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RESEÑA
Sacado del n. 05 - 2010

La gran concepción pelagiana: el cristianismo es una educación


«Es evidente que Jonas tiene simpatía por la concepción de Pelagio, porque lo siente más cercano al estoicismo y a cierto tipo de judaísmo. En efecto, tras decir que para Pelagio la gracia de Cristo consiste en “estímulos para la voluntad, no en ayudas activas” y que “no son una transformación del hombre sino una educación del hombre”, exclama admirado: “Esta es la gran concepción pelagiana”. Este es el punto crucial del libro y del pensamiento de Jonas». Nello Cipriani reseña el texto inédito de Hans Jonas Problemi di libertà


por Nello Cipriani


Hans Jonas, <I>Problemi di libertà</I>, 
al cargo de Emidio Spinelli, Nino Aragno editore, Turín 2010, 466 pp., 35,00 euros

Hans Jonas, Problemi di libertà, al cargo de Emidio Spinelli, Nino Aragno editore, Turín 2010, 466 pp., 35,00 euros

A principios de este año la editorial Aragno publicó un texto inédito del filósofo de origen judío Hans Jonas (1903-1993) traducido al italiano por Angela Michelis y con el texto original inglés en un apéndice, a cargo de Emidio Spinelli. La obra, titulada Problemi di libertà (“Problemas de libertad”), recoge una serie de lecciones que pronunció Jonas en la “New School for Social Research” de Nueva York durante la primavera de 1970. En dichas lecciones el filósofo lleva a cabo un análisis agudo de cómo se desarrolló la idea de libertad primero en la filosofía griega, sobre todo aristotélica y estoica, y luego en el cristianismo pasando por el judaísmo. Las primeras seis lecciones están dedicadas a examinar e ilustrar la idea de libertad de los filósofos griegos, la séptima señala las novedades introducidas por el judaísmo, y las otras siete lecciones analizan el pensamiento de san Pablo en el capítulo siete de la Carta a los Romanos, pero sobre todo el pensamiento de san Agustín.
Son especialmente interesantes las páginas en las que Jonas, partiendo de la doctrina de la creación, examina la diferencia entre «la concepción judeo-cristiana del hombre y la concepción griega clásica, de la que eran representantes los estoicos». En la filosofía estoica, que ve el mundo dominado por el fatalismo, «el problema de la libertà se traduce en el problema de alcanzar el mayor grado de independencia interior, con una especie de rechazo de la importancia del engagement exterior del hombre» (p. 92). El mundo es visto como un ser vivo absolutamente autosuficiente, capaz, mediante el logos inmanente, de reconducir al orden todos los contrastes que se dan en él a causa del incesante devenir de las cosas. El hombre es como un compendio del mundo en el que vive: también él mediante la razón es capaz de dominar todos los impulsos que desde fuera amenazan su tranquilidad interior. Para los estoicos, pues, «la verdadera libertad del hombre consiste en lo que ellos llaman mi poder total de asentir o disentir sobre todo lo que se presenta» ( ib.). Depende únicamente de mí «decir sí o no, aceptar o rechazar» y este poder «se alcanza a través de un proceso de auto-educación interior y auto-disciplina» (ib.). En fin, según Jonas, la de los estoicos «es una moralidad muy valiente y afirma la libertad humana frente al Hado, mientras contrae la dimensión de la importancia en el ego racional del hombre» (p. 93).
Con la fe en la creación, enseñada por la Biblia judía, el mundo y el hombre pierden la autonomía y la autosuficiencia: todas las criaturas deben su existencia a Dios creador. El hombre, sin embargo, según el Génesis, es creado a imagen de Dios y en cuanto tal se le ha dado la capacidad de gobernar a las demás criaturas y discernir el bien del mal. La imagen, por tanto, observa Jonas, «significa que el hombre puede llegar a ser un cierto tipo de hombre, puede transformarse, a condición de que haga un uso apropiado de este poder, porque la facultad de distinguir entre bien y mal no es solamente el poder intelectual de reconocer el bien y el mal, sino un poder de elección, una capacidad de elección» (p. 113). «Así la libertad de la voluntad moral del hombre representa la tesis esencial para la posibilidad de la conformación del hombre con su original divino» (p. 