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SANTUARIOS LOMBARDOS
Sacado del n. 12 - 2003

Una joya románica entre montañas


Los orígenes de la iglesia de San Pedro en el Monte de Civate son legendarios. Pero aquí más que los documentos hablan las piedras y los frescos. Como el que representa la lucha de los ángeles encabezados por el arcángel Miguel contra el enorme dragón rojo que quería apoderarse del niño que la mujer vestida de sol había dado a luz, como dice el capítulo XII del Apocalipsis


por Giuseppe Frangi


La iglesia de San Benito vista desde la iglesia de San Pedro, al pie del monte Civate

La iglesia de San Benito vista desde la iglesia de San Pedro, al pie del monte Civate

¿Qué hacen allí arriba, solas en el valle al pie del monte Pedale, que domina la llanura lombarda y el lago de Annone, estas dos joyas de la arquitectura románica? Parece extraño, pero ni siquiera los historiadores y los críticos de arte han logrado dar una respuesta a esta pregunta. Aún queda para llegar a las dos iglesias, San Pedro y San Benito, situadas a 660 metros de altitud, hay que caminar más de una hora saliendo del pueblo de Civate, del que han tomado el nombre. Una fatiga ampliamente recompensada por el espectáculo que se admira, cuando las dos iglesias, recostadas en el verde de los prados, se presentan a la vista.
Pero ¿quién y por qué decidió construirlas en un lugar tan aislado? La leyenda narra que el rey longobardo Desiderio quiso construirlas como reconocimiento por haber obtenido una gracia que había pedido. Su hijo Adalgiso, culpable de sacrilegio por haber matado a un jabalí que se había refugiado bajo el altar, había sido castigado con la ceguera. El rey imploró la gracia y en sueños le fue anunciado que su hijo recobraría la vista si construía una iglesia en aquel lugar. Y así lo hizo, según refiere, en un latín vulgarizado, la Chronica mediolanensis, un manuscrito conservado en la Biblioteca nacional de París. El manuscrito añade además un detalle interesante: Desiderio, al parecer, le pidió al papa Adriano algunas reliquias para conservarlas en la nueva iglesia. Obtuvo nada menos que una reliquia de san Pedro, y otra del papa Marcelo (el fresco del siglo XII, situado en la entrada, que representa al papa Marcelo, apoya lo que narra la leyenda). En cambio, el primer testimonio histórico de la existencia de la iglesia de San Pedro es un documento del 845. Dice que vivía aquí una comunidad de 35 monjes, obedientes a la regla benedictina: una comunidad no pequeña que vivía en un edificio hoy desaparecido. Otra noticia posterior es del año 859, más o menos, cuando el obispo de Milán, Angilberto II, el que encargó el célebre altar de oro de la Basílica ambrosiana, hizo trasladar de Albenga a Civate las reliquias de san Calócero, un mártir que vivió, al parecer, en el siglo I. A él está dedicada otra iglesia, con monasterio adjunto, en el pueblo de Civate.
Pero tal vez la fecha más importante, la que marca el perfil de San Pedro y de San Benito, es 1097. En septiembre de este año muere el arzobispo de Milán Arnolfo II y es enterrado en Civate. Había sido elegido a la cátedra de Ambrosio en 1093, pero como las circunstancias no estaban muy claras el pontífice Urbano II invalidó al principio su nombramiento. Arnolfo se retiró a rezar a San Pedro, en Civate, donde permaneció dos años hasta que llegó la aprobación de Roma. Todas estas peripecias demuestran la afición del obispo por el antiguo asentamiento monástico y confirman las hipótesis planteadas por los críticos según las cuales las obras de embellecimiento de San Pedro se llevaron a cabo en este periodo.
El altar decorado con frescos del ábside de la iglesia 
de San Benito

El altar decorado con frescos del ábside de la iglesia de San Benito

En Civate, efectivamente, más que los documentos hablan las piedras, y sobre todo los frescos y los estucos. Son dos iglesias, como hemos dicho. La primera, un poco más abajo, está dedicada a San Benito. Su planta es circular, por lo que se pensó que era un baptisterio: en realidad no tuvo nunca esta función porque no se han encontrado la pila ni los canales de desagüe. Dentro, de todos modos, podemos hacernos una idea de lo que nos espera en San Pedro. El altar de la absidiola que se encuentra frente a quien entra conserva frescos en los tres lados. En el lado derecho destaca la figura de san Benito con los brazos abiertos. En una mano tiene el báculo, en la otra un libro con la leyenda: «Ego sum Benedictus abas».
Mirando hacia arriba al salir, vemos la majestuosa escalinata con 23 peldaños escuadrados toscamente que sube hacia San Pedro. Y aquí nos espera la primera sorpresa: la fachada de San Pedro es convexa; parece, mejor dicho, es un ábside, semejante al de San Pedro en Grado, en Pisa, iglesia construida donde según la tradición desembarcó san Pedro. Pero además, en torno al ábside hay un pórtico que se abre hacia el valle con sus elegantes bíforas. Las razones de esta maravillosa pero extraña fachada-ábside están ligadas al año 1097 y a la historia del arzobispo Ansperto. Al parecer fue él quien intervino en la iglesia, cambiado la orientación y moviendo el altar en dirección de la montaña. El viejo ábside se convirtió en la nueva fachada y la cripta, que mantuvo la orientación original, hoy está al revés respecto al plano de la iglesia.
¿Fue también Ansperto quien llamó a las extraordinarias maestranzas para que realizaran los frescos y decoraran la iglesia con los famosos estucos? La fecha que propuso hace cincuenta años el mayor experto del medievo lombardo, Pietro Toesca, y que se basa en comparaciones estilísticas, coincide con la que sugieren los hechos relativos a Ansperto. Estamos a comienzos del año 1100, un periodo aún dominado por las escuelas bizantinas. No cabe duda de que a Civate llegó un gran maestro, al que se le atribuye la gran escena pintada en la luneta de la entrada y que ilustra el principio del capítulo 12 del Apocalipsis.
Algunas imágenes de la iglesia de San Pedro

