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EE UU y la Santa Sede
Sacado del n. 02 - 2004

Historia de las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos de América y la Santa Sede


Después del 11 de septiembre. La guerra en Irak. Los 25 años de pontificado. La cuestión de los ogm El embajador estadounidense ante la Santa Sede continúa su reconstrucción de la historia de las relaciones entre EE UU y la Santa Sede. La primera parte fue publicada en 30Días n.10 de 2002


por Jim Nicholson
preparado por G. Cubeddu



Con ocasión del vigésimo aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas formales entre los Estados Unidos de América y la Santa Sede, es para mí un placer ampliar mi libro dedicado a este tema que publicó 30Giorni en 2002. Estos nuevos capítulos incluyen nuestras relaciones después del 11 de septiembre de 2001, pasan a través de la guerra en Irak y terminan con el 25 aniversario del pontificado del Papa en octubre de 2003. El verdadero examen de una relación sólida entre Estados-nación se da cuando ésta resiste a las tensiones y desacuerdos. La guerra en Irak ha sido una prueba para los Estados Unidos y la Santa Sede, aunque el desacuerdo era más sobre los medios que sobre los fines. Al superar esta prueba, nuestro diálogo sobre cómo podemos trabajar juntos para servir mejor a todos los hijos de Dios sigue siendo íntimo, cordial y dinámico.

Desde el principio de mi misión como embajador fue evidente que la relación entre los Estados Unidos y la Santa Sede iba a ser una colaboración mutua que daría muchos frutos gracias a los valores que compartimos. La estrategia de la seguridad nacional de los Estados Unidos establece claramente que hoy el primer objetivo del compromiso internacional americano es «favorecer con firmeza las no negociables instancias de la dignidad humana, el Estado de derecho, los límites al poder absoluto del Estado, la libertad de expresión, la libertad de culto, una justicia justa, el respeto de las mujeres, la tolerancia religiosa y étnica y el respeto de la propiedad privada»1.
Este objetivo es también el núcleo del fuerte y amplio compromiso internacional de la Santa Sede. Por eso durante mis dos primeros años como embajador hemos trabajado en estrecho contacto para promover la dignidad de la vida humana, combatir los horrores del tráfico de seres humanos, derrotar el hambre y la desnutrición, aumentar la asistencia y las ayudas humanitarias y promover la democracia, los derechos humanos, la libertad religiosa y la tolerancia.

Después del 11 de septiembre. Una voz contra la violencia en nombre de la religión
Cuando los Estados Unidos fueron atacados el 11 de septiembre de 2001, nuestro país tuvo que hacer frente a una crisis de la seguridad distinta a todas las que había afrontado anteriormente. A diferencia de Pearl Harbor –una agresión militar injustificada de un país contra otro– los ataques terroristas nos llevaron a perseguir a un enemigo indistinto que actuaba en muchos Estados-nación, capaz de atacar los intereses americanos dentro y fuera del país. El presidente Bush comprendió que dicho enemigo podía ser derrotado sólo con una ayuda internacional lo más amplia posible y se puso a constituir una coalición de más de 170 países dispuestos a contraponerse al terror. En esta coalición el apoyo de la Santa Sede ha reforzado notablemente las bases morales de este esfuerzo global para derrotar al terrorismo.
Presenté mis credenciales al Santo Padre en su residencia de Castelgandolfo el 13 de septiembre de 2001, apenas 48 horas después de lo ocurrido en Nueva York, Washington y Pensilvania. El Papa me dijo que había meditado y rezado por ese día trágico y que «había sido un ataque no sólo contra los Estados Unidos, sino contra todo el género humano». Aludió al hecho de que los Estados Unidos se verían obligados a tomar medidas para protegerse y pidió solamente que el presidente Bush se atuviera a ese fuerte sentido de justicia por el que nuestro país es tan respetado. Tras el reconocimiento papal de que los ataques del 11 de septiembre justificaban una respuesta, el secretario de la Santa Sede para las relaciones con los Estados, el entonces arzobispo Jean-Louis Tauran, apoyó públicamente las acciones americanas para desanidar a los culpables cuando afirmó, en una entrevista de octubre de 2001, que todo el mundo reconoce que el Gobierno de los Estados Unidos, como cualquier otro gobierno, tiene derecho a la legítima defensa «porque tiene el deber de garantizar la seguridad de sus ciudadanos».2
Además de reconocer el derecho de los Estados Unidos a la autodefensa, la Santa Sede intensificó también sus iniciativas para contrarrestar el terrorismo, hablando claramente contra toda violencia realizada en nombre de Dios y promoviendo el diálogo interreligioso y la comprensión como contrapeso a los que trataban de provocar un choque violento de civilizaciones y religiones. En enero de 2002 el Papa reunió a más de 200 líderes religiosos en la antigua ciudad de Asís, como ya había hecho otras dos veces, para guiar a los representantes de las religiones mundiales en una oración por la paz. Dijo el Papa en aquella ocasión: «!Nunca más la violencia! ¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más el terrorismo! En nombre de Dios, ¡que cada religión traiga a la tierra justicia, paz, perdón, vida y amor!»3.
En el primer aniversario de los ataques del 11 de septiembre tuve la posibilidad de saludar al Papa después de su audiencia general, en la que rezó por las víctimas del terrorismo del 11 de septiembre, y darle las gracias por su consuelo y sus oraciones. Para prevenir nuevas agresiones terroristas llamó a la comunidad internacional a «poner en marcha nuevas iniciativas políticas y económicas que permitan resolver las escandalosas situaciones de injusticia y opresión»4.

