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REPORTAJE DESDE SIRIA
Sacado del n. 08/09 - 2010

Cristianos en Oriente Medio. Llevados por Jesús por caminos inescrutables


Apuntes de viaje en la vida ordinaria de comunidades cristianas de tradición apostólica. Un milagro de inerme e ininterrumpida presencia, entre fidelidad a la propia historia y mezclas con la civilización islámica


por Gianni Valente


Gestos de devoción musulmana ante el mausoleo de San Juan Bautista, en la mezquita de los Omeyas, Damasco <BR>[© Massimo Quattrucci]

Gestos de devoción musulmana ante el mausoleo de San Juan Bautista, en la mezquita de los Omeyas, Damasco
[© Massimo Quattrucci]

La placita de Bab Touma es como siempre un vaivén de gente: la parada de los taxistas, el olor del kebab, las melodías sincopadas de canciones árabes que salen de las radios siempre encendidas de alguna tienda. Pero no hay más que adentrarse pocos metros por las callejuelas de lo que las guías turísticas llaman el “barrio cristiano” de Damasco, para que inmediatamente un silencio regenerador haga de caja armónica a ruidos familiares y cotidianos: los pasos sobre los adoquines, las voces que salen de las ventanas, el toque de las campanas. En las encrucijadas y las fachadas de las casas los templetes de la Virgen y los Cristos en la cruz se asoman con discreción a la vía pública, a los pensamientos absortos de quienes por allí pasan. Algunos levantan la mirada y se persignan.
También en el patio de la iglesia de San Pablo, la parroquia de rito latino llevada por los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa, se respira un aire relajado y festivo de oratorio de verano. Un grupito de adolescentes ríen y bromean en el umbral de una salita. Mientras el padre Raimundo Girgis, el joven párroco vestido con el hábito, sentado en la oficina parroquial lleva en sus manos el librito que acaba de imprimir para difundirlo entre los feligreses. En él se narra la historia de los mártires de Damasco. Habla de la sangre de cristianos derramada en este lugar, donde ahora también para todos los que creen en Jesús todo parece desembocar en una vida serena y tranquila, la vida de quien se siente en su casa. Precisamente aquí, en julio de 1860, fanáticos drusos iban por las calles degollando y arramblando con todo, gritando «lo bonito que es matar cristianos». Entonces solo la protección de un emir argelino y de sus milicias impidió que se llevara a cabo un exterminio. Pero un traidor indicó la pequeña y frágil puerta para expugnar el convento de los frailes. Mataron a ocho, junto a tres fieles maronitas. El padre Manuel Ruiz y sus compañeros, antes del martirio, se habían reunido en la iglesia. El padre superior les había perdonado sus pecados, y luego habían hecho la comunión, consumiendo todas las hostias consagradas para que no fueran profanadas.
Ahora, aquí, todo es diferente. Hace decenios que no hay en Siria ninguna restrición a la expresión libre y pública de las prácticas y las devociones de quienes confiesan a Jesús Hijo unigénito de Dios. La última procesión de fieles atravesó las calles de Bab Touma solo hace algunas semanas, entre rezos y cantos en árabe. Misas, peregrinaciones, colonias de verano, conferencias, cursos de catecismo, campos de scouts tienen lugar en la ciudad y en los pueblos sin problemas. Las solemnidades de Navidad y Pascua –tanto la católico-latina como la cristiano-oriental– son días de fiesta en todo el país. Incluso el librito impreso en árabe sobre los mártires de Damasco –especifica el padre Raimundo– es una señal pequeña pero elocuente de los meandros imprevisibles y repentinos que la historia toma a veces por estos lares. El librito vuelve a sacar un viejo hecho de sangre: cristianos asesinados por una secta musulmana. Y sin embargo, las oficinas competentes del gobierno –el de la República Árabe de Siria, no de un neoprotectorado colonial sometido a Occidente– han concedido sin ninguna resistencia el nihil obstat a su publicacion.

