El valiente padre Martina
Giulio Andreotti
El padre Giacomo Martina con un ejemplar de su último libro, Storia della Compagnia di Gesù in Italia (1814 -1983), editado por Morcelliana
Efectivamente, en la reconstrucción de este largo período, desde el relanzamiento tras su supresión hasta el “generalato” del padre Arrupe, la historia se desarrolla entre grandes acontecimientos (como las relaciones entre la curia de los jesuitas y el Vaticano) y actitudes de algunos padres dentro y fuera de la orden; todo ello sin salirse de la precisión y serenidad que caracterizan a este gran historiador.
Como fondo tenemos un análisis de la continua búsqueda de puntos de encuentro entre la modernidad y la tradición. El guardián intransigente y algo cerrado de esta última es el Superior General Janssen, mientras que con el padre Arrupe –tras el shock de las bombas nucleares de Hiroshima– el salto de calidad quizá superó ciertos límites.
Me he leído con creciente atención las cuatrocientas veintisiete páginas adoptando tres puntos de vista: el debitum que tengo hacia la Compañía por mi formación; sus relaciones con la política; las características de algunos padres a los que se les puede echar en cara muchas cosas.
La escuela –por mi status de huérfano de guerra– la hice en colegios públicos. Un día le pude decir a Fidel Castro, acreditando su sutileza dialéctica, que me ganaba porque él había estudiado con los jesuitas. Pero los padres me dieron tres ayudas en mi formación. La primera en la Liga misionera de estudiantes, donde, a parte de la admiración y el estupor por las Iglesias lejanas, se aprendía a conocer el mundo auténtico, mucho más allá de los textos de geografía, con ribetes de verdadera especialización. A cada uno de nosotros se nos daba un área sobre la que teníamos que responder al finalizar el año. De este modo, cuando, tras la guerra, Indochina se convirtió en un problema espinoso, yo pude dejar a todos boquiabiertos recurriendo a una tesina mía de 1936.
De la Liga misionera recuerdo también convenios hermosos en Mondragone y en L’Aquila, dirigidos por el padre Haeck, por el padre Eugenio Pellegrino (a quien no hay que confundir con su hermano gemelo Francesco) y por el excelente profesor Enrico Medi.
La casa generalicia de la Compañía de Jesús, en el barrio de Santo Spirito, cerca de la basílica de San Pedro, y la estatua de Jesús dentro del jardín
Para ayudar a monseñor Colonna venían de la Universidad Gregoriana algunos profesores. Recuerdo al padre austriaco Luigi Naber y al italiano Agostino Tesio. Cuando murió monseñor Colonna, ocupó su lugar el padre Giampietro: culto y muy pastoral.
En la Mater Amabilis no existían tendencias políticas. Monseñor Colonna nos contaba dos curiosos detalles de la Conciliación de 1929 en Italia. Había sido él, experto en matemáticas, quien llevó las cuentas de la indemnización que había sido rechazada tras los acontecimientos de Porta Pía y que en aquel momento pagó Italia. También había participado en la ceremonia del Palacio lateranense, siendo el encargado de pasar el secante sobre la firma de Gasparri y Mussolini.
En una congregación cercana, la Prima Primaria, en el Caravita, la infiltración de los comunistas católicos fue profunda, hasta el punto de que echaron de la Compañía al padre Giuliano Prosperini.
El tercer elemento decisivo para mí fue el contacto con algunos padres, comenzando, siendo yo muy joven, por el padre Garagnani, en sus estupendas conferencias, hasta los encuentros –algunos muy intensos y a veces polémicos– ligados a las vicisitudes de mi larga vida pública.
Cuando era un muchacho, un jesuita que me había conocido en Anagni, adonde yo iba de excursión desde Segni con Angelo Felici y Vincenzo Fagiolo (futuros cardenales) trató de atraerme a la Compañía. Pero a mí no me iba el celibato eclesiástico, y el padre Bitetti, provincial romano, enseguida se dio cuenta de que no había nada que hacer y abandonó su idea de llevarme a Galloro. En la Compañía sí que entraron, más o menos en aquel período, Bortolotti, Pappalardo y Davanzali, que luego desarrollaron su ministerio de manera espléndida. Una vocación tardía, que había nacido en la Liga misionera, fue la de Felice Ricci, cuyas exhortaciones –muy sencillas con respecto a las que yo había escuchado de los padres Venturini y Miccinelli– despertaban simpatía y propósitos de vida.
