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AÑO SACERDOTAL
Sacado del n. 05 - 2009

Juan María Vianney a los ciento cincuenta años de su muerte

Tan lejos y tan cerca


El santo Cura de Ars, el sacerdote que vivió entre la Revolución y la Restauración, confesaba, celebraba la misa, enseñaba el catecismo, soccorría a los pobres. No se inventaba nada. Por eso todos acudían a él. Porque no obstaculizaba el trabajo de la gracia


por Gianni Valente


Jóvenes scouts en peregrinación al santuario del santo Cura de Ars, Juan María Vianney (Ars-sur-Formans, región de Rhône-Alpes) [© Romano Siciliani/Alessio Petrucci]

Jóvenes scouts en peregrinación al santuario del santo Cura de Ars, Juan María Vianney (Ars-sur-Formans, región de Rhône-Alpes) [© Romano Siciliani/Alessio Petrucci]

En Ars el tiempo transcurre tranquilo como el agua del Formans, el riachuelo que atraviesa el pueblo. Las pocas casas agrupadas en la curva que rodea la iglesia siguen encajadas entre campos anegados por la lluvia del invierno y colinas arboladas donde ya de madrugada gorjean los mirlos. La vieja casa parroquial conservada como un museo, la monja que pasa con el carrito repleto de comida para el convento, incluso el mémorial con las escenas de su vida, reconstruidas alrededor de treinta y ocho estatuas de cera que parecen de verdad. Todo ayuda a imaginar la gracia ordinaria que regaba los días cuando allí estaba él, Juan María Vianney, el cura patrón de todos los párrocos del mundo.
En Ars el tiempo transcurre tranquilo, pero transcurre. Han pasado ciento cincuenta años desde que cerró los ojos con serenidad, literalmente consumido por el cansancio de confesar día y noche a sus amigos pecadores que acudían desde toda Francia. Si saliera de la casa parroquial esta tarde –flaco, con el enorme sombrero bajo el brazo, la vieja sotana consumida, aquel pelo blanco demasiado largo incluso para su época– quizá se toparía con el grupito de muchachos haciendo cabriolas con sus lambrettas flamantes justo delante de su iglesia. Quién sabe qué les diría hoy también a ellos. Quién sabe si ellos saben quién es el santo Cura de Ars. El cura que vivió entre Revolución y Restauración, pequeño párroco perdido en su gleba, que la Iglesia de Roma ha vuelto a mostrar de nuevo a todos, haciendo llegar hasta San Pedro el relicario que contiene su corazón y confiando a su patrocinio el comienzo del año sacerdotal, el 19 de junio. Operación que no carece de incógnitas. Que lo expone al riesgo de quedar prisionero de los neoconformismos clericales de vuelta. O, por el contrario, de que lo archiven como testimonial de nostalgias del pasado. Pero ofrece también la oportunidad de seguirlo en sus días, por las calles de Ars, descubriendo de este modo el secreto de su paradójica proximidad.

El antiguo santuario [© Ciric]

El antiguo santuario [© Ciric]