Las prioridades del presidente
Los cristianos de todo Oriente Medio conocen este carácter imprevisible de la historia y la respetan desde hace milenios. Desde que los primeros discípulos se encontraron imprevisiblemente con Jesús, en el mar de Galilea. Porque desde entonces hay cristianos en Oriente Medio.
En el santuario de Santa Tecla, en el pueblo rupestre de Maalula, todavía se oye rezar el Padre Nuestro en arameo, la lengua de Jesús. En aquella gruta santa, donde según la tradición local la discípula de san Pablo pasaba su vida de ascesis y rezos curando a los enfermos con el agua de la fuente milagrosa, hoy se entra con los pies descalzos y se reza arrodillado o sentado en alfombras damasqueadas, como en las mezquitas. Y la apostolicidad de toda la Iglesia, el depender de los testimonios de los que vivieron con Jesús y lo vieron resucitado, se revela en los gestos y las palabras habituales de las hermanas ortodoxas, en la caridad leve con que la superiora madre Pelaya y sus trece monjas reciben a los peregrinos y cuidan a los cincuenta huérfanos que la Providencia y el Estado les han confiado. También en el cercano monasterio de Nuestra Señora de Saidnaya, donde se guarda bajo llave un precioso icono mariano atribuido a san Lucas, los padres árabes llegan desde lejos, desde Jordania y Líbano, para bautizar a sus hijos, como ya ocurría aquí en los primeros siglos después de Cristo, mucho antes de que llegaran las tropas árabes que dieron comienzo a los siglos de la civilización musulmana.
En el siglo VII, cuando con los Omeyas Damasco se convirtió en la capital del primer imperio islámico, el nuevo poder dejaba amplio espacio a los cristianos árabes y arabizados de Siria. Durante setenta y cinco años, cristianos y musulmanes compartieron la gran iglesia dedicada a san Juan Bautista, celebrando codo con codo sus ritos y liturgias, antes de que el califa decidiera construir en su lugar la gran mezquita donde todavía hoy las mujeres y hombres del islam rodean de gestos devotos el memorial que, según la tradición, guarda la cabeza del primo de Jesús. San Juan Damasceno, hijo de un funcionario del califa de Damasco, fue el ejemplo más famoso de esta duradera relevancia de la comunidad cristiana englobada en la naciente civilización islámica. «Gracias a los cristianos de Siria los conquistadores entraron en contacto con el pensamiento antiguo y recogieron su inmensa herencia» (J.-P. Valognes, Vie et mort des chrétiens d’Orient, Fayard, París 1995, pág. 704).
Desde entonces no se puede, desde luego, decir que a los cristianos de Siria les hayan faltado los problemas, los sufrimientos, las tragedias enormes: los atropellos sufridos con los abasíes, las feroces represalias mamelucas que siguieron a las cruzadas, las innumerables historias de violencia y sometimiento que caracterizaron los siglos de la dominación otomana, sobre todo cuando «los cristianos eran el pretexto para las ingerencias europeas» (ibid., pág. 707). Pero ahora, desde hace ya decenios, la brújula de los grupos que controlan el poder sigue siendo la del nacionalismo panárabe unanimista. Una opción secularizadora, que pone en sordina las discriminaciones de base religiosa y exalta la identidad árabe-siria como exclusivo criterio fundador de la unidad nacional. Una línea impuesta por el general Hafez al-Assad en 1970 y retomada por su hijo Bashar –que le sucedió en 2000 en la presidencia del país– con argumentos iluminados y medidas legales que reivindican para el Estado laico el papel de garantizador de la pacífica convivencia entre las distintas comunidades confesionales. En junio de 2006, un decreto presidencial garantizaba a las comunidades católicas la posibilidad de regular materias de derecho privado familiar y hereditario según normas y criterios no conformes con la legislación de derivación coránica en vigor entre la mayoría musulmana. Mientras que el pasado julio una circular del Ministerio de Educación sirio prohibía el velo integral en las maestras de las escuelas y las estudiantes de las universidades públicas, como antídoto a la difusión de «ideas extremistas». Un mes antes, 1.200 maestras que vestían el niqab (velo que deja al descubierto solo los ojos) fueron trasladadas a trabajos de oficina, donde no existe la posibilidad de estar en contacto con los estudiantes. «Ahora nuestra primera urgencia es mantener nuestra sociedad secular tal como es hoy», declaró sin ambages el presidente Assad el pasado 27 de mayo, en la larga vídeoentrevista concedida al periodista estadounidense Charlie Rose. «En Siria», explicó el presidente, «existe una diversidad rica, de la que estamos orgullosos. Pero al final, tú formas parte de esta región. Y no puedes dejar de tener en cuenta los conflictos que te rodean. Si te encuentras con un Líbano sectario al oeste y un Irak sectario al este, con un proceso de paz todavía irresuelto en tu frontera meridional, y tienes terroristas que campan por sus fueros en toda la región, antes o después te contagiarán».