Durante el bachillerato dominaba entre los profesores una actitud no excesivamente favorable a los jesuitas, con la excepción –como grecista– del estupendo padre Rocci y de su vocabulario. Se hacían alusiones críticas a los acontecimientos del “Risorgimento” italiano, poco profundas, pero muy recurrentes.
Sobre el asunto volví mucho más tarde, profundizando con la lectura de la obra fundamental del padre Martina en la figura de Pío IX. El padre ha vuelto sobre el tema también en el ensayo que estoy tratando. Aquí se narra que poco antes de la caída de Porta Pía el Papa le dijo al enviado real, el conde Ponza: «Ni soy profeta ni hijo de profetas, pero yo les digo que no entrarán, o si entran no se quedarán». No sé si la previsión puede ponerse en relación –sólo que muchos años después– con el fin del sistema monárquico en Italia setenta y seis años después. De todos modos, el Quirinal no le fue propicio a la casa real. Vittorio Emanuele II murió antes que Pío IX, cuando sólo tenía cincuenta y siete años; Umberto I fue asesinado; Vittorio Emanuele III y Umberto II murieron en el exilio. Esto fue todo.
Del conde Ponza se dice que tenía un hermano jesuita, Alessandro; también subraya esta característica del garibaldino Nino Bixio: su hermano Giuseppe fue apóstol activo en California y en Australia. Son notas de este tipo lo que le otorgan atractivo y vivacidad a la prosa del padre Martina.
Pero al papa Mastai Ferretti se le debe también la fundación de La Civiltà Cattolica; la compleja y dinámica revista oficiosa (las galeradas las revisa la Secretaría de Estado) recorre dos siglos de extremo interés. La oposición inicial al gobierno italiano, que había usurpado una parte del Estado Pontificio durará, pero con una sintomática ondulación del tono, mucho después de la toma de Roma por los piamonteses. El colegio de redactores de la revista no es proclive a arriesgarse demasiado; lo hizo sólo una vez, en octubre de 1922, frente al nuevo gobierno de Mussolini, que en principio no le disgustaba al Papa que venía de Milán. El venerando director, el padre Rosa, mantuvo por lo demás todas sus reservas, hasta el punto de que fue considerado por los fascistas un enemigo al que había que tener bajo vigilancia especial. Dentro de poco veremos la compensación con su hermano de hábito, el padre Tacchi Venturi.
Sin embargo, siempre se mantuvo cierta autonomía de opinión. Atraído, por ejemplo, por el corporativismo se mostró durante mucho tiempo el padre Brucculeri, pero siempre con cuidado de no hacer causa común con los propagandistas del Ventenio.
También en las polémicas doctrinales La Civiltà Cattolica dio voz no tanto al pensamiento de la Compañía, sino más bien a las directrices del Vaticano (ojo: que no siempre coincidía con la persona del Papa, como es evidente en el caso del controvertido abad Rosmini).
Con el padre Rosa me entrevisté sólo una vez para hablarle de un problema universitario. Daba ternura debido a una neuralgia del trigémino que le atormentaba, pero me atendió muy bien y me dio excelentes consejos para afrontar a los católicos comunistas sin llegar a las satanizaciones ni a los ostracismos personales. Al padre Rosa le siguió el padre Rinaldi, y luego el padre Martegani, finísimo diplomático y perfecto sacerdote. En varias ocasiones medió en la intransigencia que se quería desde arriba para con los políticos italianos de parte católica y la inteligente comprensión de las situaciones difíciles, vistas de cerca. Al padre Martegani se le debe la próvida novedad del traslado a Villa Malta, sede de gran prestigio y de excelentes posibilidades de recogimiento en pleno centro de Roma. Pasó luego a la curia generalicia en la que desarrolló tareas importantes. Lo extraordinario de todo ello es la diversidad de los directores. El padre Sorge, por ejemplo (no conocí al padre Gliozzo), se preocupaba de no invadir el terreno político, pero de hecho se dedicó a su manera a preparar el “después” de una Democracia Cristiana que veía resquebrajarse. Sus contactos personales eran intensos. Un personaje notable –Giovanni Spagnolli, ex presidente del Senado– tras pedirle consejo decidió retirarse de la vida política. Yo mismo, en un coloquio que tuve con él en Villa Malta, tuve la impresión de que me estaba sugiriendo a mí también lo mismo. No lo seguí, y quizá hice mal. Otros muchos no habrían malgastado luego tantos esfuerzos en intentar echarme.
