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NOVA ET VETERA
Sacado del n. 08 - 2009

Archivo de 30Días

La ciudad de Dios, es decir, el lugar de la Gracia


El dualismo entre las dos ciudades no se identifica con el conflicto entre Iglesia y Estado. Es más, san Agustín afirma la necesidad de la legislación civil, que tiene la simple finalidad de asegurar una convivencia pacífica entre intereses opuestos


por Massimo Borghesi


<I>Bautismo de san Agustín</I>, fresco (1338),  iglesia de los Ermitaños, Padua

Bautismo de san Agustín, fresco (1338), iglesia de los Ermitaños, Padua

Es interesante notar cómo la actualidad presente de Agustín coincide con la inactualidad de la versión medieval de su pensamiento, con el definitivo ocaso de aquel agustinismo político que dio legitimidad a la teoría de la supremacía del poder papal sobre el imperial en la controversia que va desde Gregorio VII hasta Bonifacio VIII. Los estudios realizados en los últimos decenios sobre la obra del Obispo de Hipona, desde los de Reinhold Niebhur a los de Étienne Gilson, Sergio Cotta, Joseph Ratzinger, por citar sólo algunos1, llevan a cabo una revalorización de la postura agustiniana, particularmente de la expresada en el De civitate Dei, a la vez que una crítica del agustinismo político medieval. Los resultados de estos estudios pueden sintetizarse de la siguiente manera: para Agustín el dualismo entre las dos civitates, la ciudad de Dios y la ciudad terrenal, no se identifica con el conflicto entre Iglesia y Estado. «La ciudad de Dios, resplandeciente con sus murallas adamantinas, es la meta sobrenatural del creyente; con san Agustín, se hace realizable en esta vida. Sus ciudadanos son todos los justos. El conflicto deja de ser cristianos contra romanos, Iglesia contra Imperio, provinciales contra el gobierno, y pasa a la interioridad de las conciencias»2. En segundo lugar, el modelo agustiniano se diversifica tanto de la escatología potencialmente revolucionaria de Orígenes, que contesta la legitimidad de las normas y leyes del Estado por no ser conformes a los dictámenes evangélicos, como de la teocracia política de Eusebio de Cesarea que, al identificar el universalismo cristiano con el romano, sienta las bases ideológicas sobre las que Bizancio fundará su imperio “cristiano”3. En tercer lugar, esta doble distinción de Orígenes y de Eusebio permite ver el modelo descrito en el De civitate Dei como absolutamente no teocrático, y esto a pesar de que Agustín en la controversia donatista da a entender, en particular en su Carta 93 dirigida al obispo Vicente, un posible uso en este sentido. Es este “uso” lo que explica la historia del “agustinismo político”, por lo que, como explica perfectamente Gilson, «en sus sucesores se afirmó una tendencia doble y complementaria. Por un lado, al olvidar éstos la visión apocalíptica de la Jerusalén celeste redujeron la Ciudad de Dios a la Iglesia, que en la auténtica perspectiva agustiniana era sólo la parte “peregrina”, que obra en el tiempo reclutando ciudadanos para la eternidad. Por otro, se afirmó cada vez más la tendencia a confundir la ciudad terrenal de Agustín –ciudad mística de la perdición– con la ciudad temporal y política. Desde este momento el problema de las dos ciudades se convierte en el problema de los dos poderes, el espiritual de los papas y el temporal de los Estados o de los príncipes»4.
Ahora bien, en la salida de este encajonamiento y en cómo se delinean los tres puntos indicados arriba está, como dije, la actualidad presente de la postura agustiniana. Vuelve de nuevo a ser comprensible en todo su valor el significado de la civitas Dei como lugar de la gracia. Esta percepción resulta clara en el ocaso de la identificación entre naturaleza y gracia que Romano Guardini, en El final de la época moderna, define la «deslealtad moderna», la indebida apropiación de contenidos y valores que sólo la presencia y la acción de lo sobrenatural puede mantener vivos y auténticos. Y resulta clara también porque desaparece la identificación entre ciudad ideal y ciudad política que distingue tanto el sueño teocrático medieval como, en un orden diferente, la utopía moderna, cuyo modelo surge, a finales de la Edad Media, gracias a la secularización de la noción de “edad del Espíritu” tal y como la afirma la teología de la historia de Joaquín de Fiore5.
La comprensión de la peculiaridad agustiniana lleva a la reflexión sobre el cristianismo a una situación que precede a la Edad Media, a la condición de la Iglesia de los comienzos. Agustín, como escribe Ratzinger, «tomó prácticamente como base la situación de la Iglesia de las catacumbas cuando proyectó su especificación de la relación entre Iglesia y Estado. La Iglesia no aparece todavía como elemento activo de esta relación, la idea de una cristianización del Estado y del mundo no pertenece absolutamente a los puntos programáticos de san Agustín»6. Esto, sin embargo, no significa indiferencia por el mundo y, en particular, por la res publica; antes bien, significa que «su doctrina de las dos civitates no mira ni a eclesializar el Estado ni a estatalizar la Iglesia, sino que en medio de las leyes de este mundo, que son y han de seguir siendo leyes mundanas, aspira a hacer presente la nueva fuerza de la fe en la unidad de los hombres en el cuerpo de Cristo, como elemento de transformación, cuya forma perfecta será creada por Dios mismo, una vez que esta historia haya alcanzado su fin»7. De este modo Agustín no se preocupa de elaborar una constitución cristiana del mundo, la idea de una “cristiandad”. «Aquí no está permitido abandonarse a ninguna ilusión: todos los Estados de esta tierra son “Estados terrenales” incluso cuando los rigen emperadores cristianos [...]. Son Estados de esta tierra y por tanto “terrenales”, y ni siquiera pueden convertirse de hecho en algo diferente. En cuanto tales son formas de legislación necesaria de esta época del mundo y es justo preocuparse por su bien»8.
Los restos arqueólogicos del baptisterio de San Giovanni alle Fonti tal como quedaron tras las excavaciones de 1996; se nota la forma octagonal de la pila, repetida en el perímetro exterior del edificio

