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HISTORIAS DE CURAS SENCILLOS
Sacado del n. 05 - 2010

El diario de Mons. Canovai, «canto dulcísimo de Tu misericordia»


Historia de don Giuseppe Canovai, sacerdote romano que vivió a principios del siglo pasado. En Roma, donde pasó gran parte de su vida, tuvo cargos en la Curia y fue asistente de la FUCI. Luego, a finales de 1939, se fue a Argentina como auditor de la nunciatura apostólica. Escribió un diario, que se publicó solo tras su muerte: allí anotaba sus pensamientos como si fueran oraciones


por Paolo Mattei


Un retrato de don Giuseppe Canovai <BR>[© Obra Familia Christi]

Un retrato de don Giuseppe Canovai
[© Obra Familia Christi]

«No hay nada que hacer: estos romanos, incluso las cosas dolorosas saben cambiarlas en fiesta, bendito buen humor». El joven Giuseppe Canovai apunta este pensamiento en la página de uno de sus muchos diarios en los que anotaba sus pensamientos y observaciones durante casi toda su vida. Escribe muchísimo, ya de muchacho, robándole tiempo al poco tiempo que le queda después de estudiar y de hacer las cosas de cada día. En los albores del siglo pasado, en 1919, exactamente, a la edad de quince años, recoge incluso retazos de vida cotidiana romana –«carrozas, automóviles, carritos cargados de mujeres provincianas gordas y llenas de collares, tranvías repletos, con gente viajando en los estribos, agarrada al exterior, y hasta en el techo»–, observando la alegría del pueblo en el que nació, la ligereza con que vive el día de la conmemoración de los difuntos: «Toda esta gente se mueve empujada por un pensamiento piadoso..., un pensamiento caritativo, realmente cristiano; pero no está triste, todo lo contrario, parece gente que va a una fiesta, y lo demuestran las numerosas fondas abiertas y los carros repletos de manzanas, peras, los carteles...».
Esta estampa romana de principios de noviembre ofrece una imagen sugestiva de la historia de quien la esbozó: un cura romano y romanesco, espectáculo de gozo y vivacidad para quienes lo conocieron, que con tenacidad de monje delinea en las páginas de los diarios («mis pobres apuntes») el perfil de sus días, trazando de este modo el retrato de una vida –con sus gozos y sus sombras, esperanzas y dificultades, expectativas, incertidumbres y lágrimas– que se desarrolla en un diálogo cotidiano con Jesús. Muchos de quienes tuvieron la suerte de conocerlo probablemente no sospechaban que en el diario íntimo cotidiano que llevaba aquel hombre –nunca falto de donaires populares ni de alegría contagiosa– se pudieran esconder reflexiones y observaciones tan dramáticas en torno a su existencia. Reflexiones y observaciones que Canovai, desde el principio, confiesa a su único gran amigo, Jesús, y que parecen una única plegaria: «Señor», anotaba en 1941, «hazme la gracia de no escribir nunca cosas en las que yo encuentre la satisfacción de la sensibilidad y de la soberbia; que escriba solo lo que te eleva a ti, lo que purifica y humilla, lo que castiga y renueva: el canto dulcísimo de tu misericordia».

