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REPORTAJE DESDE TÚNEZ
Sacado del n. 10/11 - 2009

Cristianos en las tierras del Corán

«Inter prospera humiles et inter adversa securi»


El hilo conductor de los distintos momentos de la presencia de los cristianos en Túnez parece ser la intermitencia y precariedad así como la dependencia de factores externos. De este modo es más fácil pedir que nos conserve humildes en la prosperidad y tranquilos en la adversidad


por Gianni Valente


La grandeur de la Catedral, asomada al caótico ir y venir de Place de l’Indépendance, causa siempre cierta impresión. Las dos torres trepan al cielo de Túnez, lejos del ruido de los cláxones y de las terrazas de los bares del cruce entre Avenue Bourguiba y Avenue de France, muy por encima de las palmas de los jardines, de las banderas colgadas en las farolas y de los retratos del presidente Zine El Abidine Ben Alí. Dentro de ella, también los nichos con las imágenes y las estatuas de los santos, los mosaicos de los papas nacidos en Túnez, los capiteles, el altar mayor dan la sensación de una antigua grandeza.
Cuando fue definitivamente consagrada, en 1953, funcionaba ya desde hacía casi sesenta años. Y precisamente esos decenios de ejercicio provisional, fueron para la gran iglesia inacabada, siempre en obras, los años de las misas solemnes con miles de fieles, de las procesiones, de los coros, de los comités para las fiestas, de los predicadores que llenaban las naves.
Hoy, esas mismas naves parecen desproporcionadas para los pocos que van llegando uno a uno y van a sentarse en la pequeña capilla del Santísimo, para la misa vespertina diaria. Distintos idiomas, diferentes edades, diversos colores de piel. Con la liturgia celebrada en francés y en italiano. En el último banco está el obispo Maroun, que reza en voz baja el breviario.

La Catedral de San Vicente de Paúl en Túnez [© Corbis]

La Catedral de San Vicente de Paúl en Túnez [© Corbis]

De Agustín a los esclavos de Occidente
Ahmed se mueve con la familiaridad de quien es de casa por las varias zonas de la gran área arqueológica de Cartago, en su Renault Mégane. Y en esa llanura costera marcada por las obras de hombres de épocas distintas y lejanas, entre las termas monumentales y los puertos romanos, sabe encontrar los rincones más recónditos relacionados con los nombres y las historias familiares a la memoria cristiana común. Hace años que con su agencia de turismo TunisAurea colabora con las sugestivas peregrinaciones organizadas por el tour operator Brevivet guiando a grupos de turistas acalorados tras la huellas de san Agustín, o en busca de las antiguas diócesis del Africa vetus, cruzando a veces la frontera con Argelia para llevarles hasta el yermo de Charles de Foucauld. Le gusta mostrar el anfiteatro romano donde Perpetua y Felícitas hallaron el triunfo del propio martirio, y los restos de la Basílica de San Cipriano donde Agustín dejó a su madre Mónica llorando y rezando, mientras él se embarcaba hacia Roma desgarrándole el corazón (pero «no es posible que se pierda un hijo de tantas lágrimas», le diría un día san Ambrosio). Tampoco se olvida de enseñar las ruinas de la Domus Caritatis, la sede del primado de Cartago «que en aquella época era más importante que el Papa». Como musulmán, habla con cariño y sin énfasis de «nuestra Iglesia tunecina». No parece buscar frases complacientes, ni siquiera cuando con sencillez define a monseñor Maroun «mi obispo».
Había trecientos cincuenta obispos en el África del norte del siglo IV. Y en el año 430 eran ya setecientos. Según los islamófobos de hoy, la desaparición de esa cristiandad floreciente habría que ponerla en la cuenta de los antepasados de Ahmed, los conquistadores árabo-islámicos del siglo VII, y de los indígenas bereberes que se unieron a la nueva religión. Pero juegan con los números y se olvidan algunas cosas. Tales como el cisma donatista que, siglos antes de Mahoma, en tiempos de Agustín, tenía tantos obispos como la Iglesia católica; y luego la herejía arriana impuesta por la conquista de los vándalos. Por no hablar de las poblaciones bereberes que nunca abrazaron la fe en Jesucristo, pues la identificaban con la indigesta pax imperial romana. Si en Túnez y en el resto del Magreb no hay traza de las Iglesias autóctonas de origen apostólico que en Egipto y en los países árabes de Oriente Próximo han atravesado hasta ahora siglos de civilización islámica, quizás esta ausencia más que con el islam tiene que ver precisamente con el impacto que tuvo en el África tardoantigua el gran equívoco de los donatistas, los cuales olvidaban que los sacramentos son del Señor y no propiedad de la Iglesia.
Los estudios históricos con menos prejuicios desmienten el cliché de la desaparición definitiva y total del cristianismo en tierras tunecinas después de la conquista islámica. Siempre ha quedado algo, en las peripecias a menudo paradójicas de la historia. Cuando en el siglo XI llegaron los normandos, los cristianos de la estratégica ciudad de Mahdia hicieron frente común con los musulmanes, que encontraron refugio en las iglesias de la ciudad costera para huir de las incursiones de los invasores que venían de Sicilia. Las crónicas locales registran en el siglo XIV la existencia de aldeas cristianas en los oasis de Nefzawa, Gafsa y Nefta. Y ya mucho antes, hubo quien llevó el nombre de Cristo a las tierras de la actual Túnez siguiendo las sendas tortuosas de las contingencias históricas y sociales. Son los comerciantes provenzales, los artesanos sicilianos, los marineros genoveses que levantan iglesias y capillas en sus bases de Túnez, Bizerta, Sfax, Gabès o Yerba. Son los dominicos españoles que en 1250 abren en Túnez un Centro de estudios árabes. Son los soldados de la Guardia Franca al servicio del bey, el soberano vasallo de la Sublime Puerta que gobernaban la Túnez otomana. Son sobre todo los bautizados que acabaron como esclavos en las tierras sometidas a él. Sólo en Túnez, durante la edad de oro de la piratería, había por lo menos once mil, encerrados en trece “baños” con sus iglesias y capillas donde oficiaban sacerdotes, también ellos esclavos. De esta realidad san Vicente de Paúl tomará pie para las misiones sui generis de sus sacerdotes en tierra tunecina: expediciones anuales realizadas con el fin de rescatar pagando dinero a esclavos cristianos o para sostener espiritualmente a los que quedaban y evitar el peligro de la apostasía. Por esta obra, el padre Jean Le Vacher morirá mártir, atado a la boca de un cañón. Pero hay también periodos tranquilos, en que a los sacerdotes y esclavos cristianos se les permite rezar y cantar en procesión durante las fiestas solemnes.

