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EDITORIAL
Sacado del n. 01 - 2004

Volviendo a Letrán


El discurso pronunciado durante la concesión del doctorado honoris causa in utroque jure por la Universidad Pontificia Lateranense el 14 de enero de 2004


Giulio Andreotti


A la comprensible satisfacción de haber superado en condiciones de salud bastante aceptables el umbral de los ochenta y cinco años se ha añadido la fuerte emoción por habérseme otorgado inesperadamente el doctorado honoris causa in utroque iure en esta gloriosa Universidad, que hace ya muchos años tuve que abandonar, poco después del comienzo de los cursos de Derecho Canónico, por haber sido llamado por monseñor Montini y Aldo Moro para trabajar en el más alto nivel en la Federación Universitaria Católica Italiana (de la que luego fui presidente). En estas condiciones, seguir con los cursos de la Universidad estatal comportaba muchas dificultades. Sin embargo, conservo nítido el recuerdo de algunas lecciones: en especial del padre Kurtscheid y de dos futuros cardenales, el padre Coussa y el entonces monseñor Ottaviani. Pero no se trató de una separación total, porque en La Sapienza me licencié con el ilustre lateranense profesor Pio Ciprotti, con una tesis –tras abandonar los estudios sobre la Marina pontificia– sobre la personalidad del reo en el derecho penal canónico; tema que posteriormente me ayudó, como político, a la hora de compartir la teoría según la cual las penas no han de ser una venganza reparadora por parte de la sociedad, sino un medio para reeducar y recuperar socialmente a las personas. De ahí la lógica de la abolición de la pena de muerte y la cadena perpetua.
Imágenes de la ceremonia de entrega del doctorado honoris causa in utroque jure a Giulio Andreotti, en la Universidad Pontificia Lateranense. Aquí arriba, recibe el pergamino del rector, Mons. Rino Fisichella; el cardenal vicario de Roma, Camillo Ruini, le entrega la toga y el bonete

Imágenes de la ceremonia de entrega del doctorado honoris causa in utroque jure a Giulio Andreotti, en la Universidad Pontificia Lateranense. Aquí arriba, recibe el pergamino del rector, Mons. Rino Fisichella; el cardenal vicario de Roma, Camillo Ruini, le entrega la toga y el bonete

