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HISTORIAS DE SACERDOTES...
Sacado del n. 03 - 2009

Don Primo Mazzolari. El cura de la iglesia de la ribera


El don de la fe, «la más pobre de las misas», las polémicas por sus artículos y libros, el cariño de su obispo, los encuentros con Montini y el papa Juan XXIII


por Paolo Mattei


Don Primo Mazzolari con los muchachos de Bozzolo <BR>[© Fondazione Mazzolari]

Don Primo Mazzolari con los muchachos de Bozzolo
[© Fondazione Mazzolari]

El 28 de enero de 1959, don Primo estaba sereno. A pesar de todo. A pesar del ruido que se estaba haciendo a propósito de su persona: quizá estaba acostumbrado. O quizá no. Por lo demás hacía ya más de cuarenta años que “el predicador de la Baja mantovana” llevaba diariamente sobre sus espaldas el pesado fardo de polémicas que sus palabras provocaban en la Iglesia y en el mundo.
«Los clásicos de la predicación cristiana», decía, «son para mí las Sagradas Escrituras, los Padres, y los escritos de los santos y de los místicos, cuyo conocimiento aportaría consistencia y amplitud a la doctrina. La teología ofrece los conocimientos, el alma hay que encontrarla en otro lugar». Hacía muchos años que el predicador don Primo Mazzolari respondía a las llamadas que le llegaban desde toda Italia. Siempre había deseado conversar «con autoridad caritativa» y «con sentimiento paternal», estaba convencido de que era necesario «sentirse a la gente a la que se habla cercana y querida, interpretar su ánimo». Siempre había dialogado con todos, sin pretensiones o prejuicios ideológicos ni religiosos, porque sabía que «la fe no se la puede dar uno mismo, ni tampoco puede darla. Puedo darla a conocer, dar testimonio de ella, pero “el aceite de la lámpara” viene del “Padre de las luces”. Es realmente sorprendente que, mientras que todo se puede dar, porque todo está puesto en las manos del hombre para que lo dé fraternalmente, nadie puede, más que Dios, dar la fe». «Se cree», seguía diciendo don Primo, «porque se ama (creer sin amar sería el infierno) y nuestro amor, que funciona como apoyo para el asentimiento de fe, no es más que una respuesta: la respuesta a un llamamiento, a una iniciativa de Dios que, bajo el dulce y misericordioso nombre de gracia, dispone al hombre para la “novedad”». Sus palabras habían sabido suscitar no solo polémicas, sino también fervores y esperanzas en muchos hombres, cristianos y no cristianos.
Aquel miércoles de finales de enero de 1959, don Primo Mazzolari, cura de sesenta y siete años originario de Boschetto, una aldea de la provincia de Cremona, estaba sereno porque iba a conocer a un hombre cuya inteligencia y paternal afecto hacia él ya conocía: Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán, que hacía más de un año le había pedido que predicara durante la Misión ciudadana, que se celebró en noviembre de 1957 en la ciudad ambrosiana. Y se lo había pedido en uno de los tantos momentos borrascosos en los que don Primo se encontraba, agravado aquella vez por el enésimo toque de atención del Santo Oficio por ciertas declaraciones suyas a favor de la libertad de voto de los católicos franceses y de su colaboración con una revista quincenal, Adesso, de la que era inspirador desde hacía casi diez años.
Don Primo había querido ver a Montini después de saber que la Conferencia de los obispos lombardos estaba intencionada a reprobar públicamente a la revista, cuya sede administrativa estaba en Milán. La línea y el “tono” de la revista no eran del gusto de muchos de aquellos prelados, especialmente irritados por la reciente publicación de una Carta a los obispos del Valle del Po, que los exhortaba a apoyar las luchas sociales de los campesinos y los braceros, y también de la divulgación del inédito Discurso a los obispos –«defensores de la ciudad», «de los pobres» y «de la libertad»– pronunciado por el cardenal Suhard en el Adviento de 1948. Quizá también la reseña de Adesso –positiva, pero no exenta de reservas– a Experiencias pastorales de don Milani había tenido escaso éxito en el episcopado lombardo.
Don Primo le iba a hablar al corazón bueno y a la fina inteligencia de Montini. Algunos días antes de aquel encuentro le había escrito: «Si no hubiera intervenido Su Eminencia, con una bondad que siempre le agradeceré, llamándome a la Misión de Milán, nadie... se hubiera dado cuenta de que no se puede condenar de por vida a un cura que siempre ha querido el bien de la Iglesia más que el suyo propio».
Montini conocía mucho al hombre y su incansable actividad de predicador. Pero también su silenciosa y humilde vida de párroco, dedicada a la gente sencilla de pequeñas parroquias de las riberas del Po, su historia de cura de pueblo que deseaba –dijo una vez el propio don Primo– ofrecer a sus feligreses un testimonio hecho «más de silencios que de protestas, de oraciones más que de violencias, de esperas más que de asaltos».