114). En el judaísmo, por tanto, «el hombre es un ser extremadamente problemático» ( ib.): tiene la capacidad de ser hijo de Dios, pero también de ser lo opuesto. El hecho de que fue creado a imagen de Dios comporta el deber de ser santo como Dios es santo. Precisamente para este fin le fue dada al pueblo judío la ley, que le fue «impuesta al hombre como una obligación y un peso y al mismo tiempo como una gran concesión a su limitada estatura» (p. 116). Con la ley, sin embargo, surge otro gran problema para el creyente: «¿Cómo puedo afrontar el examen de Dios, ante cuyos ojos no hay nada oculto? Aquí comienza una concepción que tendrá consecuencias tremendas en la historia de la autocomprensión humana, a saber: que existe un Ente ante el cual no hay nada oculto, de modo que lo que me puede agradar pensar de mí mismo o que pueda complacerme, puede que no sea verdadero a los ojos de ese Ente que todo lo ve y al que nada le corrompe o engaña […]. Fueron los profetas judíos los primeros que descubrieron que el lado objetivo de la ley no es el único, sino que puede estar acompañado con la frialdad hacia Dios o con un espíritu lejano de la verdadera voluntad de Dios […]. En este punto el problema cristiano del hombre en sí mismo y de la libertad humana fueron formulados, primero por Pablo y más tarde por Agustín» (pp. 117-118).
Según Jonas, el apóstol Pablo disminuye el valor salvífico de la ley, para exaltar la cruz de Cristo. Para ello pone el acento en el orgullo connatural al hombre, a causa del cual también quien trata de ser justo ante Dios se arroga el mérito de su justicia autocomplaciéndose. Este orgullo innato se debe a la corrupción de nuestra naturaleza que fue causada por el pecado de Adán, el primer hombre. «Así», sigue diciendo Jonas, «el problema cristiano de la libertad se apoya en esta doctrina con base no-empírica, no-filosófica, inverificable, en cierto sentido atroz, pero en el otro sentido grandiosa, de la imposibilidad de ayudar a la naturaleza humana frente al Mandamiento moral» (p. 120). Si fuéramos capaces de cumplir con la ley, no solamente en la letra sino en el espíritu, podríamos hallar solos nuestra salvación, pero de este modo Cristo hubiera muerto en vano. «En el credo judío», sigue diciendo, «la ley, a pesar de las asechanzas que puede tener, ofrece con todo los medios para cumplir con lo que Dios le pide al hombre, que no está fuera de las capacidades del propio hombre. Es el cristianismo el que abre el abismo. Cada uno de alguna manera lleva consigo un abismo, el abismo del pecado original, que siempre envenena todo lo que tratamos de hacer solo con nuestras fuerzas [...]. Solamente por medio de la gracia es posible una amnistía» (pp. 120-121). Jonas reconoce que también algunos rabinos han especulado sobre la “caída” de Adán. Y admite que «ya no estamos en el paraíso, y la humanidad padece y sufre, y todo esto es la consecuencia de la “caída”». Sin embargo, «esta consecuencia no fue entendida nunca en el sentido extremo de que todos hemos perdido nuestra capacidad moral con la “caída” de Adán. El modo de ser humano sigue siendo esencialmente el que era antes, y aunque ya no sea inocente, el hombre ha conservado el poder de la libre elección» (p. 121).
Con Pablo falta esta certeza y el desarrollo comenzado con él termina con Agustín. Así pues, aquí está el punto de ruptura del cristianismo paulino y agustiniano tanto con el estoicismo como con el judaísmo: la negación del poder de la libre elección. Jonas en varias ocasiones le reprocha al obispo de Hipona que haya forzado el pensamiento de Pablo, haciéndole decir lo que no dice. Según Jonas, en la polémica antipelagiana, Agustín, debido a su precedente experiencia maniquea, acentúa el pesimismo paulino, llevándolo a consecuencias extremas. Pero la tesis que Jonas plantea varias veces es que este tipo de cristianismo ha encontrado resistencia incluso dentro de la Iglesia y que, más aún, era desconocido para el propio Cristo: «Los sermones y las famosas palabras del Señor no son de por sí la doctrina de la Iglesia. La doctrina de la Iglesia es una doctrina que concierne al papel de este Jesús concebido como el Cristo que ha venido para la salvación del hombre» (pp. 130-131).