Otro mundo
Los registros parroquiales de Dardilly, su pueblo natal a ocho quilómetros de Lyón, apuntan su nacimiento el 8 de mayo de 1786. Desde entonces hasta 1859, durante los 73 años de su vida, Francia conoce el final del Ancien régime, la Revolución, la Monarquía constitucional, la Primera República, el Directorio, el Consulado, el Primer Imperio, la Restauración, la Monarquía de julio, la Segunda República, el Segundo Imperio... Jean-Marie tiene siete años en 1793, tendrá quince cuando llegue Napoleón y veintinueve cuando caiga. Recibirá su sacerdocio un mes y medio después de Waterloo.
«Los grandes acontecimientos de la historia», escribe Daniel Pezeril, «no proyectan nunca mejor sus sombras sino en la vida de la gente pequeña». Esto vale también para Jean-Marie. En el invierno de 1793-94, el ejército enviado por la Convención de París ahoga en la sangre la revuelta de Lyón, surgida contra el Terror. También en Dardilly la iglesia permanece cerrada, el campanario está mudo, pero el pequeño Vianney –cuentan los testigos– sigue rezando sus oraciones en casa o en el silencio de los campos, cuando lleva a su rebaño a pastar a lo largo del Chemin du Pré-Cousin o a Chantemerle. Las campanas vuelven a repicar solo después del 95, después de que el viejo párroco del pueblo decidiera doblegarse al viento de la persecución, firmando todos los juramentos impuestos por el nuevo orden revolucionario que asimila los curas a los funcionarios de la administración civil. Los Vianney, como todos los demás, al comienzo lo siguen. Solo en un segundo momento sus parientes de la cercana Ecully les ponen en guardia sobre el hecho de acudir a las misas de un cura considerado cismático. Jean-Marie podrá tomar su primera comunión solo en 1799, en el período de la siega, instruido por los curas y las monjas refractarios (es decir, que no juraron fidelidad a la República) que en Ecully seguían desarrollando clandestinamente su apostolado. La ceremonia tiene lugar en una habitación de la casa del conde Pingon d’Ecully, después de colocar ante la ventana una carreta de heno para burlar los controles de los agentes de la República.
Jean-Marie crece como un cristiano y sigue su vocación al sacerdocio en el tiempo y el lugar marcados por la primera persecución “moderna”, y por el primer intento ideológico de secularización forzada. No se le pasa por la cabeza bendecir el Nuevo Orden, tomándolo como una etapa de la historia de la salvación. Pero tampoco siente la necesidad de organizar la resistencia contrarrevolucionaria, la llamada a colocarse de través en el camino de la historia.
Una incertidumbre extenuante atenaza al Vianney seminarista cuando en 1809 le llaman a enrolarse como recluta en el ejército de Napoleón, el invasor de los Estados Pontificios, a quien Pío VII ha excomulgado junto a «todos sus seguidores, fautores y consejeros», y que por toda respuesta ha deportado al sucesor de Pedro a Francia. El soberano sacrílego ha declarado la guerra también a la católica España. ¿Qué deben hacer los católicos de Francia? ¿No deberían, por fidelidad a la Iglesia, negarse a hacer el servicio militar? A quienes le aconsejan la deserción, Jean-Maria les responde titubeante: «Hay que obedecer también las leyes, mis queridas hermanas», les repite a las monjas de Roanne que asisten al recluta, que ha caído enfermo. Al final, como siempre, Jean-Marie dejará que decidan las circunstancias, acompañándolas solo con un poco de calculada vacilación. Llega tarde a recoger el documento necesario para su traslado a España, y “cede” a la invitación de un compañero recluta que se lo lleva a su pueblo, con la promesa de que allí no será difícil esconderse e incluso trabajar. Desertor por casualidad, casi por efecto de la tergiversación, del ejército napoleónico, como seminarista gozará también él indirectamente de las ventajas concedidas al cardenal Fesh, tío de Napoleón Bonaparte, por su imperial sobrino, precisamente en un momento en el que el mismo sobrino como castigo a los obispos indóciles había establecido la supresión de todos los seminarios menores, atizando los sentimientos filomonárquicos