Tras el brevísimo pontificado de Juan Pablo I (que pensaba nombrarle sucesor suyo en Venecia; la fuente es segura), el padre Sorge abandonó Roma y fue destinado a Palermo, donde trató de prestar su ayuda al nuevo rumbo de la política italiana. Pero Sicilia es una región especial, no sólo por ser autónoma. La misma comunidad local, aunque pequeña, veía contraponerse los corifeos de dos tendencias opuestas. El padre Noto, director de un Centro de estudios sociales moderado, era muy amigo de Salvo Lima; el padre Pintacuda, por su parte, estaba al frente, con Leoluca Orlando, del grupo de oposición progresista, por lo menos en las declaraciones, de la Democracia Cristiana. Sin decantarse abiertamente por ninguna de las dos partes, el padre Sorge empezó a trabajar por una tercera vía, acercándose a los llamados independientes de izquierda; pero al cabo de algunos años se trasladó a Milán para dirigir Aggiornamenti Sociali. Desde entonces ha promovido estudios sobre las experiencias vividas y también ha dado vida a una reflexión sobre un nuevo modo de plantearse la política, según un esquema esbozado a grandes líneas y con el propósito de elaborarlo paulatinamente.
Tras el padre Sorge fue llamado para dirigir La Civiltà Cattolica el padre Tucci, persona con don de gentes y políticamente extra partes. En los nuevos rumbos de la Iglesia, con los viajes apostólicos del Papa, se requerían colaboradores de clase para la preparación, tanto organizativa como cultural. Para lo primero fue propuesto el obispo americano monseñor Marcinkus (que más tarde se vería envuelto, injustamente creo yo, en polémicas parabancarias vaticanas y ahora es ejemplar párroco en Arizona). El padre Tucci –ahora cardenal, residente en Villa Malta– con gran finura y apertura hacia las características de los países visitados y las jerarquías locales, se ocupaba de la preparación intelectual y política de las visitas papales.
Una ilustración de Achille Beltrame que representa a Pío XI con Benito Mussolini en una audiencia del 11 de febrero de 1932; a la derecha, la firma de los Pactos Lateranenses el 11 de febrero de 1929
Un segundo aspecto del libro del padre Martina concierne la relación de los jesuitas con la evolución y las involuciones de la política italiana, incluida la segunda posguerra. Los nuevos tiempos liberaban a los padres tanto de la implicación secular en cuestiones opinables, como la atormentada polémica postemporalista, como de condicionamientos a veces acrobáticos en un sistema italiano dictatorial. Había que prestar benévola atención al partido político de los católicos declarados, pero nada más. Aquí se encuadra el tema de la actitud de Pío XII hacia De Gasperi. En una recensión a un libro mío, el padre Martina observaba que yo trato de quitarle hierro al asunto; quizá sea verdad, por mi afecto hacia el presidente y al mismo tiempo mi gran devoción por el papa Pacelli, y además para contrarrestar además las muchas e injustas críticas que se le siguen haciendo.
Sobre las elevadas dotes morales de la persona de De Gasperi el juicio admirado de Pío XII quedó patente en las palabras que le dirigió en la audiencia con motivo de los veinte años de la Conciliación, que él mismo escribió cuidadosamente. Sin embargo, al Papa no le gustaba la colaboración gubernamental con los laicistas declarados, así como tampoco consideraba suficiente el anticomunismo democrático. Por las cartas del entonces monseñor (luego cardenal) Pietro Pavan, que desarrolló ante De Gasperi una misión que le había confiado el Papa en 1952, sabemos que se le pedían explicaciones del porqué no habíamos actuado como los alemanes declarando ilegal al Partido Comunista. En este contexto se encuadra la bendición papal a la impróvida Operación Sturzo, también en 1952. Se había pensado en despolitizar las elecciones administrativas de Roma haciendo confluir en una anónima lista de gente de orden a democristianos, monárquicos y misinos [del Movimiento Social italiano]. Además del escaso interés de la propia derecha, el apoyo del Papa fue inmediatamente retirado cuando pude hacerle llegar –a través de la fiel madre Paschalina– un apunte sobre las consecuencias desastrosas que tendría el asunto para el futuro del gobierno De Gasperi. Hablaré luego del papel que tuvo en este lío el padre Riccardo Lombardi, sobre quien Martina manifiesta opiniones muy severas.