Plaza de la Victoria, en la medina de Túnez <BR>[© Eyedea/Contrasto]

Plaza de la Victoria, en la medina de Túnez
[© Eyedea/Contrasto]

El sueño de Lavigerie
«Sine dubio post Romanum Pontificem primus archiepiscopus Nubiae et totius Africae maximus metropolitanus est carthaginiensis episcopus». La inscripción latina que corona las naves de la Catedral de San Luis, en la colina-acrópolis de Byrsa, repite el pasaje clave de la bula con la que León IX (1049-1054) confirmó Cartago como sede primada de toda África. Reconocimiento que llegó fuera del tiempo máximo, visto que la cristiandad norteafricana de la que hablaban Cipriano, Agustín y Fulgencio había desvanecido hacía siglos. Pero en vísperas del siglo XX, en los años del protectorado francés, Charles Allemand Lavigerie, fundador de los Padres Blancos, arzobispo de Cartago desde 1884 y futuro cardenal, retomó el gran sueño eclesial centrado en sgos sobre todo franceses injerta en tierra tunecina toda la amplia gama de devociones y obras que florecen en la madre patria. Capillas, colegios, hospitales, seminarios, Conferencias de San Vicente y grupos de la Acción católica. En los años veinte del siglo pasado, llevan a cabo su apostolado en territorio tunecino más de mil religiosos y religiosas. Y además dispensarios, bendición de las voitures, concursos para artistas católicos, scouts, veladas de “teatro católico”, procesiones de 10.000 peregrinos hasta la Catedral de la acrópolis cartaginesa. No faltan las peregrinaciones a Roma, con el bey que manda sus saludos al Papa pidiéndole oraciones para Túnez. E incluso movilizaciones culturales en nombre de la libertas Ecclesiae: «No debemos tolerar más», escribe la revista Tunisie catholique en 1922, «que nuestra religión, después de veinte siglos de historia gloriosa, siga siendo considerada como un hecho individual y privado sin ninguna influencia en la vida del país, en las costumbres y en las leyes». Y no se la toma con los musulmanes, sino con las políticas anticlericales exportadas hasta allí por gobernantes y militantes de la laicidad a la francesa.
La civilización católica francesa en territorio tunecino celebra sus fastos siguiendo paso a paso dinámicas y convulsiones de la catolicidad de origen, permaneciendo sustancialmente una sociedad ajena, impermeable al mundo árabe musulmán en el que vive. En 1933 se levanta una estatua de Lavigerie bendiciendo en la plaza de entrada a la medina, justo de frente a la escuela coránica. En cambio, los católicos italianos (en su mayoría sicilianos) y sus sacerdotes –lo señala varias veces el misionero François Dornier en el hermoso libro Les catholiques en Tunisie au fil des jours– aprenden el árabe y se mezclan con la gente del lugar. Pero hacia el final de la guerra, los conflictos que desgarran a las naciones de la Europa llamada cristiana quitan énfasis e impulso a las narraciones sobre el fervor de la vida eclesial en esas tierras de ultramar.
En 1948 las hostias que se distribuyen durante las misas son un millón doscientas mil. Unos años después, todo este mundo parece desvanecerse. En 1956, cuando el Túnez rebelde de Habib Burguiba logra la independencia nacional, la estatua de Lavigerie a la entrada del zoco de Túnez fue quitada inmediatamente. Símbolo religioso de la élite colonial barrida por la historia. Emblema de un pasado que de todos modos no es liquidado en bloque con una condena sumaria en la memoria de los tunecinos. «Para nosotros la Iglesia de entonces era la de los sacerdotes que bendecían a los soldados y fuerzas de ocupación, con sus represalias. Pero las monjas no, esas eran buenas, ayudaban a la gente del pueblo. A ellas, también entonces, las queríamos», dice hoy el tour operator Ahmed, buscando en sus recuerdos de muchacho distinciones más que nunca elocuentes.