El rey David y la Presentación de Jesús en el Templo, portal mayor de la Catedral de Fidenza (Parma) [© Foto Scala, Firenze]

El rey David y la Presentación de Jesús en el Templo, portal mayor de la Catedral de Fidenza (Parma) [© Foto Scala, Firenze]

¿Qué decir de todo esto? Lo primero que hay que señalar es que la lectura que Jonas ha hecho de Agustín es inexacta en muchos puntos. Él cree que Agustín en un primer tiempo, en el periodo antimaniqueo, le reconoce al hombre bajo la ley, es decir, al judío, una buena voluntad, entendida como amor de la justicia, que luego, bajo la presión de los pelagianos, le niega, para asignarla a la gracia, y así se explicaría el cambio de ver en las palabras de san Pablo: «La ley es espiritual, mas yo soy carnal» (Rm 7, 14) no sólo el hombre bajo la ley, el judío, sino también el hombre bajo la gracia, el cristiano y el propio apóstol. Pues bien, como decía, son muchas las inexactitudes contenidas en estas afirmaciones.
En primer lugar, es necesario precisar que el hombre bajo la ley, que Agustín toma en consideración, no es propiamente el judío en contraposición al cristiano, que sería el hombre bajo la gracia. Para él está bajo la ley todo hombre carnal, y el cristiano, aunque hecho espiritual en el bautismo por el don del Espíritu, permanece «bajo la presión de la ley si se abstiene de pecar por el temor al castigo, con que la ley amenaza, y no por el gusto a la justicia, no hallándose todavía libre ni siendo ajeno al deseo del pecado» ( De natura et gratia contra Pelagium 57, 67). Nos confirma este modo de pensar la exhortación que dirige a los monjes de su monasterio, para que observen la regla «no como siervos bajo la ley, sino como personas libres bajo la gracia» (Regula ad servos Dei 8, 48). También los cristianos, por tanto, pueden estar bajo la ley, aunque están llamados a pasar bajo el régimen de la gracia, es decir, a crecer en el amor y en la libertad interior, con la ayuda de la gracia de Dios y el compromiso personal. Por otra parte, Agustín siempre pensó que también en el antiguo Israel hubo hombres espirituales: «los patriarcas y profetas y todos los del pueblo de Israel por quienes el Espíritu Santo nos dio los auxilios y consuelos de las santas Escrituras» ( De doctrina christiana III, 9, 13). Por tanto, no se puede identificar al hombre bajo la ley con el judío y al hombre bajo la gracia con el cristiano.
En segundo lugar, la buena voluntad, que en el periodo de su presbiterado Agustín reconocía al hombre bajo la ley, es decir, al hombre carnal, no consiste en el amor de Dios y de la justicia, como trata de mostrar varias veces Jonas, forzando el pensamiento del autor cristiano (cf. pp. 171-173 y p. 182); consiste solamente en querer evitar el pecado u observar la ley por temor del castigo, que no suprime la voluntad de pecar. Esto resulta claro también con el hecho de que en su periodo antimaniqueo, es decir, antes de ser obispo, Agustín atribuía a la gracia el amor de Dios y de la justicia. Así escribía en el comentario a Rm 5, 3: el Apóstol «dice que esa caridad [el amor de Dios] la tenemos por don del Espíritu Santo, demuestra que todas las cosas que podemos atribuirnos deben ser atribuidas a Dios, que por medio del Espíritu Santo se dignó darnos la gracia» (Expositio quarumdam propositionum ex Epistola ad Romanos 26). En las revisiones de sus obras señala que también «en los libros de El libre albedrío, que en absoluto fueron escritos contra los pelagianos, puesto que aún no existían, sino contra los maniqueos, tampoco callé del todo esta gracia de Dios, que los pelagianos intentan suprimir con nefanda impiedad» (Retractationes I, 9, 4).
En tercer lugar, el cambio del pensamiento agustiniano sobre el origen de la buena voluntad movida por el temor del castigo, contrariamente a lo que afirma Jonas, no tiene lugar durante la polémica con Pelagio y bajo su presión, sino muchos años antes. De hecho, ya al comienzo de su episcopado (396-397), respondiendo a ciertas cuestiones que le había planteado Simpliciano, el maestro de Ambrosio y su sucesor en la cátedra de Milán, después de referir las palabras de san Pablo: «Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece» ( Flp 2, 12-13), comenta Agustín: «Aquí se ve claro que aún la misma buena voluntad es efecto de la operación de Dios», y más adelante añade: «Pues si preguntamos si la buena voluntad es un don de Dios, cosa extraña será que alguien ose negarlo» (De diversis quaestionibus ad Simplicianum I, 2, 12). En realidad, mucho antes de la cuestión con Pelagio Agustín se había convencido de que la buena voluntad es al mismo tiempo obra de Dios y obra del hombre, pues «de un modo nos concede Dios el querer y de otro lo que hemos pedido. El querer quiso que fuese obra suya y nuestra: suya, llamando; nuestra, siguiendo su llamamiento» (ibíd. I, 2, 10).
En fin, es verdad que solo durante la polémica con los pelagianos Agustín admitió que en el “yo” de Rm 7, 14 se puede entender también el hombre bajo la gracia, y, por tanto, el propio san Pablo, pero, como él mismo afirma, dio este paso no porque los argumentos de los pelagianos le obligaran a ello, sino porque halló que ya otros autorizados intérpretes de la Escritura, en especial Cipriano y Ambrosio, habían hecho esa exégesis (Retractationes, I, 23, 1). Por otra parte, repito, el cambio no consistía en quitarle la buena voluntad al hombre bajo la ley, que ya desde hacía tiempo había reivindicado a la gracia de Dios. Simplemente se dio cuenta de que todos los hombres, también los más espirituales, como desde luego era san Pablo, mientras viven en el cuerpo mortal, no han alcanzado aún la paz perfecta y necesariamente están sometidos a la tentación. El Apóstol da testimonio de ello cuando escribe que aún no ha conseguido la perfección y que se lanza adelante ( Flp 3, 12-13) y sobre todo cuando confiesa que «para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría. Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero él me dijo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”» (2Co 12, 7-9).