El año siguiente, 1953, De Gasperi entró en crisis por el abandono de sus aliados históricos, hacia los cuales el electorado se había mostrado, usando la expresión de Saragat, “cínico y tramposo”. Este octavo gobierno De Gasperi fue sustituido por el monocolor de Pella, que pasó en el Parlamento con el apoyo de los monárquicos, que antes se lo habían negado a De Gasperi. Aquí entra en juego como asesor político el padre Giuseppe Messineo, no sólo panegirista del nuevo primer ministro, sino fustigador en un duro artículo de toda la política degasperiana.
De Gasperi había compartido la idea de Einaudi de darle el gobierno al ministro del Tesoro, en una línea casi técnica. También quería que yo siguiera en el Ministerio del Interior, como señal de continuidad. Alrededor de Pella, sin embargo, se formó una coalición extraña, que clamaba a diario por un hombre fuerte: el entusiasmo estalló cuando el gobierno mandó tropas a la frontera oriental tomándose en serio una noticia de agencias que atribuía al mariscal Tito intenciones agresivas. Por desgracia, en la trampa también cayó el ministro de Defensa Taviani, haciendo que le apoyara el danuncianismo de Pella en aquellas jornadas, que tuvieron su momento culminante en un discurso en el Capitolio que suscitaba un peligroso despertar del nacionalismo itálico. De Gasperi pidió en vano que por lo menos se anunciase la decisión de presentar al Parlamento la ratificación del Tratado para la Comunidad Europa de Defensa.
Semanas más tarde estalló un enfrentamiento entre el gobierno y los dos grupos parlamentarios democristianos. Pella quería hacer un reajuste de gobierno y nombró como ministro de Agricultura a Aldisio: democrático perfecto y artífice del Estatuto de autonomía de Sicilia. De hecho, la decisión parecía ser la antítesis, o por lo menos, un correctivo para la política reformadora de Segni: de ahí el veto democristiano, agravado por una toma de posición del Quirinal, que se oponía a grupos parlamentarios sin tener en cuenta que en sus manos estaba la “confianza”, el derecho a excluir candidaturas.
Pella actuó con realismo y no adoptó ninguna actitud rígida, pese a que el padre Messineo le aconsejaba «no cejar, porque al final tendrán que venir de rodillas a pedir perdón». Los laberintos de la vida política son complejos, y a veces incomprensibles incluso para quien la vive desde dentro. Como improvisado asesor del príncipe, el buen padre Messineo ejerció una influencia perniciosa. Mientras tanto, quienes socavaban al gobierno técnico no eran De Gasperi ni los diputados y senadores democristianos, sino los ex aliados gubernamentales de la DC arrepentidos de haber salido del escenario tras hundir a De Gasperi. Sin embargo no hicieron mella en éste, mientras que en el proyecto de restauración del cuadripartido –numéricamente posible, aunque con estrechos márgenes– trabajó intensamente Mario Scelba, quien en un discurso pronunciado en Novara aplicó fuego a la mecha. De Gasperi no había sido avisado y no compartió la maniobra. Atribuirle a él la liquidación de Pella es históricamente un error. De todos modos, Scelba, que en realidad fue tratado mal en julio de 1953 (se le cambiaba del Ministerio del Interior al de Defensa, cosa que rechazó), no se benefició enseguida de la liquidación de Pella. El resentimiento dentro de la DC hacia Saragat y hacia todos los que habían hundido a De Gasperi era muy fuerte. Eran muchos los que se preguntaban cómo era que los antiguos aliados arrepentidos no facilitaban el regreso de De Gasperi al frente del gobierno (estado de ánimo en parte cierto, pero era sobre todo un pretexto). Así fue como se le encomendó a Fanfani la formación de un gobierno monocolor, que, según asesores poco atentos, conseguiría la no beligerancia tanto de los monárquicos como de los socialistas. Con gran sorpresa y preocupación por mi parte, Fanfani me llamó al Ministerio del Interior, y fue a De Gasperi a decirle que me convenciera a aceptar.