de buena parte del clero. Muchos años después, tras cambiar la escena del poder, otro Napoleón emperador de los franceses, con decreto del 11 de agosto de 1855, promoverá al abate Vianney «al orden imperial de la Legión de Honor, con el grado de caballero». Título que adquiere una inevitable carga humorística en los hombros descarnados y frágiles del cura que había vendido inmediatamente por los pobres incluso el manto que le habían colocado cuando le hicieron canonique. Cuando el poder, por sus propios cálculos, cambia de rumbo y actitud ante él y su Iglesia, Vianney da gracias al Cielo. Durante toda su vida recibirá con gratitud favores y donaciones de benefactores nobles y poderosos, siempre destinados a embellecer la iglesia o, a La Providence, la casa para las huérfanas. Pero no tiene el problema de sacralizar con sus homilías a uno u otro sistema de poder temporal que se van sucediendo. Dentro de sí, se ha dado cuenta de que la esperanza cristiana no se pierde por las condiciones externas, ni siquiera por la persecución. Esperanza que puede volver a florecer incluso en tierra hostil, si Dios quiere.
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Don Balley, el cura de Ecully encargado de su primera instrucción, se encuentra con un veinteañero casi analfabeto, ingenuo, más adecuado para llevar el arado que para subir los peldaños del sacerdocio. Alguien que solo en las oraciones ve la chance de superar el muro de ignorancia contra el que chocaba. Los cursos en latín del seminario de Saint Irénée , en Lyón, son para él inaccesibles. Debilissimus, así es como le califican en el primer examen: «Devuelto a su párroco», anotan en el registro junto a su nombre los directores del seminario. En realidad, muchos piensan que sería mejor devolvérselo a sus familiares y al trabajo del campo. Sigue adelante gracias solamente al buen Balley, que se encarga «de poner al alcance de su alumno aquella teología que el oscuro manual latino del seminario hacía que fuera inaferrable también para muchos otros» (René Fourrey). También en los primeros años como cura lo que le cuesta es el esfuerzo de saltear las lagunas que hacen de él un predicador mediocre y cohibido. La preparación de sus pobres homilías le roba horas al día y a la noche. Las escribe en sus cuadernillos, y luego las aprende de memoria, limitándose a amasar frases y citas sacadas de manuales de predicación de la época, sin añadir nada de su cosecha, fuera de algunas referencias a la situación de sus feligreses. Más de una vez deja sus sermones deshilvanados en la mitad, porque se le quedaba la memoria en blanco. La vena severa de muchos de sus sermones de los primeros años, en los que el joven cura adopta el papel de fustigador de cristianos mediocres, puede atribuirse en gran medida al prontuario que usa para sus antologías. Incluso cuando la fama de santidad del cura comience a pasar de boca en boca por toda Francia, su ignorancia y la escasez de sus medios seguirá siendo siempre tema de burla para algunos clérigos envidiosos del pobrecito tratado como un padre de la Iglesia por sus penitentes. Su hermano de hábito Jean-Louis Borjon le escribió una vez que un ignorante como él, que no sabía nada de la historia de la Iglesia, que pronunciaba sermones mal copiados en los que el Concilio de Trento se convertía en “concilio de treinta”, nunca habría debido sentarse en un confesionario.
No pensaba lo mismo Henri-Dominique Lacordaire. El predicador más famoso, apóstol de un catolicismo ultramontano y al mismo tiempo liberal, que veía cómo se llenaba Notre-Dame de París con sus conferencias cuaresmales y que además había fundado de nuevo en Francia la Orden dominica, se llegó hasta Ars en 1845 para asistir a una misa cantada donde el cura predicó sobre el Espíritu Santo. Se quedó asombrado. «Yo quisiera predicar como él», dijo. Añadió que en Notre-Dame había visto el inmenso gentío trepar hasta encima de los confesionarios para escuchar sus brillantes conferencias. Sin embargo, quienes iban a escuchar al cura, después de verlo y escuchar sus palabras balbucientes, iban a los confesionarios a arrodillarse.