«Agustín siempre pensó que también en el antiguo Israel hubo hombres espirituales: «los patriarcas y profetas y todos los del pueblo de Israel por quienes el Espíritu Santo nos dio los auxilios y consuelos de las santas Escrituras» (De doctrina christiana III, 9, 13). Por tanto, no se puede identificar al hombre bajo la ley con el judío y al hombre bajo la gracia con el cristiano»
Como puede constatarse, la reconstrucción del pensamiento agustiniano que hace Jonas deja mucho que desear. Son varias las imprecisiones y atañen puntos de no escasa importancia. De todos modos, sus lecciones suscitan algunos interrogantes, a los que es justo dar una respuesta. En primer lugar: ¿por qué san Agustín llegó a sostener la tesis de que también los primeros pasos en la fe (el initium fidei) y la buena voluntad son obra, además del hombre, también de la misericordia de Dios, mientras que anteriormente, siguiendo a otros autores eclesiásticos, los había asignado a la voluntad del hombre? Jonas, como decía antes, repite varias veces que el cambio que lleva a cabo el obispo de Hipona se debe a la presión pelagiana (p. 180), habla incluso de “una trampa pelagiana”, en la que cayó Agustín (p. 182). Hemos visto, al contrario, que el cambio tuvo lugar mucho antes de que Pelagio apareciese en el escenario. En realidad la razón del cambio nos la indica él mismo en la respuesta a Simpliciano. Al sugerir la intención del Apóstol en la Carta a los Romanos, escribe: «La intención, pues, del Apóstol y la de todos los justificados, por quienes se nos ha revelado el misterio de la gracia, es que “nadie se gloríe más que en el Señor” ( 1Co 1, 31)» (De diversis quaestionibus ad Simplicianum I, 2, 21). Comentando estas palabras del Apóstol –explica Agustín en una de sus últimas obras–, san Cipriano, obispo de Cartago y mártir, las entendió en el sentido de que «de nada debemos gloriarnos, cuando nada es nuestro» (De dono perseverantiae 14, 36). Así pues, fue sobre todo esta exégesis ciprianea de las palabras de san Pablo la que iluminó e impulsó a Agustín a negar la autonomía de la voluntad humana en el bien. Comprendió que todos los bienes que el hombre posee y todo el bien que el hombre hace proceden de Dios, aunque de distinta manera. Mientras que Pelagio exhortaba a la joven y noble Demetriada a sentirse orgullosa de sus virtudes, porque éstas son los bienes que pertenecen solo al hombre. Agustín repetía con san Pablo: «El que se gloríe, gloríese en el Señor» ( 1Co 1, 31). El hombre no puede vanagloriarse de nada, no puede alegar ningún mérito ante Dios; debe siempre dar gracias a Dios, «dador de todos los bienes » ( del hombre» (p. 204), exclama admirado: «Esta es la gran concepción pelagiana» (ib.).
«Pelagio no solo ignoraba un aspecto esencial del cristianismo, sino que no reconocía ni siquiera ciertos elementos esenciales de la experiencia religiosa del antiguo Israel, porque ya los libros del Antiguo Testamento ven a Dios no solo como el educador de su pueblo, sino también como aquel que ayuda, renueva y transforma los corazones de los hombres»
Este es el punto crucial del libro y del pensamiento de Jonas. No tiene dificultad en admitir que Dios puede ayudar al hombre con una enseñanza moral y con el perdón de los pecados, pero lo mismo que los pelagianos se contrapone con fuerza a la idea de que Dios pueda obrar sobre la voluntad para transformarla (cf. p. 176). «Para Agustín», escribe, «el amor divino se convierte en una especie de poder mágico en el mismo hombre […]. El amor divino es un poder transfigurador o trasformador sin el cual el hombre estaría aún perdido, no obstante la revelación de los Evangelios y la vocación a la fe» (pp. 195-196). Lo que Jonas demuestra que no ha entendido, como no lo habían entendido Pelagio y sus seguidores, es que la experiencia cristiana no consiste en la observancia, todo lo radical se quiera, de una moral impuesta desde fuera y cumplida bajo la amenaza de un castigo o por la promesa de un premio. La experiencia cristiana consiste en un encuentro personal con Dios, en una relación filial con él, por lo que el creyente lo hace todo para su alabanza. Pelagio, además de los dones hechos por Dios a la naturaleza humana ( gratia creationis) y el don de la ley mosaica, admitía una gracia de Cristo, que consistía en la enseñanza y el ejemplo de la perfecta justicia, o sea, en el amor a los enemigos. También san Agustín reconoce estos tipos de gracia. Pero no los considera suficientes. Para él Jesucristo no es solo el maestro más grande y el modelo más perfecto