Fanfani, hombre de un dinamismo extraordinario, introdujo la novedad de presentar conjuntamente el gobierno y los proyectos de ley de aplicación del programa. Pero los apoyos que le habían llegado resultaron inconsistentes. Pocas horas antes de su discurso programático fui a hablar con él para decirle que estaba contento de haber aceptado, porque si no él podía creer que yo no quería compartir la derrota. Se asombró de mi pesimismo, y yo le dije que si la información que yo tenía del fracaso resultaba inexacta quería decir que no me merecía no sólo ser ministro del Interior, sino ni siquiera diputado. No sé quiénes le habían garantizado su apoyo; sé que durante los días anteriores había mantenido contactos intensos –directos e indirectos– con Pietro Nenni y con Alfredo Covelli.
Pío XII
De Gasperi, pese a su decaimiento físico, se dedicó intensamente a los problemas europeos y a reorganizar la Democracia Cristiana. Scelba y Fanfani (gobierno y partido) eran el elemento de estabilidad; pero dentro de la DC había fermentos de enfrentamiento que sólo parcialmente se superaron en el Congreso nacional de Nápoles de finales de junio. Haciendo un esfuerzo físico impresionante, De Gasperi habló durante largas horas, dictando un auténtico testamento político-moral.
Mientras tanto, sin embargo, el propio De Gasperi había advertido la existencia de sutiles maniobras contrarias a su persona, debidas quizá al temor de que pudiera presentarse como candidato en 1955 a presidente de la República, como sucesor de Einaudi.
Aquí entra en juego la falsa “carta trampa” en la que cayó Guareschi sobre una petición suya a los Aliados en 1944 para que bombardearan Roma. Pero, por desgracia, también entró en juego un artículo de La Civiltà Cattolica de marzo de aquel 1954, que llevaba un título solemne, Los católicos y la vida política, firmado por el padre Messineo aunque se declaraba el expreso consentimiento del Papa.
Pocas veces vi a De Gasperi tan amargado. Me llamó a primeras horas de la mañana a Castel Gandolfo. Le encontré muy nervioso. Había preparado algunos folios de notas polémicas de comentario y me encargó que escribiera un artículo para responder firmemente al padre.
Ya otra vez, inmediatamente después de la Liberación, había escrito yo a petición suya, definiendo a la DC como partido de centro con opciones de izquierda, frase que luego entraría en la historiografía política. Pero ahora era distinto. En él se acumulaba todo el resentimiento por las muchas incomprensiones y por las invasiones de terreno. Por ello era menester llamar al orden a presuntos políticos e invasores de nuestro terreno. El carácter oficioso de La Civiltà Cattolica era patente, como nunca antes. La aclaración directa con el Santo Padre, cuya disponibilidad le había dado a monseñor Pavan, no tuvo lugar.
Y sin embargo había dicho claramente cuál iba a ser su actitud en las tres hipótesis posibles. Si el Papa se convencía de lo bueno de sus tesis, perfecto. Si decía que le dejaba a él la responsabilidad específica de delinear el rumbo a seguir, igualmente perfecto. Pero si mostraba su desacuerdo, él, católico observante, se echaría a un lado. Más era imposible.
Pero que se le opusieran en todo era demasiado.
Le dije –cosa que era cierta– que todavía no había leído el artículo y que me aplicaría en la respuesta. Sabía que si dejaba pasar un día, su justa ira se aplacaría y podía replicar menos polémicamente. Y así fue. El día siguiente volví a Castello y le sugerí que era mejor renunciar a la réplica. En realidad, el artículo del padre Messineo era presuntuoso y sabelotodo, pero no tan políticamente ofensivo como le había parecido.
Veinte años más tarde veo por una carta del padre Messineo al padre Martina que el escritor, entre otras cosas, le había atribuido a De Gasperi un discurso en Novara, confundiéndolo con el ya citado de Scelba.