Pero, al atravesar hoy estos umbrales, mi pensamiento fue a un período algo más cercano: a los meses entre septiembre de 1943 y junio de 1944, cuando el Seminario mayor se abrió para arrebatar de la furia de los alemanes que ocupaban Roma a más de cien perseguidos por otros motivos –entre quienes se encontraban algunos ministros del gobierno Badoglio que no se habían puesto a salvo en la caravana real–, muchos políticos que estaban especialmente en peligro, y también al general Roberto Bencivenga, representante militar de la Italia libre.
Bajo la guía del inolvidable monseñor Ronca y de sus inmediatos colaboradores (deseo recordar a don Claudio Righini y a don Pietro Palazzini), todo se desarrollaba en un clima que era una mezcla de caridad y conspiración. Nos incitaba a ser escrupulosamente prudentes –en sus contactos reservados con el Vaticano– también el comprensivo embajador alemán ante la Santa Sede, von Weizsaecker (tan distinto de su colega “romano”, von Mackensen). Luego pudimos ver con gran disgusto por nuestra parte a von Weizsaecker procesado en Nuremberg junto a los jerarcas nazis más despiadados. Cuando su hijo accedió a la presidencia de Alemania Federal, algunos supervivientes de Letrán le enviaron mensajes de gratitud por la memoria de su padre.
Un joven de la Secretaría de Estado, don Emanuele Clarizio, era una especie de correo con el Vaticano, trayendo y llevando noticias, siendo casi el único contacto entre los refugiados y el exterior. Al utilitario que utilizaba para sus movimientos subió un día excepcionalmente el diputado Longinotti, antiguo colega en el Parlamento de De Gasperi y del padre de monseñor Montini. La clausura de los huéspedes, por lo demás, era más que rigurosa; a cada uno de ellos se les había dado el nombre de un seminarista real.
Este era un recurso para no llamar la atención del personal de servicio, aunque pienso que no podía justificar la existencia de tantas vocaciones adultas. De Gasperi se había convertido en don Alfonso Porta, que luego fue párroco de San Vitale.
Más tarde el director de Il Messaggero, Mario Missiroli, que se afanaba porque al Santo Padre le cayese simpático el líder socialista Pietro Nenni, tuvo que encajar la objeción de Pío XII, quien dijo que, cuando estaba en Letrán, el dicharachero líder romañolo blasfemaba. Pero esto me lo desmintió De Gasperi.
Lo que sí es cierto que Nenni, que no participaba en la misa festiva celebrada por monseñor Ferrero di Cavallerleone, durante la celebración tenía alto el volumen de la radio en una habitación de al lado, no sé si para molestar o simplemente para no escuchar la salmodia y la homilía. Las llamadas de atención del viejo presidente del Consejo, Ivanoe Bonomi, no tenían ningún efecto.
De Gasperi había pedido y conseguido poder participar en la misa incluso en los días de diario; la celebraba para él don Palazzini.
Cuando las S.S., violando la extraterritorialidad y desatendiendo las prudentes recomendaciones del embajador, irrumpieron en el monasterio benedictino de San Pablo Extramuros y en el Seminario lombardo de Santa María la Mayor, se aligeró en parte la “carga” de Letrán como medida prudencial. De Gasperi se trasladó a casa de monseñor Costantini, en Propaganda Fide, y el general Bencivenga se vio implicado en un complicado incidente. Dos oficiales habían instalado en el ala del Seminario donde se habían instalado una radio clandestina, que había sido interceptada. Monseñor Ronca tuvo que declarar formalmente que el general había abandonado el refugio. Y era verdad. Sin embargo, sólo se había cambiado a pocos metros, alojándose en uno de los canónigos de la Basílica.
Algunos historiadores mixtificadores que atribuyen a Pío XII poca atención o cosas peores para con los perseguidos deberían tener en cuenta por lo menos estos valientes oasis de libertad que salvaron la vida a tantos demócratas que después ocuparían puestos de relevancia en los gobiernos de la Liberación y en el Parlamento italiano. Quizá no sea arbitrario atribuirles a ellos y a otros “Seminaristas de mons. Ronca” y “protegidos de Pío XII” una importante aportación a la hora de superar la dura barrera de aquel laicismo intransigente que durante tanto tiempo había caracterizado la vida italiana, agobiada entre vetos pontificios y continuas provocaciones anticatólicas.
Pensé en ello la mañana del 14 de noviembre de 2002 cuando el santo padre Juan Pablo II realizó la histórica y aclamadísima visita al Parlamento italiano. Pero ya en septiembre de 1970 –en el centenario de Porta Pia–, para que ocupara el puesto de honor durante el discurso del presidente de la República Giuseppe Saragat a Montecitorio había sido invitado significativamente el cardenal vicario de Su Santidad, Angelo Dell’Acqua. Señal más que positiva de que el transcurso del tiempo, aunque a veces demasiado lentamente, reequilibra los valores y rectifica la historia.
Al Magnífico Rector de esta Universidad, el obispo monseñor Rino Fisichella, le dedico un pensamiento especial de gratitud, pues, paralelamente al desempeño de sus labores pastorales y culturales, ha conservado generosamente la rectoría de la pequeña iglesia parlamentaria de San Gregorio Nacianceno, donde, en sus misas cotidianas, sigue invocando la bendición divina para nuestro trabajo de representantes del pueblo italiano.
También le agradezco enormemente las palabras que me ha dedicado esta tarde, tras la generosa y gratificante presentación del cardenal Ruini, gran canciller.
El saber que mi doctorado honoris causa ha contado también con la aprobación del Santo Padre provoca en mí una emoción inefable. Esta es otra buena acción más que he recibido de Su Santidad, como también lo fuera el afectuoso mensaje autógrafo que me dedicó hace cinco años cuando comenzaba (para usar su terminología) el noveno decenio de mi vida.
Pero todos somos deudores del Papa, especialmente por las continuas llamadas a los valores fundamentales, cuyo debilitamiento sigue provocando a la humanidad heridas y enfrentamientos, que ponen en tela de juicio la satisfacción de no haber conocido una tercera guerra mundial.
En todos los ámbitos –político, cultural, sindical–, en efecto, se sigue deplorando la profunda injusticia en el reparto de los recursos económicos mundiales, que casi en su totalidad están al servicio sólo de un quinto de la humanidad. Pero los programas para invertir la tendencia mediante los planes internacionales de cooperación para el desarrollo –a veces declarados solemnemente– no consiguen despegar. Mientras tanto, el nivel de producción de artefactos bélicos y su comercialización sigue creciendo de manera aterradora.
El Aula Magna de la Universidad Pontificia Lateranense. En la primera fila, de izquierda a derecha, los cardenales  José Saraiva Martins, Fiorenzo Angelini, Giovanni Battista Re, el ex presidente italiano Francesco Cossiga, el subsecretario de la Presidencia del Consejo Gianni Letta, el senador Mauro Cutrufo y la vicealcaldesa de Roma, Maria Pia Garavaglia

