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NOVA ET VETERA
Sacado del n. 08 - 2009

Archivo de 30Días

Lex libertatis lex caritatis*



por Gianni Valente


AA. VV., <I>Il potere e la grazia. Attualità di sant’Agostino</I>, Nuova Òmicron, Roma 1998, pp. 200

AA. VV., Il potere e la grazia. Attualità di sant’Agostino, Nuova Òmicron, Roma 1998, pp. 200

El artículo de Massimo Borghesi, La ciudad de Dios, es decir, el lugar de la gracia, es de abril de 1995. Constituía uno de las intervenciones, entre ensayos y entrevistas, que, durante los años noventa, 30Días dedicó a la “actualidad” de san Agustín. Luego esos textos fueron recogidos en el volumen colectivo Il potere e la grazia (Nuova Òmicron, Roma 1998), presentado el 21 de septiembre de 1998 por el entonces cardenal Joseph Ratzinger en la Sala del Cenáculo de la Cámara de los diputados, en Roma. La presentación del cardenal no era casual. La actualidad de Agustín tenía un punto de referencia esencial en un estudio de Ratzinger de 1971, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kircheväter, Salzburgo-Múnich, 1971; tr. esp. La unidad de las naciones: Aportaciones para una teología política, Madrid, 1972). En esta obra se distingue la concepción de Agustín de las dos ciudades tanto de la perspectiva de Orígenes, en la que un cristianismo escatológico tendía a deslegitimar las leyes de este mundo, como de la de Eusebio de Cesarea, en la que un cristianismo imperial tendía a la identificación de los reinos: el celestial y el mundano. La teología del De civitate Dei parecía irreducible tanto a la lectura de “izquierdas”, y en especial de la tendencialmente revolucionaria, como a la de “derechas”, propia de un cierto occidentalismo dominante en los últimos veinte años. Pero no se subrayaba el hecho de que Agustín no podía se reducido a estas dos perspectivas para proponer una tercera vía de “centro”, sino simplemente para respetar lo que justamente es la ciudad de Dios: el lugar del acaecer de la gracia.
De este modo, el redescubrimiento del De civitate Dei permite por un lado superar el agustinismo medieval y moderno, y, por el otro, permite valorizar críticamente (según la indicación del apóstol Pablo: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno», 1Ts 5, 21) las instancias de la ilustración. El propio Voltaire en el Tratado sobre la tolerancia, para responder a un abad francés que, citando expresiones agustinianas, llegaba a justificar las guerras de religión, invitaba a volver a san Agustín y a los Padres de la Iglesia. Escribe Voltaire: «Permitid que me atenga a vuestra primera opinión; en verdad la creo mejor».
Ejemplo de este retorno a la tradición bíblico-patrística puede considerarse la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae del Concilio ecuménico Vaticano II, como mencionaba el papa Benedicto XVI en el discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005.
El cardenal Jean-Jérôme Hamer recordaba que «la aportación más positiva para el futuro de la declaración sobre la libertad religiosa» había sido la intervención en la asamblea, frente a todos los padres conciliares, de monseñor Carlo Colombo acerca de la sobrenaturalidad de la fe cristiana. Si nace del atractivo de la gracia, la confesión de la fe, por su naturaleza, ha de salir del corazón, es decir, ha de ser libre: «Credere non potest nisi volens. Si corpore crederetur, fieret in nolentibus: sed non corpore creditur. Apostolum audi: “Corde creditur ad iustitiam”. Et quid sequitur? “Ore autem confessio fit ad salutem“. De radice cordis surgit ista confessio / No se puede creer si no queriendo. Si se creyera con el cuerpo, esto podría suceder incluso en quien no lo quiere, mas no se cree con el cuerpo. Escucha al Apóstol: “Con el corazón se cree para conseguir la justicia”. ¿Y cómo sigue? “Y con la boca se confiesa para conseguir la salvación”. Esta confesión surge de la raíz del corazón» (Agustín, In Evangelium Ioannis XXVI, 2).
En la declaración Dignitatis humanae parece entreverse también una alusión agustiniana en la clara distinción entre el principio de la libertad religiosa, que vale para todos, y «la libertad de la Iglesia, es decir, la libertad con la que el Unigénito Hijo de Dios enriqueció a la Iglesia, adquirida con su sangre» (Dignitatis humanae, n. 13). La Iglesia reivindica para sí la misma libertad que pide para todas las demás expresiones religiosas, esto es: la libertad religiosa. Pero el criterio de su pensamiento y de su acción es la libertad que por gracia el Unigénito Hijo de Dios le ha dado: la libertad de los hijos de Dios (cf Rm 8, 21). La libertas Ecclesiae es la libertas caritatis (Agustín, De natura et gratia 65, 78). La libertad de la Iglesia es la caridad. Y dado que «la libertas Ecclesiae es un principio fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil» (Dignitatis humanae, n. 13), hay que pedir en la oración que el Señor dé lo que manda: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra con la injusticia; se alegra con la verdad» (1Cor 13, 4-6). Ejemplo pequeño e importante de la libertad propia de la caridad es la carta que el papa Benedicto XVI envió a los católicos chinos.


*Agustín, Epistolae 167, 6, 19.


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