El mensaje de saludo de Pío XII a Alcide De Gasperi con motivo de su visita al Vaticano el 11 de febrero de 1949 en el 20 aniversario de los Pactos Lateranenses
Pero he de dedicar también atención a tres figuras de relieve: el padre Tacchi Venturi, el padre Arrupe y el padre Riccardo Lombardi.
Al primero, que había vivido todo el tormento de la Compañía, incluido el exilio, se le cita como el eclesiástico que tenía libre acceso al PalacioVenecia, y a veces se le define como “el confesor de Mussolini”.
Lo cierto es que ocupándose de la posible adquisición de la Biblioteca Chigiana, que había pasado en 1919 a manos del Estado junto con el palacio homónimo, tuvo que hablar personalmente con Mussolini, que había llegado al poder pocos días antes. Con un gesto munífico, sabedor del interés del Papa por el asunto, Mussolini decretó la donación a la Santa Sede de la preciosa Colección. Tan excelente mediador, por consiguiente, gozó de gran y prestigiosa notoriedad. Tres años después el cardenal Gasparri le encargó que tratara con don Sturzo el abandono de la Secretaría del Partido Popular e, inmediatamente después, el alejamiento de Italia.
Durante los años posteriores se pidió la intervención y mediación del padre en muchísimos casos personales, no siempre resueltos con éxito. No fue brillante el comportamiento con Buonaiuti, pero en torno al pobre don Ernesto siguió el ostracismo incluso con dos ministros “laicos” en el Ministerio de Instrucción Pública.
El padre Tacchi Venturi fue un importante colaborador de la Enciclopedia Italiana.
Lo que escribe el padre Martina sobre el padre Riccardo Lombardi confirma una opinión no positiva que siempre he tenido. Es necesario, sin embargo, precisar mucho las cosas.
La finalidad, que se proponía, de la profunda renovación tanto de la Iglesia como de Italia, era sugestiva. En los escritos sobre el primero de estos proyectos se hallan bastantes atisbos del período conciliar posterior. Por desgracia se consideraba, para utilizar términos canónicos, inmediatamente sujeto sólo a sí mismo recibiendo los estímulos directamente de Jesús. Tanto es verdad que levanta bruscamente la voz cuando cree que el patriarca Roncalli se equivoca, y tiene un pronto colérico incluso en audiencia con Pío XII, que se ve obligado a recordarle quién era allí el Papa.
La cruzada del padre Lombardi se desarrolló no sólo por las plazas de Italia –abarrotadas, excitadas y complacientes–, sino también en muchos países extranjeros, en la lengua del país. Por todas partes anunciaba el rescate social, profetizando que el poder sería conquistado por la plebe. Observa el padre Martina que el efecto en Estados Unidos era limitado debido a su escaso conocimiento del inglés. Pero también el embajador de Brasil observó que, por suerte, el padre creía que hablaba portugués.
Estaba convencido de que Italia estaba por los suelos, estigmatizando a menudo los trescientos mil (?) muertos durante la Liberación. Durante el Congreso eucarístico de Asís (1952), con gran preocupación del legado pontificio, cardenal Schuster, deploró que toda Turín hubiera caído ya en manos comunistas. Tuve que interrumpirlo visto que el alcalde de la ciudad era el democristiano Peyron. Él me preguntó si yo estaba seguro de lo que decía y siguió impertérrito.
Se decía que sus antipatías por De Gasperi, y en general por todo el sistema posbélico, derivaban también del tratamiento de depuración en el que se vio implicado su padre, importante profesor y senador del Reino. Otra cosa distinta pensaba su hermana Pia, distinguida parlamentaria democristiana. A su hermano Gabrio se debió más tarde el referéndum contra el divorcio, en sí mismo impecable («no podemos prohibir», dijo Pablo VI, «el recurso a un medio legítimo para eliminar una ley que consideramos injusta»), pero que fue la causa de la fuerte pérdida de importancia política de los católicos. La hostilidad contra el divorcio fue, en comparación, más fuerte en ambas Cámaras que en el voto popular, sin excluir la ciudad de Roma.
