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EDITORIAL
Sacado del n. 01/02 - 2009

Sobre el silencio


En las primeras lecciones de doctrina cristiana, cuando se habla de la contemplación se subraya positivamente su fascinación. Sin embargo, nadie niega el mismo valor a quienes han creado articuladas actividades: caritativas, hospitalarias y demás


Giulio Andreotti


<I>La liberalidad</I>, monasterio de clausura de las agustinas de los Cuatro Santos Coronados, siglo XIII, Roma

La liberalidad, monasterio de clausura de las agustinas de los Cuatro Santos Coronados, siglo XIII, Roma

A menudo he escuchado comparaciones entre la vida en las grandes ciudades –especialmente en Roma– y en los núcleos menores. Hay posiciones encontradas: unos consideran prioritaria la experiencia múltiple; otros se decantan por el viejo elogio de la “beata solitudo” (aunque también existe el “ay del solo”).
Personalmente no me atrae mucho el tema. Hay personas capaces de mantenerse incontaminadas del jaleo ciudadano; y otros que del silencio sacan solo aridez.
En las primeras lecciones de doctrina cristiana, cuando se habla de la contemplación se subraya positivamente su fascinación. Sin embargo, nadie niega el mismo valor a quienes han creado articuladas actividades: caritativas, hospitalarias y demás.
Una experiencia siempre muy profunda me provocan las visitas que de cuando en cuando le hago a sor Paola, monja carmelita hija de un diputado ex colega mío. Aparte de la constatación de que la monja está tan informada como yo –o quizá más– de lo que ocurre en el mundo, son momentos que dejan profunda huella. Salgo de ellos reforzado.
Sobre la contemplación , quienes no están dentro de una visión espiritual, se ven erróneamente inducidos a dar una valoración restrictiva, que es difícil hacerles cambiar.
De este modo, mientras nadie expresa reservas al ver a un muchacho en un patio salesiano, la valoración positiva de vocaciones meramente contemplativas no es fácilmente asimilable. El tema a veces es objeto de conversaciones comunes, pero es raro que se profundice en él, incluso dentro de ambientes religiosamente cualificados.
En la tradición de la Roma papal (yo llegué a ver sus últimos “coletazos”) se prestaba respetuosa atención hacia quienes no eran compañeros de fe pero vivían según costumbres ejemplares. La cronohistoria de Pío IX es rica en episodios y reconocimientos de este tipo. Hay elementos indicativos de ello. En Roma, en el lenguaje común eran frecuentes expresiones como “anda y que te maten”. Era una manera de hablar, pero también es verdad que las estadísticas indican en los últimos decenios del siglo XIX un número de homicidios impresionante. Las peleas más graves tenían lugar especialmente en las tabernas, que eran el lugar casi exclusivo de los hombres fuera de sus hogares, después de la jornada de trabajo.
Por lo demás, sigue todavía abierta en lo doctrinal la disputa sobre los “orígenes alcohólicos” de ciertos delitos contra la persona. Son agravantes o (tesis minoritaria) atenuantes sobre la voluntad de delinquir. Aquí cabe el tema droga, que parece crecer continuamente. El precio alto de los narcóticos no detiene su difusión, sino que, al contrario, provoca una difusión paralela de otros comportamientos delictivos. En el ámbito de las drogas se plantea también un problema que afecta a muchos estudiantes: el uso de anfetaminas especialmente durante la preparación de los exámenes.
Por lo demás también en nuestro mundo político, ya desde un principio, estaban bastante difundidos los fármacos que “ayudaban” a mantenerse despiertos y elocuentes durante las agotadoras giras de mítines. La autopsia de un colega nuestro que murió jovencísimo demostró que estaba interiormente destrozado por los estupefacientes de los que abusaba. Una de las preguntas más difíciles (e inútiles) que uno se puede hacer es qué introducen estos excitantes en el organismo. Por analogía, recuerdo que la autopsia realizada a un colega fumador empedernido que murió repentinamente mostraron unos pulmones que se habían quedado en dos montoncitos serrín.
Una imagen de la ermita de Lecceto, Siena

Una imagen de la ermita de Lecceto, Siena

Quizá habría que escuchar la reciente advertencia de un docto sacerdote de no olvidar la obligación de la templanza, de la que hoy no es fácil encontrar evidencias.
No quiero entrar, por incompetencia no sólo personal, en el tema del juicio comparativo sobre el momento actual con respecto al pasado. Las estadísticas pueden ayudar poco en ello; incluso por su ineludible limitación (cuantitativa y cualitativa). De todos modos, aun cambiando profundamente la sensibilidad y las costumbres, cierto permisivismo cada vez más laxo no puede por menos que tener consecuencias graves. Yo suelo citar a menudo lo que leí sobre la excitación que se multiplicaba conforme disminuía en la moda femenina el “consumo” de tejido.
No quisiera aburrir citando otra vez a mi tía Mariannina (nacida en 1854) en cuya casa crecí. Aparte del sombrero y el velo tenía dos o tres enaguas que llegaban hasta los tobillos.
Sin embargo, es bueno ser cautos a la hora de emitir juicios, pues cierta reserva puede depender del deseo de no darse publicidad más que de un inobservado ejercicio de reglas.
Los juicios sumariales no son difíciles sino imposibles.


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