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ARTE
Sacado del n. 08 - 2009

La Capilla Paulina de Miguel Ángel


Una lectura de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Paulina del Vaticano. Dijo Benedicto XVI, tras la reciente restauración: «Los dos rostros están uno frente al otro. Se podría pensar incluso que Pedro tiene su rostro vuelto hacia el de Pablo, el cual, a su vez, no ve, pero lleva en sí la luz de Cristo resucitado. Es como si Pedro, en la hora de la prueba suprema, buscara la luz que había dado la verdadera fe a Pablo»


por Giuseppe Frangi


<I>Crucifixión de san Pedro</I>, Miguel Ángel, Capilla Paulina, Ciudad del Vaticano [© Osservatore Romano/Associated Press/LaPresse]

Crucifixión de san Pedro, Miguel Ángel, Capilla Paulina, Ciudad del Vaticano [© Osservatore Romano/Associated Press/LaPresse]

El 25 de enero de 1540, para la fiesta de la conversión de san Pablo, hasta entonces celebrada en la Basílica de San Pablo Extramuros, el papa Paulo III Farnese le consagró al santo cuyo nombre había tomado la nueva capilla parva, encargada a Antonio da Sangallo el joven y construida en apenas tres años en el corazón del Palacio Pontificio. La capilla parva (contrapuesta a la capilla magna, cuyas funciones habían pasado a la Sixtina) era la capilla destinada al cónclave. Y sobre todo era el lugar en donde se conservaba el Santísimo Sacramento, por lo que se le había dotado de un altar y un tabernáculo. Cuando Paulo III la consagró, la capilla no tenía decoraciones, pero estaba claro quién iba a subir a los andamios: le tocaba de nuevo a Miguel Ángel, que acababa de bajar de los andamios de la Sixtina, donde había terminado la enorme obra del Juicio Universal. Miguel Ángel había superado los sesenta y cinco años y estaba angustiado por un viejo y atormentado encargo: la tumba de Julio II, el papa Della Rovere que había muerto hacía ya treinta años. Ya había recibido la retribución económica, los herederos no le dejaban respirar, pero el proyecto había sufrido ya miles de variaciones y su avanzada edad se lo estaba haciendo enormemente fatigoso. Para él –son palabras suyas– se había convertido en «la tragedia de la sepultura». Cuando Paulo III le anunció el nuevo encargo de los dos frescos para la Paulina, Miguel Ángel, listo él, tomó sus medidas, escribiendo el 20 de julio de 1542 al Papa, mediante el fiel Luigi Del Riccio, una carta de este tenor: «... Y habiendo sido de nuevo dicho maese Michelagnolo buscado y solicitado por la Santidad de Nuestro Señor el papa Paulo tercero para trabajar y decorar su capilla […], cuya obra es grande y exige la entrega completa de la persona sin otro tipo de encargos y ocupaciones, siendo dicho maese Michelagnolo viejo y deseando servir a Su Santidad con todas sus fuerzas, viéndose obligado por él, y no pudiendo tampoco hacerlo sin antes liberarse completamente de la obra del papa Julio, la cual lo tiene empeñado en la mente y el cuerpo, suplica a Su Santidad, puesto que ha decidido que trabaje para él, que interceda ante el ilustrísimo señor duque de Urbino para que lo libere de la ejecución de dicha sepultura, aboliendo y anulando toda obligación por su parte, como resulta de los honestos contratos firmados». En resumen, Miguel Ángel le pedía al papa Paulo que terciara ante las presiones del duque de Urbino. En realidad, no era este su verdadero estado de ánimo, como se deduce de otra carta privada, escrita al mismo Del Riccio, el siguiente mes de octubre: «Yo no puedo vivir si no es pintando, se pinta con el cerebro y no con las manos, y quien no puede tener el cerebro consigo se deshonra. Pero para volver a la pintura yo no puedo negarle nada al papa Paulo: yo pintaré a regañadientes, y haré cosas a regañadientes».
«No puedo negarle nada al papa Paulo»: así pues Miguel Ángel antes de finalizar aquel mismo año comienza a trabajar en las dos paredes de seis metros por seis que se le habían reservado. Es todavía un hombre repleto de energía, pese a su edad y pese a sentir que no tenía «el cerebro consigo». La reconstrucción de los días de trabajo, posible gracias a las técnicas de restauración modernas, nos revela a una persona capaz de hacer frente a una gran cantidad de trabajo en un día. Al final serán en total 172 jornadas de trabajo (85 en la Conversión de san Pablo y 87 en la Crucifixión de san Pedro), distribuidas durante siete años, con la interrupción de 1544, por problemas de salud.
La empresa comenzó por la pared izquierda, con la escena de la Conversión de san Pablo. Miguel Ángel tenía en sus manos la primera traducción al italiano de los Hechos de los Apóstoles, realizada por Antonio Brucioli, el amigo en cuya casa se había refugiado durante su fuga de Florencia en 1529: «Y habiendo caído todos nosotros al suelo, oímos una voz que me hablaba... Y yo dije, ¿quién eres, Señor? Y aquél dijo, yo soy Jesús, al que tú persigues». Miguel Ángel vuelve a imaginar el episodio basándolo en estos dos factores: el “me hablaba” y el “¿quién eres, Señor?”. Así pues, una interlocución directa y una presencia física. Es una reinterpretación avasalladora, con respecto a las imágenes algo apocadas de muchos otros pintores que le habían precedido. Miguel Ángel hace que Jesús irrumpa desde lo alto de la escena, como presencia física, real. No es un sueño, ni tampoco una bella y solemne aparición como la de Rafael en los tapices vaticanos. La figura de Cristo parece precipitarse hacia Pablo, una solución que también Caravaggio tendrá bien presente en la primera versión de los cuadros de la Capilla Cerasi de Santa Maria del Popolo. No todos aceptaron y comprendieron la representación de la conversión de Pablo propuesta por Miguel Ángel. En ambientes curiales no faltaron las críticas, como la de Giovanni Andrea Gilio, el eclesiástico censor del Juicio Universal, que en 1564, recién muerto el artista, escribiría: «Pero me parece que Miguel Ángel no acertó en el Cristo que se le aparece a Pablo en su conversión; el cual sin ninguna gravedad ni decoro parece que se precipita desde el cielo con gesto poco honroso...».
<I>Conversión de san Pablo</I>, detalle, Miguel Ángel, Capilla Paulina, 
Ciudad del Vaticano [© Osservatore Romano/Reuters/Contrasto]