Jóvenes rezando en la tumba del Cura de Ars [© Romano Siciliani/Alessio Petrucci]

Jóvenes rezando en la tumba del Cura de Ars [© Romano Siciliani/Alessio Petrucci]

Del rigor al amor de Dios
Cuando la visita Lacordaire, Ars se ha convertido ya en un centro de peregrinación que atrae a la muchedumbre a escala nacional. Al mismo lugar, el joven Vianney había llegado veintisiete años antes. Un desecho del seminario enviado al último pueblo perdido, habitado por campesinos como él, menos de cuatrocientas almas que según su predecesor hacían cansino e inútil todo intento apostólico, «dada la estupidez e incapacidad de estos seres, que en su mayoría se diferencian de las bestias solo porque están bautizados».
Frente a esto, el joven cura no consigue inventarse nada. Repite gestos y prácticas elementales, las cosas que cualquier cura haría de manual. Oraciones, sacramentos, catecismo, obras de misericordia corporales y espirituales para los pobres y los afligidos. Visita rápidamente las casas de los feligreses, sin aceptar quedarse a comer. Da algunos paseos por los campos para saludar y charlar un rato con los campesinos. Reza el rosario con las mujeres piadosas. Y luego se queda horas y horas en la iglesia, rezando ante el tabernáculo, o se encierra en el confesionario, poco después de medianoche. El secreto del “prodigio” de Ars es esto y nada más que esto. Los primeros que se dan cuenta son los niños. Desde el principio de lo primero de lo que se ocupó personalmente fue del catecismo de los pequeños, arrastrando también a veces a los padres, que los acompañaban y se quedaban en la parte de atrás del aula.
De este modo, durante más de cuarenta años, en el mismo lugar, haciendo siempre las mismas cosas, se fue tejiendo a su alrededor una trama cada vez más densa de vida sanada. Perdonada. Donde lo que ocurre cada día hace que su corazón y su mirada se abran más fácilmente al abrazo a todos. Al principio, el joven Jean-Marie, recién llegado, parecía exigir también de los últimos fieles un fervor y una ascesis como las que él sentía. Quisiera hacer de su pueblo, generosamente, una tierra de santidad heroica. Pero sus buenas intenciones a menudo se convierten en reproches amenazadores, monsergas obsesivas contra las tabernas –lugares de perdición– y la imperante moda del baile. «Formado en la más severa disciplina», escribió su biógrafo Fourrey, «no intuyó enseguida la medida exacta de la debilidad de los cristianos mediocres que son la masa de los bautizados. Estrictamente sometido a reglas morales de un severo “tuciorismo”, se colocaba siempre en el extremo». Con los años las cosas cambiarán. Como ha escrito Catherine Lassagne, su colaboradora de toda la vida, «el amor que sentía hacia Dios parecía aumentar conforme su edad avanzaba y sus fuerzas disminuían. Casi al final de su vida, sus instrucciones y sus catecismos giraban casi siempre en torno al amor de Dios. Comenzaba a veces con otro tema, pero siempre regresaba al amor, sobre todo a la bondad y la caridad del Sagrado Corazón de Jesús, su bondad por los hombres». Con el paso del tiempo, el fustigador del principio se ablanda. Con todos sus límites, que tiene siempre delante en un ininterrumpido martirio de mortificación, reconoce cada vez más nítidamente que lo más urgente que hay que hacer es ofrecer él mismo penitencias y oraciones para beneficio de los ingratos que no se aprovechan de los dones de la gracia. «Recuerdo perfectamente», cuenta Catherine Lassagne en sus testimonios, «que después del jubileo, y pues habían quedado algunas personas que no se habían valido de ello, les suplicaba emotivamente en una instrucción en la iglesia a que se acercaran a los sacramentos, y decía: “Si quieren venir, yo me comprometo a hacer penitencia por ellos”».
De este modo, Ars se convierte en un lugar de salvación prometida y gozada, adonde acuden las miserias procedentes de toda Francia. Almas angustiadas, corazones apagados, desventurados de todas las desventuras, ricos y pobres, humildes y grandes señores, cultos e ignorantes, inquietos y fracasados, cuerpos doblegados por las enfermedades. Él se deja arrastrar por la masa de los peregrinos que lo agobian de día y de noche, sin dejarle ni siquiera respirar. Para darles de comer, incluso vuelven a abrir las tabernas.

La puerta de entrada de la casa <BR>[© Romano Siciliani/Alessio Petrucci]

La puerta de entrada de la casa
[© Romano Siciliani/Alessio Petrucci]