El alminar de la Mezquita en la ciudad vieja de Túnez [© Corbis]

El alminar de la Mezquita en la ciudad vieja de Túnez [© Corbis]

Sin pretender nada
Los europeos, que en todo el país habían alcanzado en 1956 la cifra récord de 270.000, tres años después se reducen a 70.000. Una encuesta interior de 1964 registrará en todo el territorio menos de ocho mil católicos practicantes. Este mismo año la Santa Sede y el Estado tunecino firman el modus vivendi con el que se restablece, sobre nuevas bases, la relación entre la Iglesia católica y Túnez independiente. El efecto más patente es la cesión al Estado tunecino de gran parte de los bienes inmuebles eclesiásticos. De las cien Iglesias presentes en el ex protectorado francés, son desconsagradas más de noventa. Hoy mismo también las amplias naves de la gran Catedral de San Luis en Cartago se utilizan para conciertos y exposiciones de pintura.
Para los que se quedaron –obispos, sacerdotes, religiosos, laicos– los años que siguieron a la independencia tunecina fueron dramáticos. Años de tentativas a veces algo abstractas y verbosas de explicarse lo que había pasado con un esfuerzo de análisis y de autoconciencia. Pero también hay muchos que abrazan la nueva condición de pobreza; trabajando en silencio, sin revanchas ni complejos. Como viene. Con un corazón y una mirada a veces más puros. En un país árabe de mayoría islámica que poco a poco va desplegando todas sus anomalías, con legislaciones de impronta laicizante, donde las mujeres tienen derecho de voto y pueden abortar en los hospitales ya desde los años cincuenta, y también las mezquitas y las escuelas coránicas deben respetar la laicidad del espacio público.
Si existe un hilo conductor que atraviesa los distintos momentos de la presencia cristiana en Túnez, es el de la intermitencia y la precariedad. Una incapacidad de “echar raíces”, una dependencia de factores externos –como las vicisitudes imprevistas de la historia, o la distancia turísticamente aprovechable desde Europa– que a veces engrosan el río y a veces lo reducen a un riachuelo perdido en el desierto. Como en los tiempos de la Iglesia del siglo XVII, hecha de comerciantes levantinos y de esclavos. Como fue evidente en los años noventa del siglo pasado, cuando para contar los bautismos celebrados de año en año en todo el país bastaban los dedos de una mano, mientras que en los años veinte eran más de tres mil.
Quizás también por esto el obispo Maroun no parece preocupado. Está abierto con confianza a los imprevistos. Como el traslado a Túnez del Banco africano de desarrollo, que en los últimos años ha traído centenares de familias africanas a su diócesis, que ahora le llenan la Catedral durante la misa del domingo. Y luego está la llegada y el paso de estudiantes africanos, cristianos mediorientales, y los millones de turistas occidentales que cada año desembarcan en Túnez, Yerba, Tabarka, Hammamet… «Esta es precisamente la Iglesia católica», dice riendo de esos muchos o pocos desarraigados, mezcla de gente diversa, individuos y familias que van y vienen, que van de paso o se detienen aquí siguiendo las rutas a veces tortuosas de sus propios intereses vitales. Como palestino de Jordania conoce a los beduinos y sabe muy bien que las tiendas ligeras son más apropiadas para la vida del desierto y la movilidad del mundo global. Como cristiano ha aprendido que no se “funda” una Iglesia como se hace con las casas, las sociedades anónimas, las asociaciones culturales, los partidos. No se “planta” como se plantan los árboles, o los pilones de hormigón. Sabe muy bien que a él no le van a construir estatuas ni monumentos. Y se sorprende pensando que todo esto es quizás una situación favorable para repetir las palabras de su conterráneo Agustín: «Tutiores vivimus si totum Deo damus». Vivimos más seguros, si confiamos todo en el Señor.


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