El Aula Magna de la Universidad Pontificia Lateranense. En la primera fila, de izquierda a derecha, los cardenales José Saraiva Martins, Fiorenzo Angelini, Giovanni Battista Re, el ex presidente italiano Francesco Cossiga, el subsecretario de la Presidencia del Consejo Gianni Letta, el senador Mauro Cutrufo y la vicealcaldesa de Roma, Maria Pia Garavaglia

En el magisterio de los papas, la llamada a vincular la justicia y la paz siempre fue muy viva. Juan Pablo II, recogiendo la herencia de Pío XII, cuyo principio era “Opus iustitiae pax”, y de Pablo VI, quien introdujo la novedad del solemne Mensaje de Fin de Año dirigido a los Jefes de Estado y de Gobierno, quiso al comienzo de este 2004 recordar que en 1979 ya advirtió que «para lograr la paz es necesario educar a la paz». Y luego, año tras año, ha venido enumerando lo que definió como su Silabario de la paz, añadiendo vigorosamente: «Para lograr su objetivo, la lucha contra el terrorismo no puede reducirse sólo a operaciones represivas y punitivas». También advertía: «Serían opciones políticas inaceptables las que buscasen el éxito sin tener en cuenta los derechos humanos fundamentales, dado que [afirmó] ¡el fin nunca justifica los medios!».
El Santo Padre sigue dedicando especial atención a la necesidad de reformar la Organización de las Naciones Unidas como instrumento de prevención de los conflictos y de progresivo refuerzo de los derechos fundamentales de los ciudadanos y las familias.
Me complace igualmente subrayar lo que dijo el Papa la semana pasada en el discurso de aceptación de las credenciales del nuevo embajador de Italia ante la Santa Sede: «Mi más ferviente deseo de que el pueblo italiano progrese constantemente por la senda de la prosperidad y de la paz, manteniendo intacto el patrimonio de valores religiosos, espirituales y culturales que han hecho grande su civilización».


Stalin preguntó sarcásticamente de cuántas divisiones disponía el Papa. Creo que Juan Pablo II ha reforzado, si así puede decirse, el potencial estratégico de la Iglesia proponiendo como santos a figuras contemporáneas sugestivas: el Padre Pío, la Madre Teresa de Calcuta, Maximiliano Kolbe, José María Escrivá de Balaguer.
Recemos al Señor para que, pese al envejecimiento físico, siga manteniendo gozosa la juventud moral de este Papa, llegado de lejos, pero tan cerca del corazón de tanta gente que todo el mundo tiene sus ojos puestos en él para no perder la esperanza y seguir creyendo con fuerza en la primacía ética de la paz.


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