Irak: cómo justificar la guerra a un hombre de paz
Mientras, la lucha contra el terrorismo global seguía adelante y nosotros sabíamos más sobre las intenciones de los terroristas de hacerse con armas de destrucción masiva. Los Estados Unidos comenzaron a concentrar cada vez más su atención en los Estados con antecedentes en la fabricación y uso de armas de destrucción masiva. El Irak de Sadam Husein, que había demostrado un desprecio brutal por sus propios ciudadanos, utilizando voluntariamente armas biológicas y químicas contra sus vecinos y contra los mismos iraquíes, y que desde hacía tiempo mantenía relaciones con los hezbolás y otras redes terroristas internacionales, se convirtió en seguida en una de las primeras preocupaciones de los Estados Unidos.5
A la luz de esta prioridad, mi equipo y yo comenzamos a finales del verano de 2002 a manifestar nuestros temores sobre Irak a los responsables vaticanos, poniendo en primer plano los doce años de incumplimiento de las resoluciones de la ONU por parte de Irak, sus faltas a la hora de dar cuenta de las armas de destrucción masiva, la constante represión interna y los abusos contra los derechos humanos. Descubrimos que el Vaticano compartía nuestro temor sobre el régimen de Sadam Husein y nuestro deseo de prevenir la difusión de armas nucleares, químicas y biológicas. Efectivamente, algunos altos funcionarios se tomaron la molestia de contrarrestar abiertamente la impresión, para ellos errónea, de que la Santa Sede simpatizaba con Irak. Dicha impresión nacía de la anterior oposición del Vaticano a la guerra del Golfo de 1991, de sus continuas peticiones para que cesaran las sanciones de las Naciones Unidas contra Irak y de su aparente resistencia a criticar públicamente los reiterados abusos iraquíes contra los derechos humanos. En realidad, la cautela de la Santa Sede con Irak reflejaba su preocupación por el destino de casi quinientos mil católicos de rito caldeo que vivían en el país y su deseo de no provocar ninguna reacción del gobierno contra ellos. Por un lado apreciaba esta solicitud, pero también sabía que la Santa Sede era respetada en todo el mundo como una voz en favor de los derechos humanos y pensaba que los abusos iraquíes debían presentarse al examen internacional. Seguimos, por tanto, sosteniendo en privado nuestra tesis sobre Irak, evidenciando la importancia de los derechos humanos, el impacto positivo sobre el pueblo iraquí del programa de la ONU “Oil for Food” y los peligros que planteaba este funesto régimen a la seguridad regional e internacional.
Otro factor que puede haber contribuido a dar esta impresión de cautela ante la cuestión iraquí fue el deseo de la Santa Sede de dialogar y cooperar con el islam y el mundo musulmán para reducir las tensiones religiosas que fomentan la violencia.6 Sostener pública y claramente lo que el presidente Bush deseaba para Irak podía dar pie a la idea de que el Vaticano se enfrentaba al islam y, para muchos musulmanes, podía dar fuerza y verosimilitud a la sensación de una alianza entre el mundo occidental y la cristiandad.
Bajo este pontificado la Santa Sede ha dado gran impulso a la promoción del diálogo interreligioso. El papa Juan Pablo II ha manifestado su estima al islam y ha expresado claramente una visión de apertura, respeto y deseo de reciprocidad en su relación con el mundo musulmán7. La Santa Sede ha aprovechado también las oportunidades que se le han ofrecido para encontrar un terreno común de cooperación con las naciones musulmanas, especialmente dentro de las organizaciones internacionales, donde a veces comparten objetivos semejantes, como durante la Conferencia de la ONU sobre “Población y desarrollo”, celebrada en El Cairo en 1994, cuando se pusieron de acuerdo para contrarrestar el acceso al aborto a escala mundial y las otras políticas de control de la población. Creo que las iniciativas y los esfuerzos ecuménicos de la Santa Sede para reducir las tensiones entre cristianos y musulmanes han ayudado a prevenir nuevas divisiones y dar gran impulso para seguir derribando las barreras de la incomprensión.