Don Primo, capellán de los Alpinos <BR>[© Fondazione Mazzolari]

Don Primo, capellán de los Alpinos
[© Fondazione Mazzolari]

«Repetidor de las palabras de Jesús»
Era el 1 de enero de 1922 cuando monseñor Giovanni Cazzani, obispo de Cremona, le nombró párroco de Cicognara; en aquel pueblecito de la ribera izquierda del Po se quedaría durante diez años. Vivían allí poco más de mil almas, muchas de las cuales, exasperadas por la miseria, se las habían ingeniado para echar al párroco precedente, no demasiado querido por aquella gente probablemente más por la gestión poco generosa del pingüe beneficio de las tierras que poseía la parroquia que por el anticlericalismo generalizado. Monseñor Cazzani estaba seguro de que don Primo iba a saber moverse con agilidad en un territorio hostil a todo lo que incluso de lejos pudiera parecer un cura. Por lo demás, un par de años antes le había mandado, como delegado del obispo, a Bozzolo, un pueblo de sentimientos socialistas y anticlericales, en el que, además, la población estaba dividida entre dos iglesias tradicionalmente rivales. Aquí don Primo había puesto en práctica su “estilo pastoral”: nada de asociacionismo católico según el viejo esquema, para evitar otras divisiones, y apertura máxima hacia todos los habitantes, independientemente de su fe política o religiosa. Visitaba a todas las familias, tanto socialistas como católicas, miraba con simpatía las luchas sindicales de los obreros, condenaba desde el púlpito las primeras violencias fascistas, abolía las acostumbradas tarifas del servicio litúrgico, cuidaba la asistencia de los enfermos en el hospital. Pero intervenía raramente en las reuniones de los párrocos de la zona. Y en aquella «ciudad sin murallas» –así le gustaba definir a su parroquia a don Primo–, decía misa, «el don más importante»: «No era una misa pontifical, no era una misa en una basílica o en una abadía benedictina, sino la más pobre de las misas, celebrada por el más pobre de los sacerdotes, mi misa dominical». Allí realmente no había necesidad de inventarse nada: «En la misa no soy inventor, sino repetidor... Así que tengo que leer la misa y el Evangelio tal como es... Cuando predico a mi pobre gente soy el repetidor de la palabra de Otro: tengo que repetir lo que Jesús dijo: no mi Evangelio, sino el Evangelio de Jesús... Me inclino sobre el pan y repito las palabras divinas. Por estas palabras repetidas temblando por el más pobre de los curas en la más pobre de las iglesias, Cristo toma un lugar entre mi gente y con su presencia le cambia el rostro a todos ellos».
Naturalmente llovieron críticas por parte de los a Hugo, Tolstoi, Duchesne, Péguy y fascinado por la apertura a los “lejanos” y a los pobres que recomendaba a la Iglesia su obispo Bonomelli– se había dado de bruces con una miseria más profunda que la que vivían los campesinos de los campos cremoneses. Luego, durante los años siguientes, reconocería el desgarro que la Primera Guerra Mundial causaba en el corazón y los cuerpos de los civiles y los soldados. También su corazón sufrió el desgarro provocado por la muerte de su hermano Peppino, muerto en el frente en 1915. En 1916 escribió en su diario: «A veces, cuando estoy solo y pienso en la inutilidad de mi vida y en el embrutecimiento al que estoy condenado, lloro y lloro durante horas, pero no de tristeza sino porque me siento naturalmente llevado a las lágrimas al verme algo más parecido a Jesús que en el pasado, y por la conmoción de sufrir directamente con Jesús por los pecados míos y de los otros hermanos. En los designios de la Providencia no hay nada sin valor o sin un objetivo: y si ni uno ni otro parecen evidentes, aceptemos con docilidad los hechos a la espera de conocer su significado».

