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IGLESIA
Sacado del n. 05 - 2008

Prisionero y próximo a su grey


Pío VII, incluso durante los cinco años de residencia forzada que pasó en Savona y Fontainebleau, siguió estando cerca de los fieles con serena firmeza y misericordia


por Lorenzo Cappelletti


Papa Pío VII en un cuadro de Jacques-Louis David, Museo del Louvre, París

Papa Pío VII en un cuadro de Jacques-Louis David, Museo del Louvre, París

El papa Benedicto XVI, durante su visita a Savona y Génova de los días 17 y 18 del pasado mes de mayo, recordó el largo exilio que padeció el papa Pío VII en Savona desde el verano de 1809 al verano de 1812, cuando, por orden de Napoleón, fue trasladado a Fontainebleau, como nueva residencia forzada, de donde regresaría a Roma sólo después de otros dos años.
Los cinco años de prisión de Pío VII (pero se podría extender la afirmación a todo su pontificado) adolecen, y no sólo a nivel divulgativo, de un déficit de conocimiento incluso entre los mismos católicos, debido a la atención predominante reservada en el bien y en el mal a la figura de Napoleón.
No será inútil, pues, evocar brevemente algún aspecto de su prisión.
Ante todo, hay que recordar que Pío VII (elegido en Venecia tras un largo cónclave en 1800) había sido el Papa de los concordatos con la República Francesa y la República Cisalpina entre 1801 y 1803, y quien, en 1804, había consagrado emperador a Napoleón. Todo esto había creado la expectativa de una avenencia entre ellos. Sin embargo, ante las repetidas demostraciones de independencia que Pío VII da en los años siguientes, los franceses ocupan Roma a comienzos de 1808 y en julio del año siguiente el Papa es detenido y conducido a Savona tras un viaje de seis semanas afanoso y vacilante, porque Napoleón supo de la captura llevada a cabo por sus venerables generales sólo cuando ya habían emprendido el viaje. Desde el principio de este largo viaje aparece ya esa «dulce tristeza y natural sonrisa» de Pío VII (como dice Jean Leflon, uno de los más importantes estudiosos del pontificado de Pío VII y autor del volumen XX del Fliche – Martin) «que durante su prisión caracterizará su acostumbrada actitud». Pero sucede también que durante este trayecto tragicómico (el mismo Papa usa términos de este tipo) que de Italia lo lleva a Francia, Pío VII recibe las «demostraciones de respeto y simpatía que le tributan poblaciones silenciosas y consternadas». De modo especial el papa Benedicto XVI recordó a los habitantes de Savona «el amor y la valentía con que vuestros conciudadanos sostuvieron al Papa en la residencia forzada». El conflicto de jurisdicción, y el consiguiente exilio, se desarrolla paralelamente a un intenso ministerio pastoral del Papa, muy proficuo en cuanto libre (por su inerme condición objetiva) de preocupaciones de éxito, que llega incluso a suscitar la gracia de la conversión, como atestigua la carta, publicada de nuevo recientemente, de una soldado piamontés que vigila al Papa (véase recuadro). El traslado a Fontainebleau, además de estar hecho con la intención de debilitar la resistencia del Pontífice (el Papa estuvo a punto de morir durante el trayecto), parece ser que también estuvo motivado por la voluntad de impedir esta cercanía del Papa con los fieles, que paradójicamente había crecido durante los años que pasó en Savona.
Pero lo que más llama la atención es que el mismo perseguidor, digamos así, no es ajeno a la acogida del pastor: está documentado que varias veces el Papa llama a Napoleón «un querido hijo», «un poco obstinado, pero siempre un hijo». El Papa, por el bien de la Iglesia, quisiera ceder a las presiones del emperador. Y como, para solicitar su propia liberación, se había negado a conceder el mandato canónico a los obispos elegidos por Napoleón según el concordato, Pío VII, por lo menos en tres ocasiones durante los años pasados en Savona y luego en Fontainebleau, estuvo a punto de ceder y otorgar dicho mandato para que los fieles de numerosas diócesis, incluida la de París, no se quedaran sin pastores legítimos, que además quería decir sin sacramentos.
En este marco de «serena firmeza», como dijo Benedicto XVI hablando de la prisión de Pío VII, no falta, sin embargo, un aspecto oscuro, una especie de traición radical por parte de algunos del entorno del Papa, empezando por el médico que se le había asignado, el mismo obispo de Savona (quizá uno de los motivos por los que se eligió esta ciudad), y otros obispos que a turno tratan de aprovecharse con engaños de los momentos de debilidad del Papa.
Pío VII es conducido prisionero a Savona, Galería Clementina, Biblioteca Apostólica Vaticana