Algunas imágenes de la iglesia de San Pedro

Pero antes de llegar al momento culminante, el fiel debe hacer un pequeño recorrido que comienza con el fresco que está sobre la puerta de entrada, en el que Cristo entrega las llaves y el libro a Pedro y Pablo, los apóstoles tienen las manos veladas. En una bóveda interior podemos ver la representación de la Jerusalén celeste, descrita como una ciudad exuberante, cerrada por 12 puertas a las que se asoman 12 ángeles y sobre las que están los nombres de las 12 tribus de Israel y de los 12 apóstoles. En el centro, Cristo, con un libro, en el que puede leerse claramente: «Qui sitit veniat», quien tenga sed que venga. La referencia es al río que nace del monte a los pies del Salvador, se ramifica en cuatro cursos de agua y confluye en las cuatro aristas de la bóveda siguiente (donde a cada río se le da un nombre) que indica el hecho de que los Evangelios son predicados en todos los rincones de la tierra, como ha reconstruido recientemente Lorenzo Cappelletti en su libro dedicado a los frescos de la cripta de Anagni, muy próximos desde el punto de vista temático y quizá también cronológico a los de Civate. «En los corazones de piedra de los gentiles Dios abrió los ríos de la predicación… Lo que hemos oído que se nos prometía ahora lo vemos cumplido»: son palabras de Gregorio Magno, que describen perfectamente el itinerario aquí ilustrado. ¿Será una casualidad que el papa Gregorio y el papa Marcelo estén representados en las dos pequeñas paredes de la entrada, en actitud de recibir a los fieles que empujan a la entrada? «Venite filii audite me, timorem Domini docebo vos» (venid hijos, escuchadme, os enseñaré el temor de Dios), dice el primero; «Accedite filii et inluminamini» (entrad hijos y seréis iluminados), dice el segundo.
Tras pasar bajo estas pequeñas bóvedas del nártex interior se llega a la gran nave de San Pedro, de 20 metros de largo. Entonces, si nos damos la vuelta, vemos en la pared del fondo el gran fresco del Apocalipsis. Con un resplandor de colores que el clima seco del monte Pedale ha conservado hasta nuestros días, se narra la lucha entre los ángeles, encabezados por Miguel, contra el enorme dragón que quería apoderarse del niño dado a luz por la mujer «vestida de sol», como dice el capítulo 12 del pocalipsis. El grupo de los ángeles armados de lanzas sutiles, con su andadura danzantes y las aureolas verdes, rojas o azules, derrota al final al dragón, «y no hubo ya en el cielo lugar para él y fue arrojado fuera». Es imposible no quedar atónitos ante la elegancia y la perfecta armonía de esta composición que sintetiza la compleja narración del Apocalipsis en una única escena, conservando una extraordinaria unidad de conjunto. Parece atravesar sin fatiga los mil años de historia que nos separan de ella, para hablar con un lenguaje visual aún directo y fascinante.
La última joya conservada en San Pedro es su luminoso ciborio, decorado con estucos en bajorrelieve, igual que el más famoso de la basílica de San Ambrosio. En el lado de frente a la entrada domina un Cristo en la cruz. La mirada del Señor está llena de ternura, como si dijera que sus brazos abiertos están así para acoger a los hombres. Debajo, María y san Juan tienden hacia él, como impulsados por un deseo ardiente. «Mors superat mortem», dice unas de las leyendas en el fondo de esta escena. En el lado derecho del ciborio, en la bellísima Resurrección, se ve al ángel que señorea sobre el sepulcro vacío, con las alas abiertas, como en un arrebato de felicidad. El artista sigue el Evangelio de san Marcos y describe a María Magdalena y a María, la madre de Santiago, que van a embalsamar el cuerpo del Señor: a esta última, por el estupor, se le escapa de las manos el vaso de los aromas, que carámbola en el vacío, sobre fondo blanco. Con sus leyendas tan vistosas, que subrayan los nombres de todos los protagonistas, nos parece estar viendo un tebeo de la antigüedad. En el que nada es trivial, sino que cada recuadro es para todos y está al alcance de todos.


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