Un retrato de don Mazzolari [© Fondazione Mazzolari]

Un retrato de don Mazzolari [© Fondazione Mazzolari]

Ludit Deus in orbe terrarum
«El paganismo regresa y nos acaricia y pocos sienten vergüenza». Don Primo apunta esta frase ya en 1922, pensando en el apoyo cada vez más convencido que muchos católicos daban al régimen triunfante. Lo mira con preocupación desde Cicognara. En 1929, después de la firma de los Pactos Lateranenses («nos casaremos incluso sin “querernos”»), le confiesa a un amigo: «¿Que qué pienso? Ya no pienso nada, solo Ludit Deus in orbe terrarum. La verdadera política, por suerte para nosotros, se hace allá arriba, no aquí entre nosotros, pequeños mortales, que mientras más nos creemos fautores de historia más ridículos somos».
En el ambiente nada fácil de Cicognara sabe conquistarse la simpatía de muchos, sobre todo de socialistas y de anticlericales. Y también en Cicognara, como ya en Bozzolo, por la amistad nacida entre el sacerdote y la gente del pueblo, ocurren pequeños hechos que casi nunca gustan no solo a los esbirros locales del régimen, sino tampoco a los clericales filofascistas. De hecho, Mazzolari se asocia enseguida a las rebeliones político-económicas de su pueblo, se adhiere a la fiesta del 1 de mayo, crea para los niños una colonia fluvial no confesional y sin el patrocinio del Partido. Ni tampoco se preocupa de promover en Cicognara el asociacionismo católico, porque no quiere etiquetar las pocas y sencillas iniciativas parroquiales, como la fiesta de fin de estación que cada año, el 15 de agosto, celebra el pueblo de Cicognara en las riberas del Po.
«Hablo durante cinco minutos. El Señor sabe lo que he dicho, porque Él me lo ha inspirado y yo ya no me acuerdo. Sé que cuando la masa, invitada por mí, se levanta como un solo hombre para rezar el Padrenuestro, somos muchos los que lloramos». Así le cuenta don Primo a su obispo lo que ocurre en el pueblo en noviembre de 1925, después de su rechazo a cantar en la iglesia el Te Deum de gracias por el complot frustrado contra el Duce. Los fascistas habían obligado a la población a reunirse en la iglesia para el solemne acontecimiento que el sacerdote habría debido presidir. Don Primo llegó el último y, tomando por sorpresa a los jerarcas del pueblo, rezando simplemente el Padrenuestro junto a los fieles presentes consiguió no someterse a las órdenes que le habían dado y se despidió de todos pacíficamente. «¿La conclusión?», cuenta en la carta a monseñor Cazzani: «Una sola: el Señor me quiere mucho». El obispo lo sabe, y también él, que también le quiere, hace lo que puede para defenderlo frente a los magistrados que quisieran liquidarlo por subversivo antifascista. Pero el peligro mayor para su seguridad personal lo correrá cuando algunos años después, en agosto de 1931, salga ileso de tres pistoletazos disparados por dos sicarios.

Juan XXIII: el papa Roncalli recibe a don Mazzolari en audiencia el 5 de febrero de 1959

Juan XXIII: el papa Roncalli recibe a don Mazzolari en audiencia el 5 de febrero de 1959

