Home > Archivo > 01 - 2010 > Ambrosio y Teodosio. De la conmoción a la penitencia y al respeto de las autoridades públicas
HISTORIA DE LA IGLESIA
Sacado del n. 01 - 2010

Ambrosio y Teodosio.
De la conmoción a la penitencia y al respeto de las autoridades públicas



por Lorenzo Cappelletti


<I>El perdón de Ambrosio a Teodosio</I>, Federico Barocci, Catedral de Milán

El perdón de Ambrosio a Teodosio, Federico Barocci, Catedral de Milán

En la exposición “El poder y la gracia. Los santos patronos de Europa”, se eligió, para celebrar a san Ambrosio, obispo de Milán, una tela juvenil de Anton van Dyck de 1619, donde un san Ambrosio decidido se coloca delante de un Teodosio implorante, situado más abajo, y lo echa de la Catedral de Milán. En realidad, es una leyenda que Ambrosio le hubiera cerrado el paso al emperador Teodosio –noticia que arranca de la biografía de san Ambrosio hecha por Paolino, dramatizada por Teodoreto de Ciro en su Historia eclesiástica, retomada entre otros por Gregorio VII y por la Legenda aurea–. Lo que es históricamente seguro es la penitencia que, por invitación de san Ambrosio, hizo Teodosio tras la matanza de Tesalónico, que él había ordenado en el año 390 como represalia por el asesinato de un oficial imperial.
El cuadro de Van Dyck retoma, pues, la leyenda, acentuando su carácter emblemático de contraposición entre la Iglesia y el Estado a través de la disposición de los personajes eclesiásticos a la derecha, que se enfrentan a Teodosio y su séquito militar, que están colocados en la izquierda, desde donde asoma, acompañando a este grupo, un perro que tiene el valor simbólico de rechazo de Cristo (y quizá también el valor real de cita de la invectiva «¡perro!» que Ambrosio, según la leyenda, le dirigió a Rufino, consejero de Teodosio).
También en la reciente serie sobre Agustín presentada por la Rai los pasados 31 de enero y 1 de febrero, aunque de manera bastante equilibrada, se aceptaba la contraposición entre la Iglesia y el Estado.
Hay que añadir que, a caballo o en el trono, a Ambrosio se le presenta a partir de la Baja Edad Media cada vez más con el látigo en la mano como principal atributo iconográfico. Bastaría recordar el retablo del siglo XV conservado en Aviñón, o bien, la representación del siglo XVI de Figino, en San Eustorgio en Milán, y, también en Milán, el Gonfalón ciudadano de aquel mismo siglo del Castillo Sforzesco. El atributo hace referencia a la intrépida defensa de la fe trinitaria que llevó a cabo contra los arrianos, pero también a una prodigiosa aparición “político-religiosa” suya que habría impedido que entraran en Milán las tropas del emperador Ludovico el Bávaro en la primera mitad del siglo XIV.
Así pues, san Ambrosio está presente en el imaginario como una especie de matamoros (de “mataalemanes” habría que decir en este caso...) al igual que Santiago, que tiene ese papel en la Península Ibérica desde la época de la lucha medieval contra el islam.
Y sin embargo, se equivoca quien considera a Ambrosio como un inflexible fustigador y la relación de Ambrosio con Teodosio como si estuviera en competición con la autoridad imperial. Ambrosio procedía de la alta magistratura pública y tenía un gran sentido del Estado, al igual que sentía el deber de la misericordia como sacerdote: «No siempre hay que ensañarse con los que han pecado; a menudo la clemencia es más beneficiosa: para ti porque adquieres paciencia, y para el pecador para corregirse» (In Lucam 7, 27). Sobre todo no es un fustigador de las autoridades. Antes bien, afirma que no se les ha de reprender si no es en caso gravísimos. «Mira que los reyes no han de ser temerariamente atacados por los profetas de Dios ni por los sacerdotes si no hay pecados muy graves de los que se les haya de acusar; cuando éstos existen entonces no se les debe acusar sino corregir con justos reproches» (Comentario al Salmo 37, 43).
Este es el caso de la masacre de Tesalónico. Pero tampoco entonces cambia Ambrosio su actitud de clemencia y respeto. Leamos algunos fragmentos de la carta que escribe a Teodosio en el año 390 para exhortarlo a la penitencia (la Epistola 51 de la edición de los maurinos). «Te escribo no para humillarte , sino para que los ejemplos de los reyes te empujen a cancelar de tu reino este pecado. Lo cancelarás humillando tu alma ante Dios». No es por artificio retórico por lo que Ambrosio invierte el sujeto agente, después de citar la penitencia a la que se sometió por su pecado David, cuya impetuosa naturaleza le recordaba a la de Teodosio. Su intención no es, en efecto, humillar al emperador, sino que él se humille ante Dios. Esto no pone en entredicho su autoridad. Como tampoco es un artificio retórico (o mejor dicho, no sólo un artificio retórico, porque la palabra tiene sus propios derechos en Ambrosio) decir: «No tengo contra ti ningún motivo de hostilidad, tengo temor: no me atrevo a ofrecer el sacrificio si tú quisieras asistir». O sea, decir que no quiere impedirle asistir a Teodosio, sino más bien que se siente impedido de celebrar el santo sacrificio. Decir esto significaba afirmar la indisponibilidad del sacramento. Un sueño –ya antes de Freud el inconsciente ponía sobre aviso: de san José a san Pedro, de Constantino a Ambrosio– le confirmó la necesidad de retenerse: «No de un hombre ni a través de un hombre, sino directamente se me ha dirigido esta prohibición. Mientras yo estaba preocupado, la misma noche en que me preparaba para partir me pareció que tú venías a la iglesia, pero a mí no me fue posible ofrecer el sacrificio». La defensa al mismo tiempo del santo sacramento del altar, del pecador y de la penitencia termina con una alusión a la oración como ofrenda más humilde y mejor recibida: «También la sencilla oración es un sacrificio: engendra el perdón pues contiene la humildad, mientras que la ofrenda engendra el desdén porque contiene desprecio. En efecto, Dios dice que prefiere que se observen sus mandamientos a que se haga la ofrenda del sacrificio. Esto proclama Dios, esto anuncia Moisés al pueblo, y Pablo predica a las gentes. Haz lo que en ese momento creas que es mejor recibido. “Prefiero”, dice Dios, “la misericordia antes que el sacrificio”. ¿No son acaso más cristianos los que condenan su pecado que los que creen que han de justificarlo?».