Pío VII es conducido prisionero a Savona, Galería Clementina, Biblioteca Apostólica Vaticana

Después de las primeras derrotas graves de Napoleón en Rusia y Sajonia, Pío VII, a principios de 1814, puede emprender el viaje hacia Roma, haciendo una parada en la querida Savona (no será la última porque, durante los “cien días” que precedieron Waterloo, Pío VII volvió a visitar ese santuario de Nuestra Señora de la Misericordia que había sido su primera meta cuando llegó allí como prisionero en 1809). Al volver a Roma, el Papa no participará en la damnatio memoriae de su antiguo perseguidor, de quien al contrario, en el momento del definitivo encarcelamiento en Santa Elena, tratará de aliviar los sufrimientos, intercediendo, ante los aliados demasiado rigurosos, por el «pobre exiliado».
Así como en el momento de la captura de Pío VII, según las Mémoires del cardenal Pacca, «no se escuchó ninguna protesta, ninguna voz protectora bajó de los tronos católicos en favor del ilustre prisionero», lo mismo sucedió en el momento del exilio en Santa Elena de Napoleón, excepto la misericordia del que había sido su prisionero. La madre de Bonaparte lo reconocía en una carta del 27 de mayo de 1818 al secretario de Estado: «La única consolación que tengo es la de saber que el Santísimo Padre olvida el pasado para recordar sólo el afecto que demuestra a todos los míos. Nosotros hallamos apoyo y asilo sólo en el gobierno pontificio, y nuestro agradecimiento es grande como el beneficio que recibimos».
«[…] Bella Inmortal! benefica / Fede ai trionfi avvezza! / Scrivi ancor questo, allegrati; / Ché più superba altezza / Al disonor del Golgota / Giammai non si chinò. // Tu dalle stanche ceneri / Sperdi ogni ria parola: / Il Dio che atterra e suscita, / Che affanna e che consola / Sulla deserta coltrice / Accanto a lui posò» (¡Bella Inmortal! ¡Benéfica fe acostumbrada a los triunfos! Toma nota de esto, alégrate; porque ninguno más alto que él se inclinó al deshonor del Gólgota. Dispersa tú, de las cansadas cenizas, toda mala palabra: el Dios que abate y levanta, que aflige y consuela, en el desierto lecho se posó a su lado). Tal vez también Manzoni, cuando escribía de golpe esta famosa oda después de la muerte de Napoleón, fue tocado por el ejemplo de Pío VII.





Publicamos un fragmento de la carta de un soldado piamontés de guardia a Pío VII exiliado en Savona. La carta, conservada en el Archivo episcopal de Alba, está publicada dentro de las Actas del Congreso histórico internacional (Cesena – Venecia, 15-19 de septiembre de 2000).

«Savona, 12 de enero de 1810
[…] Yo, que era enemigo de los curas, es preciso que confiese la verdad, pues me siento obligado. […] Durante el tiempo que el Papa está desterrado en este palacio episcopal y vigilado directamente no sólo por nosotros sino dentro de la casa, puedo decir que este santo hombre es el modelo de la humanidad y de la moderación y de todas las virtudes sociales, que enamora a todos, que endulza los espíritus más fuerte y hace que se vuelvan amigos los mismos que son los más acérrimos enemigos. El Papa está casi siempre rezando, a menudo postrado de cara al suelo y el tiempo que le queda lo pasa escribiendo o dando audiencia en la antecámara llena, y dando la bendición al inmenso pueblo que acude de todas las partes, de Francia, de Suiza y de Piamonte, de Saboya y del Genovesado. Como ya no quedan en esta ciudad habitaciones para dormir se han levantado barracas en la plaza del obispado donde están noche y día a la merced de los rigores del tiempo para poderlo ver y recibir la bendición. Causa de verdad ternura oír los gritos de un inmenso pueblo de cada sexo, de cada edad; e incluso los protestantes con las rodillas en el suelo gritan Santo Padre bendecid nuestras almas, a nuestros hijos; sabemos que os persiguen injustamente, pero también fue perseguido nuestro Señor Jesucristo, él os salvará y nuestros enemigos serán confundidos. […]».


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