de justicia: es el amigo y el hermano que ha dado su vida por nosotros y nos llama a vivir con él, por él y en él, para la gloria del Padre. Creer en Cristo, decía, es amarlo, unirse a él y hacerse miembros de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Sermones 144, 2, 2). Para vivir una experiencia tan sublime y envolvente no es suficiente la obediencia y la imitación, hace falta la comunión personal, que nace y es alimentada por el amor, don del mismo Cristo. Con otras palabras, en Cristo se revela el designio del Padre de reunir a los hombres en él mediante el don de su Espíritu, que derrama su amor en los corazones (cf. De Spiritu et littera 29, 50). No se puede comprender la doctrina agustiniana de la gracia si no se considera a la luz de esta revelación, que Pelagio ignora completamente.
Jonas admite que «Agustín no se equivocaba al ver que [en la postura de Pelagio] hay algo que no [...] es del todo cristiano» (p. 181). En mi opinión, sin embargo, habría podido y debido decir algo más. Pelagio no solo ignoraba un aspecto esencial del cristianismo, sino que no reconocía ni siquiera ciertos elementos esenciales de la experiencia religiosa del antiguo Israel, porque ya los libros del Antiguo Testamento ven a Dios no solo como el educador de su pueblo, sino también como aquel que ayuda, renueva y transforma los corazones de los hombres. Basta recordar la plegaria del salmista: «Crea en mí, oh Dios, un puro corazón, un espíritu firme dentro de mí renueva» ( Sal 51, 12), o la otra: «Asegura mis pasos conforme a tu promesa, no dejes que me domine ningún mal» (Sal 118, 133). Aquí y en otros textos semejantes el salmista no pide que se le instruya sobre el camino que debe seguir, sino que le pide a Dios que renueve su corazón, para que no ceda ante el mal. No solamente Agustín se remite a menudo a la plegaria de los salmos, para sustentar la necesidad de la gracia, sino que también se refiere a ella el papa Inocencio para denunciar el error de los pelagianos. Escribe en una carta a los obispos africanos: «Pues bien, los herejes que afirman la inutilidad de la gracia, deben necesariamente desaprobar las oraciones del salmista. Deben acusar a David de que no sabe orar, de que no conoce su propia naturaleza, pues, sabiendo que en ella hay un poder tan grande, es decir, la capacidad de hacer el bien, pide a Dios que sea su ayudante, y ayudante asiduo; y, por si eso fuese poco, se postra a pedir en sus oraciones que nunca lo desprecie, ¡y esto lo predica y grita por todo el cuerpo del Salterio!» ( Epistolae 181, 6, en el epistolario agustiniano).
A las oraciones del salterio se añaden las profecías de los antiguos profetas. En el libro de Jeremías resuena el anuncio de una alianza nueva, en virtud de la cual Dios pondrá sus leyes en los corazones y las escribirá en la mente de los hombres (cf. Jr 36, 32). El profeta Ezequiel es aún más claro: en los tiempos mesiánicos Dios dará a los israelitas un corazón nuevo, les quitará el corazón de piedra y les dará un corazón de carne, porque les infundirá su espíritu, de modo que vivan según sus preceptos y observen y practiquen sus normas (cf. Ez 36, 26-27). Pues bien, son precisamente estos textos proféticos los que confirman a Agustín en su doctrina. Escribe en el De Spiritu et littera: «¿Qué son, pues, los preceptos de Dios, por el mismo Dios escritos en los corazones, si no la misma presencia del Espíritu Santo, que es el dedo de Dios, por cuya presencia es derramada en nuestros corazones la caridad, que es la plenitud de la ley y el fin del precepto?» (De Spiritu et littera 21, 36). Evidenciando las diferencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, dice: «La ley fue escrita en aquél sobre tablas de piedra, y en éste en los mismos corazones, para que lo que en aquél causaba temor por medio de amenazas exteriores, deleite en éste interiormente, y lo que allí hacía prevaricador al hombre, mediante la letra que mata, le haga aquí amante, mediante el espíritu que vivifica» ( ibíd. 25, 42).
Es de verdad una pena que Jonas diera tan poca importancia a los libros del antiguo Israel, citando solo algunos aspectos e ignorando otros. La espiritualidad de los profetas y de los salmos es mucho más rica que el judaísmo reducido a una especie de estoicismo revisitado, y una reducción semejante no ayuda a ver los elementos de continuidad que hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y que san Agustín subrayó esmeradamente.
El rey David y otro profeta, estatuas de Benedetto Antelami, Baptisterio de Parma