El aire del mundo
El hijo del “señor Luigi” –empleado en el Instituto italiano de Crédito Fondiario– y de la señora Egeria –de familia romana y papalina, cuyo padre fue decano de los “sediarios” pontificios– vive con ellos en la via Terenzio, en el barrio de Prati, donde nació el 27 de diciembre de 1904. Comienza a asomarse fuera de su barrio cuando se matricula en el Instituto Visconti, en la plaza del Colegio Romano, cerca de la Universidad de la Compañía de Jesús, la Gregoriana. La imaginación se adelanta al futuro, el chiquillo ya se ve como «hombre de negocios» que se regalará el tiempo justo para «ver y conocer el hermoso país en el que he nacido», para ejercitarse «en las obras de la pintura, de la poesía, de la escultura; podré deleitarme en la mecánica observando sus grandes triunfos, en la arquitectura observando las grandes maravillas que abundan en mi Patria. Así es como veo mi futuro...». Las palabras del desarrollo de un tema del cuarto año de instituto –con todas los comprensibles matices de retórica ingenuidad– son las de un estudiante aplicado, curioso y abierto a las bellezas y los misterios de la realidad. Por lo demás, en su ciudad el viento del mundo le acaricia cada mañana llevándole el eco de las lenguas extranjeras de los viajeros, o la de las conversaciones de los estudiantes de la Gregoriana procedentes de varios países del globo. Entre ellos hay muchos curas, que inmediatamente le conquistan: «Su misión sobrenatural, su carácter perfecto... su maravillosa sucesión que los une a los apóstoles y, con estos, a su divino origen...».
La vocación tiene sus propios recursos para hacerse patente, a veces es lenta y discreta, otras veces es rápida y despreocupada, pero siempre con un ritmo determinado. A menudo parece querer jugar al escondite con el carácter de los hombres, con su flema o sus prisas, como las de Giuseppe, que sigue estudiando, y peregrinando, deprisa, por las calles de su amada ciudad, cuya historia antigua es capaz de contar desde muchacho con la competencia de un sesudo “romanista”. Se diploma en 1921 y al año siguiente se apunta a Jurisprudencia, en la antigua sede de la Sapienza. En las circunstancias más ordinarias –el estudio y el tiempo libre con sus muchos amigos, con los que a menudo se va a hacer excursiones a la montaña– poco a poco se abre paso la posibilidad de dedicarse a la vida sacerdotal, que, andando el tiempo, va tomando cuerpo en los coloquios con el padre Enrico Rosa, director de La Civiltà Cattolica, de cuyas manos había recibido la Primera Comunión: el jesuita será durante mucho tiempo su director espiritual. Es precisamente él quien le aconseja más descanso al muchacho, imparable en las iniciativas y actividades: «Esta tarde he ido a confesarme con el padre Rosa ... Me ha dado muchos y buenos consejos, entre ellos escribir menos y dormir más...». Esto anota en el diario de 1924, pocos meses después de la muerte de su padre, el señor Luigi, víctima de la gripe española el mes de marzo de aquel año. En la fatiga y el desconsuelo de aquellos meses se siente arropado por sus muchos amigos, especialmente por el «gozo que deriva ante todo de sentirse en paz con Dios y con los amigos de Dios: este gozo, diría yo, es casi la señal de una vida verdaderamente unida a Dios; este gozo sencillo e interior brilla sobre todos los santos: porque en ellos está el dulce habitar de Dios». Y con respecto al sacerdocio anotará al año siguiente: «He pensado, Señor, que la vocación... es una cosa absolutamente divina, que cualquier pensamiento humano ofusca y arruina; es cosa que sale de ti y regresa a ti, sujeta e iluminada por tu gracia, que es cosa tuya, en definitiva, don completamente tuyo, íntima respuesta de nuestra alma a ti, que amorosamente nos llamas y nos invitas a seguirte».

Mons. Canovai con algunos estudiantes de la FUCI en una foto de 1937 [© Obra Familia Christi]

Mons. Canovai con algunos estudiantes de la FUCI en una foto de 1937 [© Obra Familia Christi]