Pero sería incorrecto estigmatizar toda la figura del padre Lombardi sin reconocer –además de su buena fe– que algunas de sus iniciativas fueron buenas, comenzando por los Ejercicios por un mundo mejor, innovando el esquema ignaciano de los ejercicios, en los que los fieles observan en clausura varios días de riguroso silencio, escuchando las meditaciones y las reformas del guía espiritual (recuerdo al áulico padre Marchetti), el modelo del padre Lombardi era un encendido debate entre todos los participantes, elegidos por lo general en categorías homogéneas. Participé dos veces en un turno para los políticos, y tengo que decir que fueron jornadas fascinantes y constructivas.
Muy distinto era el padre Lombardi en los asuntos terrenales. La noche del fracaso de la Operación Sturzo me echó un sermón por teléfono sosteniendo que yo tenía que encontrar forzosamente la fórmula para recomponer el llamado plan sturziano (en realidad era suyo y de Gedda). Yo estaba cansado y muy tenso por el riesgo que había tenido que afrontar la vida política, y al final le dije secamente que no sé qué pensaba hacer él, pero que yo me iba a la cama. Le colgué bruscamente el teléfono, pero con gran caridad el padre no se mostró posteriormente afectado por este feo que yo le había hecho.
El recuerdo del padre Lombardi va unido al del padre Rotondi, su “segundo de abordo” durante muchos años pero que luego fue conquistando autonomía para crear un movimiento (el Oasis) de intensa espiritualidad. Por casualidad había yo asistido muchos años antes en el Leoniano de Anagni –donde Virginio era seminarista– a la alborotada reacción de sus familiares cuando les anunció que había decidido entrar en la Compañía.
El padre Rotondi era un buen mediador. Fue él quien consiguió el deshielo (o mejor dicho, quien trató de conseguirlo) en las relaciones entre Pío XII y el presidente Gronchi, acompañando a este último a Castel Gandolfo con su cochecito sin escolta ni mirones. De todos modos, el tándem Lombardi-Rotoni fue algo atípico en la historia de los jesuitas italianos, incisiva y beneficiosa.
A los motivos ya citados de reconocimiento personal he de añadir otro, especial, vivido poco antes de mi nombramiento como presidente de la FUCI. Antes del Congreso Nacional existía la costumbre de pedir aportaciones económicas, dado que teníamos que alojar gratis a gran parte de los asistentes. De la curia generalicia de los jesuitas recibimos respuesta; compartían profundamente la iniciativa y los temas programados, y nos anunciaban que celebrarían cien misas para que fuera un éxito. El Congreso, pese a las enormes dificultades bélicas, resultó todo un éxito efectivamente. La enseñanza de que el hombre no vive sólo de pan fue de enorme importancia para mí y para toda la presidencia.
Entre los grandes desbarajustes de la posguerra también hay que contar el de la Compañía. Había movimientos de renovación eclesial que sacudieron a la Iglesia en muchas regiones del mundo. Se entrecruzaban impulsos contrapuestos en el intento de contrarrestar tanto las corrientes del comunismo internacional como la aridez espiritual de una sociedad capitalista cada vez más inhumana.
Tropas elegidas para las batallas de Dios, los jesuitas acusaron más que otros la coyuntura. Se les imponía que adoptaran innovaciones efectivas, pero sin comprometer las líneas maestras de la tradición.
En Latinoamérica se desencadenaron dentro de la Iglesia los llamados movimientos de liberación, simbolizados al igual por el Evangelio y el fusil; y en casi todo el mundo había fermentos intensos que provocaron una crisis especialmente en los sujetos más débiles y muchos abandonos.
Los funerales del padre Arrupe el 9 de febrero de 1991. Se puede ver al cardenal Carlo Maria Martini, al padre Peter-Hans Kolvenbach, su sucesor, y a Giulio Andreotti
La elección a general del padre Arrupe significó un vuelco en la situación. Formado en la experiencia japonesa ya atípica, aunque absolutamente única por los acontecimientos trágicos del holocausto nuclear, este jesuita podía pilotar la Compañía hacia una contundente renovación, pero sin abandonar los puntos esenciales del fundador. Debía combatir en dos frentes: la inquieta presión de los jóvenes y las continuas y duras llamadas por parte vaticana.