Conversión de san Pablo, detalle, Miguel Ángel, Capilla Paulina, Ciudad del Vaticano [© Osservatore Romano/Reuters/Contrasto]

El segundo elemento es la línea directa, verdadero eje en torno al que gira todo el fresco, que une a Cristo, en lo alto, y a Pablo, abajo. Un haz de luz arrollador, que representa un canal directo de relación y que queda resaltado por la simplificación que Miguel Ángel lleva a cabo en el paisaje circundante. La tierra desnuda, Damasco es una ciudad casi desenfocada al fondo, la escena está dominada por el cielo, de un azul profundo y dramático, conseguido con el lapislázuli que hizo traer para la ocasión desde Persia por Ferrara. Hay otro detalle insólito con respecto a la iconografía de la conversión de Pablo que el papa Benedicto XVI ha sabido captar, con motivo de la reapertura de la Capilla, tras la restauración, el pasado 4 de julio: es la extrañeza de un apóstol representado como un viejo, «mientras que», dice el Papa, «sabemos –y lo sabía bien Miguel Ángel– que la llamada de Saulo en el camino hacia Damasco se produjo cuando tenía unos treinta años». ¿Por qué hace esto Miguel Ángel? Esta es la explicación que da el Papa: «El rostro de Saulo-Pablo», que, además, es el del propio artista, ya viejo, inquieto y en busca de la luz de la verdad, «representa al ser humano necesitado de una luz superior. Es la luz de la gracia divina, indispensable para adquirir una nueva mirada, con la cual percibir la realidad orientada a la “esperanza que os está reservada en los cielos” –como escribe el Apóstol en el saludo inicial de la carta a los Colosenses».
En la pared de enfrente Miguel Ángel ha de representar, en cambio, la crucifixión de Pedro. Las jornadas de trabajo son cada vez más numerosas, las áreas pintadas son cada día más pequeñas. El tema tenía muchos y célebres precedentes, desde el del Sancta Sanctorum, el fresco de Cimabue de Asís, hasta la predela de Giotto en el políptico Stefaneschi, hoy conservado en los Museos Vaticanos. Desde el punto de vista simplemente compositivo, este tema siempre había dado quebraderos de cabeza a los artistas, porque la cruz al revés de san Pedro dejaba un gran espacio vacío arriba. Cimabue lo había resuelto levantando de manera innatural la cruz; Giotto haciendo volar dos ángeles a la altura de los pies del santo. Miguel Ángel, por su naturaleza, innova en sentido dramático la iconografía. En e Miguel Ángel es sin lugar a dudas el rostro de Pedro, que con un gesto imprevisto y lleno de fuerza levanta el busto y dirige su mirada hacia atrás. Miguel Ángel trabajó muchísimo en este punto del fresco, corrigiéndolo en seco, para reforzar el gesto de Pedro, el único personaje de la escena que mira hacia fuera de la escena. ¿Por qué lo hace? ¿Y a quién mira? Tradicionalmente se ha sostenido siempre que la mirada iba dirigida a los cardenales reunidos en cónclave, ya que la Paulina, como hemos dicho, se destinó originariamente a ser lugar de celebración de los cónclaves. Benedicto XVI, en cambio, ofrece una hipótesis mucho más profunda y convincente: «Existe como un desconcierto, una mirada penetrante, tendida, como si buscara algo o a alguien en la hora final», ha anotado el Papa, quien sigue diciendo: «Los dos rostros [de Pedro y Pablo, n. de la r.] están uno frente al otro. Se podría pensar incluso que Pedro tiene su rostro vuelto hacia el de Pablo, el cual, a su vez, no ve, pero lleva en sí la luz de Cristo resucitado. Es como si Pedro, en la hora de la prueba suprema, buscara la luz que había dado la verdadera fe a Pablo».


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