“En tu voluntad está nuestra paz”
La Compañía de Jesús ejerce en Giuseppe una llamada formidable: en la Orden de San Ignacio desea formarse para el sacerdocio. Pero la situación económica incierta después de la muerte de su padre y la salud precaria de su madre, que necesita asistencia, le aconseja prudencia al padre Rosa, que, de todos modos, le vería bien como futuro colaborador de La Civiltà Cattolica. Mientras tanto, en el 26, año de intenso estudio, el joven Canovai se licencia en Jurisprudencia por la Sapienza y en Filosofía por la Gregoriana, donde, el mismo año, se matricula a Teología. El padre Rosa hace que el Colegio Capranica sea su seminario, para que pueda continuar sus estudios en la Gregoriana. Aquí entra en 1929, un año de grandes pruebas: el sueño de la Compañía parece esfumarse, entre otras cosas por el desacuerdo del cardenal vicario Basilio Pompili, que quisiera verle en el seminario lateranense y que de mala gana tolera que ingrese en el Capranica. En el mismo período comienza a sufrir de una úlcera duodenal que nunca le abandonará. Aquel año anota: «Y sin embargo, Señor, en la paz que en el fondo alberga en mi alma veo la sombra amorosa de tu misericordia y tu providencia. Gracias, Dios mío, por la paz que hoy me has concedido a pesar de las malas noticias recibidas y los problemas que probablemente tendré que afrontar. Haz, oh Señor, que esta paz y esta paciencia nunca me falten. Siento a veces vacilar mi débil voluntad, mi confianza. Dame tú, Señor, fuerza y ánimo, haz que contra todas las apariencias humanas yo esté lleno de confianza, de esperanza, de gozo. Dame, Señor, tu paz, la paz de tu paciencia y de tu resignación. Haz que yo sea siempre, cualquiera que sea mi mañana, igualmente alegre, igualmente sereno».
Giuseppe volverá a intentar el año siguiente el ingreso en la Compañía, aunque el padre Rosa se lo desaconseja. No será aceptado. Pero todo se lo confía a la voluntad de Dios: «¿Qué depara el porvenir? Yo no lo sé, está en tus manos, Dios mío. Pero sea lo que sea, traerá paz porque “en tu voluntad está nuestra paz”». También a su madre, preocupada porque soporta mal la inercia a la que la ha condenado su delicado estado de salud, le escribe: «Vuelva a estar tranquila y rece siempre al Señor. Digo siempre porque la oración no ha de “interrumpirse” para que sea realmente aceptada por el Señor. No tenemos que dejarla nunca: así que rezar u ofrecer lo que se hace, o mejor, lo que tenemos el deber de hacer, esta es la mejor oración. Y usted tiene el deber ahora de no hacer nada y de estarse tranquila, aunque tuviera un “pretexto” para no estarlo; así que ofrezca al Señor “el no hacer nada” y el “estar tranquila”, y ofrézcaselo con mucho amor y con gran sencillez, y así rezará ininterrumpidamente con la oración más hermosa y mejor aceptada por Dios».
Son meses duros para Giuseppe, que escribe el 6 de agosto: «Paso momentos en los que el pensamiento de ser incapaz de cualquier cosa, inadecuado para cualquier cosa... que para mí no hay ya ninguna esperanza, me oprime hasta lo inverosímil y lo indecible. Y sin embargo, esos son los únicos momentos en que me conozco profundamente».