Los restos arqueólogicos del baptisterio de San Giovanni alle Fonti tal como quedaron tras las excavaciones de 1996; se nota la forma octagonal de la pila, repetida en el perímetro exterior del edificio

Está claro que un planteamiento semejante atrae la atención en un momento en que el ideal que ha caracterizado al catolicismo posbélico, el de una “nueva cristiandad”, ulterior y diferente de la medieval, da señales inequívocas de consumición y desgaste. Apenas se trata del cambio de una versión excesivamente optimista del elemento político –de la democracia como naturaliter cristiana– a una más pesimista; desde un perspectiva confiadamente jurisnaturalista a otra embebida de Realpolitik, de Tomás de Aquino a Agustín visto como precursor de Maquiavelo y Hobbes9. Si la actualidad de Agustín dependiera simplemente de esto, su contemporaneidad coincidiría con el revés que ha sufrido la presencia de los católicos en la política, con el abandono de un testimonio ideal en el ámbito de lo público. Frente al “agustinismo medieval” tendríamos, pues, el agustinismo espiritualista como clave de la derrota del catolicismo político de los últimos decenios. En realidad, volver a san Agustín puede tener un significado real y no meramente ideológico solamente si esto permite una crítica a la determinación excesiva del momento político, el valor de admitir la imperfección sin elevarla a ideal y, juntamente, la conciencia de la diferencia de la civitas Dei respecto a la res publica. Agustín lleva esta diferencia hasta el punto de magnificar abiertamente las virtudes cívicas que hicieron grande a Roma: «Mostrando, por medio de la opulencia y la gloria del imperio romano, todo lo que pueden dar las virtudes cívicas, incluso separadas de la verdadera religión, Dios pretendía demostrar que ésta hace a los hombres ciudadanos de otra ciudad, donde la verdad es reina, la caridad, ley, y cuya duración es eterna». La nueva ciudad creada por la gracia, que vive en sus habitantes mezclada con la ciudad terrenal, no necesita, para mostrarse, el naufragio de las 9543763">, mediante testimonios vivos y profundos se hace posible el milagro de un cambio. El tiempo, por tanto, de una comunidad cristiana que sabe que «no tiene patria», «comunidad de extranjeros, que acepta y usa las realidades terrenas, pero que en ellas no está en su casa»10; de una civitas que, fuera de la imagen clerical de fortaleza asediada, desgastada por el conflicto con el poder, sabe percibir la condición de los comienzos: «cristianismo que sigue pensando cara a los espacios ilimitados de las gentes y que tiene todavía la esperanza de la salvación del mundo»11.


Notas
1 R. Niebhur, Christian Realism and Political Problems, Nueva York, 1953 (sobre Niebhur, estudioso de Agustín cfr. G. Dessì, Niebhur. Antropologia cristiana e democrazia, Roma, 1993); M. Borghesi, “Cristianismo e democrazia in Reinhold Niebhur”, en Il Nuovo Areopago, 1 (1994), pp. 31-42; É. Gilson, Les métamorphoses de la cité de Dieu, París, 1952; S. Cotta, La città politica di sant’Agostino, Milán, 1960; J. Ratzinger, Volk und Haus Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche, Ismaning, 1971; J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter, Munich, 1971.
2 L. Storoni Mazzolani, Sant’Agostino e i pagani, Palermo, 1987, pp. 93-94.
3 Para esta distinción y, en particular, para la diferencia entre Orígenes y Agustín, cfr. J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter, op. cit.
4 É. Gilson, Les métamorphoses de la cité de Dieu, op. cit.
5 Cfr. A. Crocco, “Il superamento del dualismo agostiniano nella concezione della storia di Giocchino da Fiore”, en AA. VV., L’età dello Spirito e la fine dei tempi in Giocchino da Fiore e nel gioachimismo medievale, S. Giovanni in Fiore, 1986, pp. 143-161. Sobre la diferencia entre el modelo agustiniano, que presupone las dos civitates, y el joaquinista, que lleva a la unificación de Iglesia y sociedad en una única ciudad, cfr. M. Borghesi, “L’età dello Spirito e la metamorfosis della città di Dio”, en Il Nuovo Areopago, 4 (1994), pp. 5-27 (todo el número, con artículos de J.-R. Armogathe, G. Contri, C. Dalmasso, N. Grassi, M. Vallicelli, está dedicado a la comparación entre Joaquín de Fiore y Agustín). Sobre la secularización de la tercera edad joaquinista, cfr. H. De Lubac, La posterité spirituelle de Joachim de Fiore, 2 vol. París, 1979-1981 (tr. esp., La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, 2 vol. Ediciones Encuentro, Madrid). Sobre la transformación de la ciudad de Dios agustiniana a lo largo de la época moderna véase É. GILSON, Les métamorphoses de la cité de Dieu, cit.
6 J. Ratzinger, Volk und Haus Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche
7 J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter, cit.
8 Ibidem
9 En esta línea se sitúa la revalorización de Agustín realizada por R. Esposito, Nove pensieri sulla politica, Bolonia, 1993.
10 J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter, cit.
11 H. U. Von Balthasar, Rechenschaft, Einsiedeln, 1965.


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