Todo hombre es un mendigo
Al comienzo de los cuarenta don Primo ha publicado una decena de libros y su fama de sacerdote predicador, que mientras tanto ha vuelto a Bozzolo como arcipreste y párroco, ha superado los confines de la diócesis. Don Primo predica también en los convenios organizados por los universitarios católicos en Camaldoli, Florencia, Padua, Sanremo, Milán, citas anuales durante las cuales afronta los temas que luego ampliaría en la posguerra, como el de la popularidad del comunismo, frente al que exhorta a la Iglesia y a los católicos a cambiar su característica actitud de rígida hostilidad y a hacer una distinción entre el error y el que yerra («combato el comunismo pero amo a los comunistas»), invitándoles a meditar sobre por qué aquella ideología consigue «durar y echar raíces en los pueblos en los que no vale la excusa de que son primitivos o salvajes», o sobre el hecho de que «los humildes y los honestos» están «en sublevación por las condiciones inhumanas de sus vidas».
En los textos que salieron durante aquellos años, don Primo habla también de su deseo de reformar la acción evangelizadora de la Iglesia, profundizando en los temas de la apertura a los “lejanos” y de la atención a los pobres y los marginados. Apertura y atención a todos los hombres. Escribe: «Y cuando digo “quiero ver al hombre”, no me refiero al hombre de los filósofos, que no me interesa, como tampoco me interesa el dios de los filósofos. Me refiero al hombre real, al hombre verdadero, en carne y hueso: es decir, a alguien al que puedo tocar. Y este hombre al que puedo tocar y que pide piedad soy yo mismo. El hombre es pobre\, todo hombre. No por lo que no tiene, sino por lo que es, por lo que no le es suficiente, y que le convierte en mendigo en todas partes, tanto si tiende la mano como si la cierra».
Fue precisamente uno de estos libros, La più bella avventura. Sulla traccia del “prodigo” – fruto de las predicaciones en misiones populares que había hecho entre el 29 y el 32, y publicado en el 34 con el imprimatur de la curia de Brescia–, lo que le acarreó a don Mazzolari la primera censura severa de la Congregación del Santo Oficio, entonces llamada “Suprema”. El libro, que Ernesto Buonaiuti definió «de una altura y una densidad intensísimas», había causado la alarma sobre todo por su difusión entre las comunidades protestantes de la zona, y el Santo Oficio le consideró lacónicamente «erróneo». Es un duro golpe para don Primo, que se dirigió con estas palabras a su obispo: «Excelencia, yo deploro con todo el corazón que alguien abuse de mi libro. Pero de todo se ha abusado y se abusa aquí abajo: incluso de san Pablo, de san Agustín, incluso del Evangelio. Respeto todas las opiniones personales, pero me inclino solo como obediencia al juicio de la Iglesia». Monseñor Cazzani responde: «Querido arcipreste, no se acobarde por haber sido objeto de una recomendación de vigilancia especial; ofrezca humildemente a Dios esta prueba […]. Quisiera que pudiera usted leerme en el corazón el vivo amor –de padre y pastor– que siento por usted, y también mi trepidación amorosa por usted en esta prueba dolorosa». Cazzani recogerá deposiciones positivas de párrocos y obispos de las diócesis en las que Mazzolari había predicado en aquellos años y las enviará al Santo Oficio, junto con sus palabras en favor del comportamiento del sacerdote («estaría por su caridad dispuesto a abrazar y llevar a la iglesia a todos, incluso a los que están lejos, y esto le predispone a ser quizás excesivamente condescendiente con los que están lejos...»). Este es un trabajo que, de ahora en adelante, el obispo de Cremona tendrá que hacer a menudo.

La página del 13 de noviembre de 1956 de la agenda de don Mazzolari en la que hay anotada una conversación con Giulio Andreotti, durante la cual el entonces ministro le habla del libro <I>Anch'io voglio bene 
al papa</I>; y una carta de Giulio Andreotti a don Mazzolari fechada el 11 de noviembre de 1954: Andreotti le pide al sacerdote un artículo para el primer número de la revista <I>Concretezza</I>

La página del 13 de noviembre de 1956 de la agenda de don Mazzolari en la que hay anotada una conversación con Giulio Andreotti, durante la cual el entonces ministro le habla del libro Anch'io voglio bene al papa; y una carta de Giulio Andreotti a don Mazzolari fechada el 11 de noviembre de 1954: Andreotti le pide al sacerdote un artículo para el primer número de la revista Concretezza