«Qué fácil es dejarse llevar por Él»
«Oh Señor, ¿qué puedo darte yo? Y decir que la gente habla de mí como de una persona que puede hacer algo; yo solo siento, oh Señor, con evidencia, que no podré hacer nada, ¡que estoy acabado! Pero ni siquiera esto me abate, tú solo me bastas, in nomine tuo laxabo retes!». Con estas breves notas don Giuseppe entrega al Señor su sacerdocio: la ordenación tiene lugar el 3 de mayo de 1931, y ya el mes siguiente el nuevo cura recibe el primer cargo como redactor de minutas en la Sagrada Congregación de los Seminarios y las Universidades. Tampoco este cargo se corresponde con sus aspiraciones. Se siente llamado a la enseñanza o a la predicación, ministerios para los cuales, según muchos de los que lo conocen, posee una muy clara propensión: «¡Llevo una vida tan distinta de la que yo soñaba, una actividad tan desconforme con la que yo habría querido! Paciencia, tú me apoyarás, oh Señor mío, y yo te ofreceré todo».
El 21 de diciembre de 1932 se licencia en Derecho Canónico: tiene veintisiete años y cuatro licenciaturas, cruce de números que hablan de prontitud, la misma con la que se desplaza por la ciudad en aquellos años, a pie o en un “Topolino”: «Iba siempre de prisa», cuenta uno de los muchos que lo conocieron durante aquel ir y venir– después del horario de trabajo o durante las vacaciones– a su ministerio predilecto: la predicación. Va adonde lo llamen, y lo llaman de todas partes, a dar conferencias sobre san Benito y san Francisco, sobre Benedicto XV y sobre Bellarmino, sobre Carlomagno y Giambattista Vico; habla de apologética y teología, de catacumbas romanas y de Derecho, de Guerra y paz y de Papini... Luego predica ejercicios espirituales y exhortaciones en todos los rincones de la ciudad. Y junto a algunos amigos comienza a darle forma a una obra fundada en el laicado contemplativo, la “Familia Christi”, cuyo estatuto será aprobado en 1938.
Mientras tanto cambia de casa, se establece en vía Monserrato como asistente de las Brigidinas, y es nombrado capellán de San Ivo en la Sapienza, sede de la Universidad de Roma. En 1937 es asistente de la FUCI romana. Y también monseñor: «Y ahora, a hacer de Arlequín», dice irónicamente al recibir las insignias del título honorífico.
Las palabras del diario son un río cársico que fluye silenciosamente bajo el ruido de cada día: «¡Qué fácil es caminar junto a Él, qué fácil es ser llevado por Él llevándolo a Él!». Todo se vuelve más fácil cuando don Giuseppe está en compañía del destinatario de sus oraciones escritas, de sus “pobres apuntes”: «Señor, mantén mi alma en estos deseos: sé, Señor, que no es posible permanecer en ellos sin la perenne ayuda de tu gracia». En esas páginas anota también pensamientos para las homilías, como las que escribía sobre la parábola evangélica del hijo que, después de negarse a obedecer a una orden de su padre, al final obedece: «...ese angelito del Evangelio me gusta tanto porque está lleno de discreción, lleno de compasión hacia nuestra debilidad... Porque es tan humano... Precisamente porque es tan estupendamente divino, me parece que nos pasa por dentro, casi inadvertida, una misteriosa complacencia de Dios por esas pobres resistencias de la naturaleza que se retuerce en su debilidad antes de ceder a la invasión de la caridad». A menudo se trata de breves contemplaciones en las que predomina la maravilla por una belleza entrevista: «¡Qué santa es la ley del Señor! ¡Me gusta tanto ese largo salmo del domingo en el que es glorificada de todas las formas posibles! Pero esta mañana pensaba especialmente en ese versículo: “iuidicia tua iucunda”. ¡Qué alegre es en el corazón la ley del Señor! […] Y qué hermoso es sentir cerca de esa invitación a la observancia de los preceptos la promesa del Paráclito... ¡Qué hermoso es! Parece como si el Señor no pudiera pedirla sin prometer ayuda... como para darnos a entender que esta misma observancia no será nuestra, sino suya, que será la difusión en nosotros y fuera de nosotros del prometido Espíritu de Dios».

Mons. Giuseppe Canovai en el puente de la nave “Oceanía” que lo llevó a Argentina en diciembre de 1939 [© Obra Familia Christi]

Mons. Giuseppe Canovai en el puente de la nave “Oceanía” que lo llevó a Argentina en diciembre de 1939 [© Obra Familia Christi]