El santuario de Santa Tecla en el pueblo rupestre de Maalula [© Massimo Quattrucci]

El santuario de Santa Tecla en el pueblo rupestre de Maalula [© Massimo Quattrucci]

Los fantasmas de Quneitra
El efecto que ha tenido en la vida de los cristianos el contagio de la espiral sectaria comenzada en Irak por la «Coalición de voluntarios» enrolada por Bush lo sabe bien Farid Bulos, el párroco de Santa Teresita, la iglesia de los caldeos en Damasco. La guerra terminó oficialmente hace años, pero en la capital siria sigue habiendo más de un millón de refugiados iraquíes. De ellos –lo dicen los datos de las oficinas locales de la ONU para los refugiados– menos de 1.200 han vuelto a Irak desde 2008. Los otros sueñan con escapar a otro lugar, a Europa, a América. Esperan el visado, acostumbrándose con el tiempo a una crónica precariedad en la que tienen que apañárselas para seguir adelante. La parroquia, con sus frágiles recursos, intentó desde un principio funcionar también como centro de primera asistencia para los náufragos que llegaron a Siria sin nada, solo con la ropa que llevaban puesta, con el único alivio de haber escapado de las matanzas, los homicidios y los secuestros que estaban a la orden del día en un enloquecido Irak “liberado”. Pero la emergencia se volvió situación permanente, y a la larga desgasta, como las enfermedades incurables. Y en Damasco, inmensa sala de espera de miles de vidas suspensas, se manifiesta sin máscaras la fragilidad vulnerable de una de las más sólidas Iglesias de Oriente, la disipación de una cristianidad milenaria llamada a la fe por la predicación del apóstol Tomás y ahora desarraigada de la misma tierra en la que había germinado. «Aquí ahora ya no hay curas iraquíes. Han pasado varios, pero también ellos en cuanto consiguieron el visado para algún país occidental se largaron», cuenta con amargura Farid.
La presencia ininterrumpida de las comunidades cristianas medioorientales a través de los siglos es un milagro de la historia precisamente porque tiene que ver con realidades humanas frágiles y sin armadura. Un desamparo que ha dado prueba de saber hallar todas las vías posibles de adaptación a las condiciones más hostiles que han tenido lugar en la civilización islámica. Pero que sufre fatalmente las situaciones de conflicto, las pruebas de fuerza que hacen que salten los equilibrios y dañan la trama de la convivencia social ordinaria y pacífica. Por eso cada guerra que se fomenta en aquellas tierras es siempre una guerra contra los cristianos. Son ellos los primeros en pagar, los blancos de los disparos, las víctimas predestinadas. Sin cuarteles donde resistir, sin milicias tribales a las que pedir protección, sin vanguardias militantes que utilizar como escudos humanos en las tierras de disputadas.
Quneitra, la ciudad fantasma, es un inmenso promemoria del conflicto que desde hace decenios, incluso en sus fases latentes, sigue envolviendo y golpeando la vida de toda la gente de aquí. Antes de la guerra de 1967 era la capital administrativa de la región que comprendía las alturas del Golán. Ahora es solo un montón de escombros: todo sigue exactamente igual que lo dejaron los ocupantes israelíes, que arrasaron con minas y excavadoras las casas e iglesias, escuelas y mezquitas, tras evacuar a los 30.000 habitantes árabes y antes de retirarse unilateralmente a las alturas. Se llega entrando en la franja de seguridad que siguen controlando los soldados de la ONU, después de pasar bajo los puestos israelíes que desde lo alto de las colinas dominan todo el área. De las pocas cosas que han quedado en pie destaca el esqueleto de la iglesia ortodoxa. El gobierno sirio nos lleva de excursión a los periodistas extranjeros, y los guías no se cansan de seccionar esa inmensa huella que no ha querido ser borrada de la gratuita devastación ordenada por los enemigos. Entre memoria y propaganda, las reproducciones plásticas de la zona de lucha ofrecen, de todos modos, una instantánea perfecta del valor estratégico del área para el control de los recursos hidrológicos. Quizá por esto también en el Golán hay quienes quieren mantener abierta a toda costa la herida. Apostando todo por la opción ilógica y surrealista de detener el tiempo en casi hace cincuenta años, en un pasado maligno que quita el agua, el aire y la luz a las miles de flores de paz que esperan solo germinar en estas áridas tierras.