Entre angustia y esperanza
Es como para envanecerse, subirse al pedestal, o, como mínimo, aparentar cierta moderada y buena satisfacción. Pero de la boca del cura, hasta el final de sus días, no saldrán más que quejas de su ineptitud. «Yo pienso», repetía a Lassagne, «que el buen Dios no ha encontrado hombres más gráciles que yo para colocarlos en mi lugar y para hacer mucho bien. Ordinariamente él se sirve de lo menos que hay para hacer un gran bien, porque es él quien lo hace todo». El Papa Pablo VI recordaba: «Cuando hacia el final de su vida se le dio al santo Cura un sacerdote que lo ayudara, él iba diciendo a su coadjutor: “Oh, cuando está usted presente, aquí se puede hacer algo todavía. Pero cuando estoy solo, ¡yo no valgo nada! ¡Soy como un cero a la izquierda, que no tiene ningún valor!”».
El Cura no interpreta el papel de humilde. Para él, «las tentaciones más temibles, que llevan a la perdición a muchas más almas de lo que pensamos, son esos pequeños pensamientos de amor propio, esos pensamientos de estima por uno mismo, esos pequeños aplausos por todo lo que hacemos, por todo lo que se dice de nosotros».
Él, grácil y humilde lo es de verdad, incluso por constitución física. Y el espectáculo constante de su propia miseria será durante gran parte de su vida motivo de angustia. «Si me observo, no encuentro en mí más que mis pobres pecados. El buen Dios sin embargo hace que no los vea todos y que no me conozca totalmente. Si yo lo viera todo caería en la desesperación». Le atormenta sobre todo la idea de que alguien pueda caer en la perdición eterna por culpa suya y de su indignidad de sacerdote. Porque quizá sus sermones de ignorante no conseguían calentar los corazones del pueblo arrastrado por su instintivo materialismo. Y cuando comienzan a llegar incluso forasteros a confesarse la vergüenza y la mortificación que siente se vuelven más agobiantes. Su tentación no es subirse al pedestal, sino, por el contrario, escapar de la angustia insoportable, esconderse de la fama y de la gente que lo admira como a un santo. No quería seguir allí, «creyéndose muy poco instruido para guiar a los otros y temiendo naufragar con los que debía guiar», recuerda Catherine Lassagne. Sus humorísticos intentos de escapar de Ars serán siempre saboteados por feligreses y colaboradores. También los peregrinos le cierran el paso a la salida de la casa parroquial: «Señor cura, si le hemos dado algún disgusto, díganoslo: haremos todo lo que usted quiera, para darle gusto».

Fieles durante la misa en el santuario de Ars [© Romano Siciliani/Alessio Petrucci]

Fieles durante la misa en el santuario de Ars [© Romano Siciliani/Alessio Petrucci]

La mejor manera de amar a Dios
No son las miserias de los penitentes lo que le angustia infinitamente al cura. Escribe el abate Camelet, superior de los misioneros de Pont-d’Ain: «No deseo más que irme a esconder en un rincón y llorar sobre mi pobre vida, para buscar el perdón de Dios, por mi ignorancia, mi hipocresía y mi insaciabilidad... ¡Rezad para que no sea condenado!». A su obispo, que le preguntaba si había tenido alguna vez algún pensamiento orgulloso, le responde sin dudarlo: «Me cuesta más defenderme de la tentación de la desesperación que del orgullo».
Una esperanza como la del cura, que vive milagrosamente al borde de la desesperación resulta inmediatamente connatural para el corazón de quienes viven hoy. El enjuto cura de Ars no es el granítico dueño de sus certezas eternas. No hay más que mirarlo para comprender que no aguantaría de pie solo. Que la fe, la esperanza y la caridad que resplandecen en él no son el resultado de sus prestaciones. Cosa de almas hechas y derechas. Él ofrece indignamente los dones de la gracia con la mano titubeante e insegura de quien pide limosna. Así puede decir: «La humildad es el mejor modo de amar a Dios». «Es un santo pobre», dice Jean-Philippe Nault, actual rector del santuario de Ars, «y encontrar a un pobre no da miedo. Como Teresita, como Bernadette. Ellos nos dicen: si tú eres pobre, yo lo soy más que tú. Somos pobres juntos, delante del Señor». A alguien así quizá incluso hoy sería fácil escucharle, e incluso sentir el latido del corazón en el pecho cuando asegura que Dios, mendigo del corazón de los hombres, nunca niega su gracia a los pecadores. Y que la mayor blasfemia es «poner límites a la misericordia de Dios», que es infinita. Hasta el punto de que «si también en el infierno se pudiera rezar, el infierno dejaría de existir».


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