VIET NAM. La nueva legislación sobre la religión
Ho Chi Minh y el cardenal
por Gianni Valente
Desde hace dos años y medio la Oficina de asuntos religiosos de Vietnam está redactando una nueva legislación sobre la religión. La máquina burocrática se alimenta con su propia lentitud exasperante, que ha elaborado ya veinte borradores. Para tratar de evitar o prevenir sorpresas desagradables, el nuevo cardenal de Ciudad Ho Chi Minh, Jean-Baptiste Pham Minh Mân, ha hecho una jugada sorprendente. A finales de junio envió una carta a las máximas autoridades del Estado, incluidos el presidente de la Asamblea nacional y el secretario general del Comité central del Partido comunista, sugiriendo que fueran al grano y tiraran todo el papeleo de borradores para volver a la primera legislación sobre la religión firmada en el lejano junio de 1956 por el padre fundador del Vietnam comunista, el presidente Ho Chi Minh.
Toda la carta (publicada íntegramente en el número 379 de Églises d’Asie, el boletín informativo de las Missions étrangéres de Paris) patrocina la ordenanza 234 sobre la religión dictada por el legendario líder en el comienzo de su epopeya como el non plus ultra de la legislación religiosa, totalmente apropiada para la situación actual vietnamita. La carta del arzobispo no escatima elogios al «espíritu de apertura que anima al presidente Ho» y a su legislación religiosa que, según prestigiosos juristas vietnamitas, «refleja claramente las concepciones y las costumbres de nuestro Estado en su trabajo de institucionalización de la política religiosa», y expresa «ideas humanistas que satisfacen el sentimiento y la razón, reglamentando las cuestiones religiosas de una manera típicamente vietnamita». El nuevo cardenal parece aprovechar los temores de la nomenclatura frente al progresivo desvanecimiento de los viejos mitos ideológicos en el Vietnam comunista, cuando escribe: «En esta época de renovación y de adaptación en la que el Partido y el Estado no cesan de recordarnos que hay que exaltar las ideas de Ho Chi Minh, nosotros sugerimos que éstas ideas formen parte íntegramente de la nueva ordenanza sobre las religiones […]. Para poner en marcha una política “favorable a lo sagrado y a lo profano” proponemos al Estado que tome la ordenanza 234 del presidente Ho como base de la ordenanza relativa a las actividades religiosas».
Tanto interés en querer «volver a la fuente» para corregir el proyecto de ley «siguiendo el espíritu del presidente Ho» se entiende mejor cuando el arzobispo enumera los artículos fundamentales de la antigua ordenanza. Esta, en efecto, garantizaba la no interferencia del poder civil en los asuntos internos de la Iglesia, la libre predicación de los misioneros extranjeros, la autorización a abrir escuelas privadas donde se podía enseñar el catecismo y también seminarios, sin límites cuantitativos preestablecidos. En el artículo 13 Ho Chi Minh llega incluso a reconocer que «las relaciones entre la Iglesia de Vietnam y la Santa Sede de Roma son un asunto interno del catolicismo» Hay que decir que los buenos principios se quedaron en el papel. Poco tiempo después de la publicación de la ordenanza, Vietnam del Norte expulsó a los misioneros extranjeros, cerró escuelas y seminarios y comenzó la persecución. Pero la cita puramente formal de los codicilos firmados por el padre de la patria le ha permitido «a la Iglesia católica de Vietnam seguir una evolución distinta respecto a la de la Iglesia china» (Églises d’Asie). Y la aplicación de las normas “liberales” de Ho Chi Minh sigue siendo también ahora una meta deseable respecto a la situación actual, en la que el gobierno ejerce el “derecho de veto” sobre los nombramientos episcopales e impone cuotas mínimas para la admisión en los seminarios de los jóvenes aspirantes a sacerdotes. Restricciones que podrían quedar codificadas en los borradores de la futura ley. La carta del arzobispo cita el artículo 24 del XX borrador de la ordenanza que «obliga a los dignatarios religiosos en sus funciones a obtener de las autoridades centrales o locales una aprobación y un reconocimiento escrito para poder desempeñar actividades religiosas. Esta disposición», comenta el purpurado, «no es realista, hace que el clero dependa demasiado del poder y puede provocar numerosas disputas».