La estructura desnuda y en ruinas de la iglesia greco-ordotoxa de Quneitra, uno de los pocos edificios que quedaron en pie en la ciudad del Golán destruida en 1967 por los ocupantes israelíes antes de su retirada <BR>[© Massimo Quattrucci]

La estructura desnuda y en ruinas de la iglesia greco-ordotoxa de Quneitra, uno de los pocos edificios que quedaron en pie en la ciudad del Golán destruida en 1967 por los ocupantes israelíes antes de su retirada
[© Massimo Quattrucci]

El sueño de Homs
Y sin embargo no hay más que alejarse del Golán para darse cuenta de que el encanto se ha roto. Las fórmulas mágicas que querían petrificar a Siria en el gueto de los Estados-canalla ya no funcionan. Desde Damasco a Aleppo, desde el mar hasta las llanuras del Éufrates, todo habla de un país consciente de su gran historia, habitado por un pueblo joven que se está colocando en la posición de salida, impaciente por comenzar la carrera hacia el futuro.
Los primeros diez años en el poder del “joven” Assad se interpretan en el país como una progresiva salida del aislamiento y de la marginalidad internacional, una fase de tránsito en la que se han sentado las bases para un inminente “renacimiento” sirio. Los líderes políticos quieren liberarse paulatinamente de ciertas rigideces antishistóricas de corte soviético. Y se mueven con nueva fuerza por escenarios geopolíticos, refuerzan las alianzas tradicionales mientras buscan amplios acuerdos con todos los otros sujetos geopolíticos regionales, en una especie de frente común de autodefensa de los riesgos de “contagio” iraquí. Siria intensifica las relaciones con Irán (que está construyendo en el centro de Damasco un inmenso centro cultural) sin renegar de los lazos tradicionales con el otro gran polo regional representado por Arabia Saudí; relanza sobre nuevas bases las relaciones con Líbano del presidente Michel Suleiman y del primer ministro Saad Hariri, con el objetivo de archivar una larga y controvertida época de tensiones y venenos; mantiene canales de diálogo con Hezbolá y con los grupos divididos del poder palestino, incluida Hamás; y sobre todo refuerza el inédito eje con la Turquía de Erdogan, inaugurado por el acuerdo de libre intercambio siro-turco de 2004 que se desarrolló con la apertura de las fronteras entre los dos países y con la firma de decenas de acuerdos de naturaleza económica.
Los primeros en llegar fueron los chinos y los iraníes. Burlando el embargo americano comenzaron a producir máquinas para los países árabes. En la fábrica de la empresa Hmisho, técnicos chinos y trabajadores sirios trabajan codo con codo, produciendo mini suvs de siete mil euros. En el área residencial de esta “nueva” Homs, industrial y tecnológica, el plan regulador prevé bancos y hoteles, escuelas y centros deportivos, hospitales y centros comerciales. Junto a las mezquitas, se construirán también iglesias. En un país así, sin tener que emigrar para buscar trabajo, paz y una vida mejor, podrán seguir sintiéndose en casa también los cristianos, si Dios quiere.


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