Gracias, papa Luciani
Un caso de curación por la intercesión de Albino Luciani que será sometido al estudio de la Congregación para las Causas de los Santos. En octubre se cierra el proceso diocesano
por Stefania Falasca
Giuseppe Denora
El tiempo justo para tomarse
un café en el bar, y luego a la pescadería a hacer la compra.
Como cada día desde que se jubiló. A casa llegamos pasando
sobre milenios de historia. Callejuelas estrechas de piedra blanca que
todavía hoy siguen hablando de griegos y de moros, del noble pasado
de Altamura hecho de independencia y de fieras batallas. Pero la de
Giuseppe es otra historia, de lo más cotidiano. La casa, la familia,
los nietos, el tranquilo sendero de su vida, de la que habla con reserva, casi esquivo.
Giuseppe Denora, altamurano de sesenta años, ex
empleado de banca, es el beneficiario de la intercesión del papa
Luciani. Hace dieciséis años se curó de un tumor
maligno en el estómago. Una curación repentina, completa y
duradera, por la cual se abrió una investigación para
comprobar el hecho prodigioso, que ahora deberá ser estudiado por la
Congregación para las Causas de los Santos. De aquel hecho ocurrido
en 1992 es la primera vez que habla, solo ahora que el proceso comenzado
por el Tribunal eclesiástico diocesano de Altamura está a
punto de cerrarse oficialmente. «Somos una familia como tantas
otras», dice tajante mientras abre la puerta de casa. «Del papa
Luciani conservo un recorte de periódico con su foto. Mejor dicho,
dos. Uno está abajo, en el garaje… Si quiere, se lo
enseño». Así es como empieza su narración. Sin
retórica barata, en el garaje de su casa. «Mire, está
allí. Está también la fecha: 1978, 3 de septiembre de
1978. En aquellos días me encontraba con mi mujer en las termas de
Chianciano. El domingo del 3 de septiembre decidimos hacer una visita a
Roma, y llegamos a la plaza de San Pedro a la hora del Angelus del nuevo Papa. El papa Luciani
se asomó y lo miramos hablar. Le dije a mi mujer: “Se ve que
es una bella persona”. Me impresionó. Un hombre leal. De
regreso tomé un ejemplar del periódico Avvenire con su fotografía y
me la llevé a casa. Le puse incluso un marco…
Aquél». ¿Y luego? «Bueno, murió
pronto…». Y usted, ¿qué hizo en los años
siguientes? «El trabajo, la difícil economía familiar,
los tres hijos que criar… llevo casado treinta y siete años y
trabajé en el banco hasta el 2000… en fin, las cosas y los
sacrificios de cada día». ¿Y la otra foto? «No.
La otra está arriba. Venga. Mire, está con la muceta roja y
la estola, una de las primeras fotos como papa… no es una de las
más conocidas y ni siquera de las más bonitas. También
esta viene de un recorte de periódico. Un trocito de
periódico pequeño como una tarjeta de visita que me
encontré no sé cómo en el escritorio de mi oficina en
1990. No sé ni quién la puso allí ni cómo pudo
llegar hasta mi mesa. Por aquel entonces no se oía hablar ya de este
Papa. Yo lo tomé, hice una ampliación y me lo coloqué
en el dormitorio, allí, entre la ventana y el armario, mirando hacia
mi lado de la cama. Y ahí se quedó… No es que yo sea
maniático de las cosas religiosas». ¿Lo hizo como un
gesto de devoción? «Lo hice y ya está. Se había
aparecido en mi camino de manera discreta, como una persona cercana, leal.
Y también luego, cuando caí enfermo, le miraba a él,
que estaba frente a mí. Pero tengo que ser sincero, no le rezaba
como se hace con los santos grandes, no me dirigía a él como
a un gran santo… No, yo le hablaba de hombre a hombre».
Juan Pablo I durante una audiencia en la Sala Nervi
¿Cuándo empezó a sentirse mal?
«A principios de 1992. Fui al médico aquí en Altamura.