E incluso si hubiera pecados que no pueden lavarse con las lágrimas del arrepentimiento –escribirá en otra ocasión Ambrosio– «la Iglesia, tu madre, que intercede por cada uno de sus hijos, llorará contigo como una madre viuda por su hijo único. Porque ella se compadece por una especie de sufrimiento espiritual que le es natural, cuando ve que sus hijos son arrastrados a la muerte por pecados fatales» (In Lucam, 5, 92).
Nos parece escuchar a Giussani, cuando tan frecuentemente hablaba conmovido de la madre viuda del Evangelio de Lucas. Pero también vienen a la mente algunas sentidas palabras de Pablo VI que como arzobispo de Milán explicó admirablemente la facilidad de Ambrosio para las lágrimas (homilía del 7 de diciembre de 1959). Y también vienen a la mente las palabras, tradicionales y originales a la vez, aún más recientes, del papa Benedicto sobre la penitencia del Discurso a la Curia del 21 del pasado mes de diciembre.
El modo de sentir de Ambrosio, compasivo y respetuoso tanto del sacramento como de la autoridad política, que vale con razones propiamente de fe ante Teodosio, emperador católico, y vale también, mutatis mutandisSermo contra Aussentium (la Epístola 21A de la edición de los Maurinos). Esto dice en el resumen que le hace a su querida hermana Marcelina (la Epístola 20 de la edición de los Maurinos) de su sermón en la basílica mientras estaba allí encerrado junto a sus fieles: «Recemos, oh Augusto, no combatamos; no tengamos miedo, oremos. Esto es lo que han de hacer los cristianos: desear la tranquilidad de la paz sin poner en discusión ni siquiera a costa de su propia vida la perseverancia en la fe y en la verdad. Quien nos protege es el Señor, que salvará a los que tienen puestas sus esperanzas en él». Salvación que parece alejarse cuando en un momento dado –cuenta en la misma carta– llega un oficial imperial a acusarlo de tyrannis, es decir, de querer desautorizar al emperador (la más amenazadora de las acusaciones). En realidad «Cristo escapó para no convertirse en rey», responde Ambrosio. Ambrosio no es un donatista subversivo ni hay que alistarlo en las filas del dogmatismo ultrancista de los luciferianos que se jactaban de tener solo a Cristo como «emperador» (cfr. H. Rahner, Chiesa e struttura politica nel cristianesimo primitivo, p. 59).
Y sin embargo Ambrosio afirma que cultiva una forma propia de tiranía: «La tiranía del sacerdote es la debilidad. Cuando soy débil, dice Pablo, entonces soy potente». Con todo lo paradójica que se quiera, esta debilidad es realmente potente. En efecto, los niños «en sus juegos», cuenta Ambrosio en la misma carta a su hermana, «mientras nosotros transcurríamos todo ese día en la angustia, habían arrancado las cortinas», es decir, el aparato previsto en la basílica para la presencia imperial y, por consiguiente, para la ocupación de la misma por parte de los arrianos. En efecto, aquel gesto despreocupado era profético. O quizá, incluso, junto a la oración y la espontánea presión de los fieles, había sido algo más. Había llevado propiamente a que el emperador se lo pensara. El día siguiente, en efecto, el jueves santo del año 386, «el día en el cual el Señor se entregó por nosotros», llega la orden de que finalice el asedio militar a las basílicas. Para el gozo ante todo de los propios soldados, que «competían en decir la noticia e iban corriendo a los altares para besarlos en señal de paz». Es lo que Ambrosio había esperado contra toda esperanza comentando, durante el angustioso asedio, el versículo con que inicia el Salmo 78: «Venerunt gentes in hereditatem tuam» (los paganos han entrado, oh Dios, en tu herencia). «Los que habían entrado para adueñarse de la herencia, se han convertido en herederos de Dios. Tengo como defensores a los que creía enemigos, tengo como aliados a los que consideraba adversarios. Se ha realizado lo que el profeta David profetizó del Señor Jesús: “La paz es su morada” y “Rompió la fuerza de los arcos, el escudo, la espada, la guerra”. ¿De quién es este don, de quién es esta obra si no tuya, Señor Jesús? La muerte estaba frente a mis ojos, pero para impedir que se cometiera algún gesto de locura te colocaste en medio, Señor, y de los dos has hecho una cosa sola. […] Te damos gracias por ello, oh Cristo. No ha sido un embajador, no ha sido un mensajero, sino que has sido tú, Señor, quien has salvado a tu pueblo, “has roto el saqueo y me has rodeado de alegría”».
Leer en otras cartas sin ningún tipo de énfasis, en la sección “Cartas desde los monasterios, los seminarios y las misiones” de nuestra revista, la confirmación actual e imprevista de estas palabras.
Atención a no bromear con los santos... ni con los infantes. Ex ore infantium et lactentium perfecisti laudem propter inimicos tuos, tu destruas inimicum et ultorem.


Italiano English Français Deutsch Português