Ya he aludido en otras ocasiones a coloquios con el padre Arrupe en mi casa, desde la que se ve la estatua de Cristo sobre la curia generalicia. El motivo inmediato de las reservadas visitas eran algunos problemas singulares de la Compañía, que había que afrontar fuera de la rigidez de las relaciones formales entre la Iglesia y el Estado. Pero quizá no le disgustaba al padre la posibilidad de poderse desahogar sin miedo a las indiscreciones, sabiendo que se iba a comprender su drama.
Más tarde, igualmente en mi casa, pude conocer de cerca una de las crisis personales que tanto angustiaban al padre general. A un grupo de muchachos, amigos de mis hijos, se había agregado otro algo mayor que ellos, vestido siempre con vaqueros y jersey. Supe que era un importante jesuita brasileño, e inconscientemente me alegraba saber que había un asistente eclesiástico en el grupo. Un día mis hijos me dijeron que el “padre” les había dicho que la Iglesia ya no era tan fascinante como antes y que iba a colgar la sotana, es un decir, porque no se la había visto nunca puesta. Quizá hice mal, pero recordando lo que decía Pío XI con respecto a las crisis de los sacerdotes, dije: «¿Cómo se llama la señora?». Los muchachos se escandalizaron, pero, mira por dónde, al cabo de pocos meses me dijeron que el padre se casaba.
Sería poco inteligente atribuir la gran crisis que tuvo que afrontar el padre Arrupe a cuestiones de faldas. El sentimiento de turbación estaba muy extendido, social y culturalmente, y había que ser comprensivos y respetuosos. No era posible fustigar a hombres que con fidelidad y sacrificio se habían formado y habían trabajado durante muchos años al servicio de Dios. Se requería prudencia, moderación, confianza.
Esta es, desde mi pequeño punto de vista, la experiencia vivida por el padre Arrupe, ante cuya tumba, en la iglesia del Jesús, me detengo a veces para reflexionar y rezar.
Uno de los días más difíciles de su vida fue cuando tuvo que leer la severa llamada de atención que, en su breve pontificado, dirigió Juan Pablo I a la orden para que los padres «no ocuparan el lugar de los laicos desatendiendo su específico deber de evangelización».
El 7 de agosto de 1981, a la vuelta de un viaje a Extremo Oriente, el Padre Arrupe, que había tenido un ictus cerebral, designaba vicario general al americano O’Keefe, un librepensador del momento (qué pésima entrevista concedió a un diario holandés). Pero intervino el Papa con el nombramiento del padre Dezza (más tarde cardenal) como delegado especial, encargado de preparar la congregación general, convocada para el 2 de septiembre de 1981. El día siguiente se aceptaba la dimisión del padre Arrupe y se elegía para ocupar su cargo al padre Peter-Hans Kolvenbach, que aún dirige la Compañía.
Qué duda cabe que fueron 18 años de tremendas sacudidas los que al frente de la Compañía vivió el padre Arrupe, quien murió en 1991. Pero tampoco su sucesor lo ha tenido fácil con el Vaticano. El padre Martina lo ilustra de manera eficaz, si bien algunos enfrentamientos no son fáciles de comprender desde el exterior (como la oposición a la generalización del cuarto voto, el voto especial de la obediencia al papa).
El padre Martina destaca especialmente el nombramiento a arzobispo de Milán del cardenal Carlo Maria Martini, recordando el único precedente de una diócesis italiana dada a un jesuita (Boetto en Génova durante la guerra). De Martini subraya, justamente, sus grandes dotes de biblista en relación con la triste realidad de Tierra Santa.
Del repaso de ciento sesenta y nueve años de ajetreada vida de los jesuitas en Italia me ha asombrado un episodio. El día de Navidad de 1913 el Papa mandaba una carta en la que tras reconocer sus méritos seculares amonestaba a la Compañía a «mantenerse lejos del contagio pestilente del mundo» y a evitar «el espíritu mundano, la ligereza de ánimo, el estudio de novedades temerarias».
El padre general Wernz replicó con una apasionada misiva el 13 de julio de 1914, pero no obtuvo respuesta. Pío X murió el 20 de agosto; pocas horas antes le había precedido el padre Werns. Sic transit gloria mundi.