Salvación y movilización de mala gana
La actividad del párroco de Bozzolo conocerá pocos momentos de pausa, como tampoco las conocerá la atención –a menudo superficial– que prestará a sus escritos el Santo Oficio.
Durante los meses que siguieron al armisticio, don Primo, que tuvo que dejar durante un período la parroquia porque le buscaban los fascistas, entró en contacto con los dirigentes de la futura DC milanesa y mantuana y estrechó lazos con la Resistencia.
Después de la Liberación no paraba de ir a dondequiera que le llamaban en aquellos años de reconstrucción y reinicio.
«Que las penas de todo tipo que me he ganado escribiendo y hablando sirvan para que mis hijos me perdonen un descuido que nunca existió en las intenciones ni en el corazón de su párroco. Volver a Bozzolo significó siempre para mí volver a casa, y estar allí un gozo tan afectuoso y feliz que ya siento que el irme para siempre será el precio más pesado»: el corazón de don Primo pasa revista a todos los años cargados de trabajo y actividades a menudo frenéticas cuando en 1954 redacta este fragmento del Testamento espiritual; los años de las primeras elecciones políticas de 1948, cuando recorrió Italia durante la campaña electoral a favor de la DC, con el deseo de que volviera a ser «como la que habíamos conocido en los felices años de nuestra juventud»; los años de las acusaciones y las calumnias que le hicieron sobre todo “los de casa” y algunos estrechos colaboradores; los años de Adesso, que le habían valido las censuras del Santo Oficio por el “tono” con el que afrontaba en los artículos que firmaba con su nombre o con transparentes pseudónimos, los temas que llevaba predicando toda la vida: la denuncia de las injusticias sociales; la defensa de los pobres y las críticas a la DC que parecía que los había olvidado después de llegar al gobierno gracias precisamente a sus votos; la promoción del diálogo de la Iglesia con los “lejanos” y los comunistas; los llamamientos por la tutela de la paz y por la prohibición de las armas atómicas en época de guerra fría; la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio.
«El mismo amor me ha hecho a veces violento y desbordante», escribe don Primo en el Testamento espiritual. «Alguien puede haber pensado que la predilección por los pobres y los lejanos me ha angustiado con respecto a los otros: que ciertas tomas de posturas firmes en campos no estrictamente pastorales me hayan cerrado las puertas de quienes por cualquier motivo no soportan intervenciones de ese tipo. Pero ninguno de mis hijos ha cerrado el corazón a su párroco, que ha sido objeto de acusaciones contradictorias, solo porque para él era importante distinguir la salvación del hombre y sus instancias, incluso las humanas, de ideologías que unas y otras veces le prestan esos movimientos que a menudo lo movilizan contra su voluntad».

Don Primo con un sobrino nieto <BR>[© Fondazione Mazzolari]

Don Primo con un sobrino nieto
[© Fondazione Mazzolari]

«El Señor mantiene su palabra»
Así que aquel 28 de enero de 1959, don Primo abrió su corazón a Montini, que suspendió las deliberaciones de la Conferencia Episcopal Lombarda contra Adesso. El arzobispo sabía bien que el sacerdote iba a ver al papa Giovanni XXIII, y presentía quizá que de aquella audiencia podrían salir buenas novedades. Este presentimiento se convertirá en realidad al cabo de algunos días, como atestiguan las palabras que Montini, algunos años después, pronunciará, ya como Papa, para recordar a don Mazzolari: «Han dicho que no hemos querido a don Primo. No es verdad: ¡también Nos le hemos querido! Pero vosotros sabéis cómo iban las cosas. Él tenía el paso demasiado largo y a Nos nos costaba trabajo seguirle...».
El 5 de febrero siguiente el papa Roncalli recibirá a don Primo cariñosamente, dándole cita para los trabajos –anunciados unos diez días antes– del Concilio Ecuménico Vaticano II, que luego hará suyas muchas de las intuiciones del párroco de la Baja mantuana. Don Primo se irá de Roma «consoladísimo» por el encuentro con el Papa: «Él es un punto providencial», dirá en una carta a un amigo suyo.
«De este modo, los últimos pasos», había escrito un año antes de estos acontecimientos, «se vuelven ligeros en la certidumbre de que el Señor mantiene la palabra incluso con su inútil y poco generoso servidor».
Don Mazzolari murió el 12 de abril de hace cincuenta años. Era domingo, su día preferido, el día en que celebraba su misa en la parroquia: «Cuando estoy en la sacristía siento que mi espiritual paternidad ha tenido en la misa parroquial su ápice y su gozo, y me dispongo, con confianza, al trajín semanal, esperando el nuevo domingo: el regreso».


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