No es la primera vez que el arzobispo Pham Minh Mân recurre a fórmulas y figuras familiares para la nomenclatura vietnamita en sus relaciones con el gobierno. En diciembre de 2002, en otra carta, su crítica severa a la sociedad vietnamita actual y a su administración por parte de los líderes políticos había lamentado la falta de realización de los objetivos propuestos en el VI Congreso del Partido comunista y sugerido como horizonte de la acción de gobierno la lucha contra todas las formas de «alienación» (expresión central del pensamiento de Karl Marx). Sin sacar a colación beneméritas categorías “occidentales” como la libertad de conciencia y los derechos civiles. Un enfoque respetuoso del cuadro político y cultural en vigor, que propone mutatis mutandis un habitus ensayado desde hace dos mil años. Desde que san Pablo, en sus peripecias judiciales, aducía el hecho de ser ciudadano romano («Civis romanus sum») para pedirle al poder en vigor pro tempore que respetase las garantías legales que él mismo había establecido.
El presidente Ho Chi Minh
Tanto interés en querer «volver a la fuente» para corregir el proyecto de ley «siguiendo el espíritu del presidente Ho» se entiende mejor cuando el arzobispo enumera los artículos fundamentales de la antigua ordenanza. Esta, en efecto, garantizaba la no interferencia del poder civil en los asuntos internos de la Iglesia, la libre predicación de los misioneros extranjeros, la autorización a abrir escuelas privadas donde se podía enseñar el catecismo y también seminarios, sin límites cuantitativos preestablecidos. En el artículo 13 Ho Chi Minh llega incluso a reconocer que «las relaciones entre la Iglesia de Vietnam y la Santa Sede de Roma son un asunto interno del catolicismo» Hay que decir que los buenos principios se quedaron en el papel. Poco tiempo después de la publicación de la ordenanza, Vietnam del Norte expulsó a los misioneros extranjeros, cerró escuelas y seminarios y comenzó la persecución. Pero la cita puramente formal de los codicilos firmados por el padre de la patria le ha permitido «a la Iglesia católica de Vietnam seguir una evolución distinta respecto a la de la Iglesia china» (Églises d’Asie). Y la aplicación de las normas “liberales” de Ho Chi Minh sigue siendo también ahora una meta deseable respecto a la situación actual, en la que el gobierno ejerce el “derecho de veto” sobre los nombramientos episcopales e impone cuotas mínimas para la admisión en los seminarios de los jóvenes aspirantes a sacerdotes. Restricciones que podrían quedar codificadas en los borradores de la futura ley. La carta del arzobispo cita el artículo 24 del XX borrador de la ordenanza que «obliga a los dignatarios religiosos en sus funciones a obtener de las autoridades centrales o locales una aprobación y un reconocimiento escrito para poder desempeñar actividades religiosas. Esta disposición», comenta el purpurado, «no es realista, hace que el clero dependa demasiado del poder y puede provocar numerosas disputas».
No es la primera vez que el arzobispo Pham Minh Mân recurre a fórmulas y figuras familiares para la nomenclatura vietnamita en sus relaciones con el gobierno. En diciembre de 2002, en otra carta, su crítica severa a la sociedad vietnamita actual y a su administración por parte de los líderes políticos había lamentado la falta de realización de los objetivos propuestos en el VI Congreso del Partido comunista y sugerido como horizonte de la acción de gobierno la lucha contra todas las formas de «alienación» (expresión central del pensamiento de Karl Marx). Sin sacar a colación beneméritas categorías “occidentales” como la libertad de conciencia y los derechos civiles. Un enfoque respetuoso del cuadro político y cultural en vigor, que propone mutatis mutandis un habitus ensayado desde hace dos mil años. Desde que san Pablo, en sus peripecias judiciales, aducía el hecho de ser ciudadano romano («Civis romanus sum») para pedirle al poder en vigor pro tempore que respetase las garantías legales que él mismo había establecido.