellas tierras, cuando la Iglesia era todavía una y el vínculo de unidad con el sucesor de Pedro todavía no había sido puesto en solfa por las posteriores contingencias histórico-políticas. De este modo, se pone en discusión la vulgata que da como inicio de su historia eclesial la unión de Brest Litovsk, la acción con la cual en 1596 algunos obispos ucranianos y ruso-occidentales reafirmaron su unión con Roma. Toda su historia queda “liberada” de la etiqueta incómoda del uniatismo, el método, denunciado por los ortodoxos, con que la Iglesia de Roma en la edad moderna comenzó a atraer a su órbita a diócesis y fragmentos de las Iglesias de Oriente.
Pero para las jerarquías ortodoxas rusas una perspectiva semejante es como un atentado al corazón de la propia Tradición, como una deslegitimización de su autoridad canónica, fundada sobre el hecho de ser los herederos reconocidos del primer bautismo cristiano de los pueblos del otro lado del Dniepr. Si se restableciera el patriarcado en Kiev, la capital ucraniana reconfirmaría su naturaleza de sede primada, con un implícito pase de Moscú a “sucursal”, que quedaría en competición sólo por las contingencias relacionadas con el Imperio ruso.
En esta partida en juego sobre la herencia disputada, destinada a encender de nuevo seculares luchas de revancha eclesial-nacionalistas, la Santa Sede está llamada a ejercer toda su proverbial prudencia. En las “conversaciones” oficiosas que se están celebrando con la jerarquía greco-católica, la solución de compromiso hipotizada contempla el reconocimiento del patriarcado, pero sin que su sede se “traslade” a la capital ucraniana. Un escamotaje imaginado para que sea menos devastador desde el punto de vista ecuménico la inevitable irritación de los ortodoxos rusos. O lo que es lo mismo: patriarca sí, pero lejos de Kiev.
G.V.


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