Me hicieron una gastroscopia. El médico me dijo: “Por
desgracia es un mal asunto, muy malo, vaya a este oncólogo del
hospital de Bari”. El oncólogo me mandó hacer otra
gastroscopia. Mismo resultado: “Linfoma gástrico no de
Hodgkin”. Me volví a casa y comencé la
quimioterapia». ¿No le operaron? «No». Por aquel
entonces tenía usted cuarenta y cuatro años…
«Sí, cuarenta y cuatro recién cumplidos y mi hija menor
tenía solo cuatro. En dos meses me había quedado en los
huesos. Ya no comía, no conseguía casi levantarme de la cama.
Estaba allí tendido, y frente a mí la foto de este hombre. Le
miraba, le hablaba de mis preocupaciones y en silencio, de ese modo que he
dicho: “Mírame en qué estado estoy, ya no puedo
trabajar… ¿qué voy a hacer? Y Cecilia es pequeña
todavía.. mis hijos me necesitan”. “Yo estoy
aquí, pero tú estás allá arriba”, le
decía otras veces, “tú los conoces a los de allá
arriba, los que están más arriba que tú.
Pregúntales tú a quienes están más en alto que
tú qué voy a hacer yo, si me ayudan. Si me pueden ayudar.
Díselo tú”. La noche del 27 de marzo sentía que
me moría de dolor. En el estómago parecía que
tenía una hoguera. Me quemaba dentro también el dolor de
tener que dejar a mi familia. Le miré y le volví a decir:
“Si tengo que morir ahora, ¿quién ganará el pan
para mis hijos…? La habitación estaba aquella noche alumbrada
por las farolas de la calle… me lo vi a los pies de la cama: una
sombra oscura se acercó y pasó junto a mí
rápida con una mano tendida; una mano, un instante, y en aquel
momento exacto fue como si el fuego que tenía dentro se apagara por
el agua. Me quedé dormido y por la mañana me desperté
descansado, como nuevo. Al despertarme sentí a mi mujer que me
llamaba sacudiéndome un poco: “Peppe, Peppe, ¿tienes
fiebre?”. Yo me levanté y fui a desayunar, el día
siguiente volví al trabajo. Nada, desde aquel momento nada
más, me sentí en seguida como me siento ahora: totalmente
bien. Así fue la cosa». ¿Volvió a repetir los
exámenes clínicos? «Sí, vistos los resultados,
los médicos escribieron: “Curación
completa”». ¿Usted no dijo nada de lo que había
pasado? «No. ¿Por qué motivo iba yo a ir contando eso
por ahí? Veían que me había recuperado, y eso
bastaba». ¿Ni siquiera a sus familiares? «A mí
mujer, sí, claro, ella lo sabía. El mes de junio, tres meses
más tarde, fui con ella a Roma. Bajé a la Basílica de
San Pedro y cerca de la tumba del papa Luciani coloqué un papelito:
“Soy Giuseppe, he venido para darte las gracias”. Y desde
entonces lo he hecho todos los años. En 2003 era el veinticinco
año de su elección y mandé también una carta de
agradecimiento a la iglesia de su pueblo natal. Pero de aquella carta
salió luego todo esto, que yo nunca habría imaginado».
¿Ha ido a Canale d’Agordo? «Fui por primera vez hace dos
años, en 2006. Me quedé una semana. Y por primera vez
allá pude tocar con las manos la vida de este hombre que
llegó a ser papa y también la dignidad de esta familia en las
pruebas que tuvieron que superar para salir adelante… Vi la casa
donde nació, conocí a una sobrina, a su hermano Berto».
¿Y qué le dijo el hermano del Papa? «Me dijo:
“Estoy contento de que estés bien”».
Oiga, yo no lo sé, no sé cómo le
arranqué este favor. Desde luego, no por méritos míos.
Quizá por la manera en que se lo pedí… no sé. Y
también ahora me pregunto: por qué, por qué vino hasta
aquí, precisamente a mi casa…» Regresando a casa, antes
de irse, entra en una panadería y sale con un paquete de rosquillas.
«Pruébelas, ya verá qué buenas están;
están hechas con vino blanco… lléveselas a Roma. Pero
hay algo más que le quiero decir: no escriba cosas que no he dicho.
Ya sabe cómo es la gente, se les mete en la cabeza cada cosa…
incluso sobre nosotros… yo ya he hecho muchas horas extras,
sí, pero sólo en el trabajo».
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