«Con mucho gusto, Señor»
«¡Esta mañana, su excelencia Montini me ha propuesto ir como auditor a Buenos Aires! ¡Qué triste Pentecostés! Siento una pena inmensa... ¿Pero será esto lo que quiere exactamente el Señor?». Es el 27 de mayo de 1939. A don Giuseppe le parece que todo se está moviendo en dirección tercamente contraria a sus deseos: antes los “papeleos” de la Congregación romana, ahora la propuesta de Montini, sustituto de la Secretaría de Estado, de ir a Argentina como auditor de la nunciatura apostólica, donde los “papeleos” iban a ser con toda probabilidad todavía más numerosos y pesados. Con los amigos, a los que sabe que quizá no volverá a ver, se ríe de la novedad en dialecto romano: «Ahora nos vamos de diplomático... Y ya se sabe, ¡menuda vida!... porque el diplomático, pobrecillo, lleva siempre metido el miedo en el cuerpo de que pueda pasarle un
El auditor se siente a veces incómodo en las recepciones («donde se ven tantas cosa feas», explicaba a sus amigos de Roma antes de irse: «Y tienes que hacerles reverencia a los ministros, y a los senadores, a los diputados, a los representantes, a todos los gorrones internacionales...»), pero cumple su función estupendamente, como buen diplomático, pese a que sus apuntes están, como siempre, repletos de apasionada humillación: «Para mí es dulce no solo saber, sino sentir, saborear la imperfección y la miseria de que están llenas todas mis obras, gustarla hasta sus mínimos detalles, hasta la intimidad, porque entonces me parece que la misericordia del perdón penetra en cada fibra de la vida y me parece que cada instante de mi vida está sujetado por la efusión de la misericordia».
Todo lo que considera necesario para su vida, también allí, es «... llamar y machacar siempre por una sola cosa: la única que es sin duda buena: la comunión amorosa y confidente, humilde y serena con la cruz del Hijo de Dios». Su consuelo es la amistad con Jesús, que lo había acompañado hasta allí: «Consuelo indecible sintiendo que he dicho misa de manera incomparablemente mejor que cuando hice la primera: después de diez años de infidelidad y miserias, este rasgo de misericordia de mi Dios me parece don suave de perdón y certeza de amistad divina».

«Como una flor que florece en primavera»
Don Giuseppe Canovai morirá el 11 de noviembre de 1942 en Buenos Aires, en una clínica en la que había sido internado por una peritonitis. Acababa de volver de Chile, donde había estado de enero a julio como encargado de asuntos ad interim. La enfermedad lo tenía exhausto. Tenía treinta y ocho años. En uno de sus últimos apuntes, de mediados de octubre, escribe: «Alegría de oración viva y lágrimas de arrepentimiento. Alegría de recibir mi nuevo día de Dios, como un gran don divino. ¡Qué gran acontecimiento el nuevo día! Una nueva invitación al Amor. Al final de mi meditación el breviario ha florecido en el alma como una flor florece en primavera».
La jornada del sacerdote romano estaba terminando, entre las oraciones de quienes estaban a su alrededor, y las suyas, las más sencillas: «Me ha conmovido sobre todo», había escrito en 1941, «la búsqueda de Dios en las oraciones más humildes, la oración vocal... el Rosario, el Padrenuestro, las Avemaría, repetidas durante la jornada, las jaculatorias que se dicen casi en murmullo cuando el alma está cansada y fatigada, el Via Crucis, las fórmulas de las oraciones preferidas que se pronuncian casi como saltando sobre las sílabas de lo conocidas que son, las letanías de la Virgen, las letanías de los santos, los salmos de la penitencia y del gozo, todas son palabras santas con las que se pide a Dios, con las que se implora su gran descenso en nuestro espíritu, en las que el alma se abre para ser invadida, se humilla, se tumba ante Dios para que la recoja su misericordia. ¡Pequeñas y humildes oraciones de nuestros labios cansados! […] Cuando falten las fuerzas para adornar la casa interior del alma y todo esté consumado, cuando los labios moribundos apenas puedan moverse, vosotras, humildes hermanas menores de mi meditación secreta, vosotras seguiréis floreciendo sobre mis labios apagados buscando la misericordia de Jesús y la dulzura de María».


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