El rey David y otro profeta, estatuas de Benedetto Antelami, Baptisterio de Parma

Aún menos acertada es la tentativa de oponer las enseñanzas de la Iglesia a las de Cristo o ver en el cristianismo una corriente paulina y agustiniana contrapuesta a los Evangelios o a otros escritos del Nuevo Testamento. Jonas ve en el influjo maniqueo el hecho de que Agustín presente a Cristo como médico y la gracia como medicina que cura (cf. pp. 142-143). Pero en el Evangelio de Mateo es el propio Jesús quien dice: «No necesitan médicos los sanos, sino los que están mal; porque no he venido a llamar a justos sino a pecadores» ( Mt 9, 12-13). En la reflexión agustiniana sobre la gracia se le da gran relieve a las peticiones contenidas en la oración del Señor, recogida por los Evangelios sinópticos: «No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal». Pelagio, señala san Agustín, «hace consistir la misericordia y auxilio medicinal del Salvador únicamente en el hecho de que Dios nos perdona los pecados cometidos y no en que nos ayuda para evitar los futuros. Late aquí muy pernicioso error; aunque sin reparar en ello, nos prohíbe velar y orar para que no entremos en tentación, empeñándose en que está en nosotros la potestad para resistir a ella» ( De natura et gratia contra Pelagium 34, 39). Afirmaciones aún más fuertes sobre la acción de Dios en el hombre se leen en el Evangelio de Juan. Aquí Jesús dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6, 44), palabras que le hacen exclamar a san Agustín: «¡Qué recomendación de la gracia tan grande!» (In Evangelium Ioannis XXVI, 2). Y también en el mismo Evangelio Jesús dice: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).
Son solamente algunos ejemplos que muestran suficientemente, en mi opinión, que respecto a la doctrina de la gracia no se puede contraponer, dentro del cristianismo, una corriente paulino-agustiniana a las enseñanzas de Jesús en el Evangelio.
Para terminar, más allá de las críticas que se le pueden hacer, creo que hay que reconocerle a Jonas el mérito de haber afrontado con valor y pasión el difícil tema de la libertad, llegando a algunas conclusiones totalmente compartibles, como cuando escribe que «el problema cristiano de la libertad es en realidad el problema de la subjetividad, que en su pureza ha sido concebida sólo en la filosofía judeo-cristiana del hombre, de un modo que no fue concebido en la filosofía greco-romana del hombre […]. Según esta nueva visión el problema no se presenta en la relación del hombre con la naturaleza o la sociedad externa, sino en la relación del hombre consigo mismo y con lo absoluto. El problema es, por tanto, el de la voluntad del hombre mucho más que el de sus acciones. La problemática de la voluntad como lugar de la libertad del hombre nace, pues, con la transición del paganismo al cristianismo, y en la lucha agustiniana antipelagiana alcanza su primera gran forma determinante, que fue también, durante algunos siglos, su forma decisiva». (pp. 215-216).


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