Cuando a finales del verano de 2002 se intensificó la atención estadounidense por Sadam Husein, nació un debate público para valorar si los Estados Unidos debían buscar un nuevo mandato de las Naciones Unidas para cualquier acción militar considerada necesaria para obligar a Irak a seguir las resoluciones del Consejo de seguridad. Tanto en público como en privado la Santa Sede manifestó su punto de vista, según el cual el uso de la fuerza requería la autorización de las Naciones Unidas. El ministro de Asuntos Exteriores del Vaticano, el arzobispo Tauran, en una entrevista del 9 de septiembre al periódico católico italiano Avvenire, reforzó la opción vaticana del papel central de las Naciones Unidas: «Si la comunidad internacional considerase oportuno y proporcionado el uso de la fuerza, esto debería ocurrir con una decisión tomada en el marco de las Naciones Unidas»8.
Los Estados Unidos no consideraban que una decisión semejante se pudiera tomar sólo dentro de las Naciones Unidas, aunque creían que tomar decisiones con un apoyo fuerte de la ONU daría más fuerza a la acción de la comunidad internacional para asegurar el desarme iraquí. Para obtener dicho consenso el presidente Bush se presentó ante las Naciones Unidas el 12 de septiembre y les pidió que estuvieran a la altura de sus ideales y que se asegurasen de que sus instancias fueran respetadas. Lejos de ignorar a las Naciones Unidas, el presidente trataba de restablecer la autoridad de la organización frente a un régimen que constantemente la había desatendido. Después de dos meses de debates, el 8 de noviembre de 2002 el Consejo de Seguridad aprobó por unanimidad la resolución 14419 que reflejaba la voluntad de la comunidad internacional de darle una oportunidad a Irak para que cumpliera con las resoluciones de la ONU sobre el desarme o afrontar “serias consecuencias”, que en el lenguaje de la ONU quería decir el uso de la fuerza militar. Fue una votación asombrosa, fue aprobada también por Siria, y afirmó que la proliferación de las armas de destrucción masiva y de los misiles de largo alcance de Sadam Husein eran una amenaza para la paz mundial.
La Santa Sede apreció el hecho de haber recurrido a las Naciones Unidas que había desembocado en la resolución 1441 y la unidad demostrada por la comunidad internacional. Reconoció también que, sin la amenaza del uso de la fuerza militar, casi seguramente Sadam no habría permitido continuar su trabajo a los inspectores después de la aprobación de la resolución. Durante los doce años anteriores Sadam Husein se había negado a obedecer a dieciséis resoluciones del Consejo de seguridad. Y aún más, desde que Irak invadió Kuwait, el Consejo de seguridad había aprobado casi sesenta resoluciones en las que le pedía al régimen iraquí adecuarse a las peticiones de la ONU, pero sin amenazar con consecuencias serias por el incumplimiento, hasta entonces el único castigo habían sido otras amonestaciones y las sanciones económicas.
Pese a que se veía el peligro que representaba Sadam Husein y su desafío a las leyes internacionales, la preocupación por la posibilidad de la guerra en Irak estaba muy difundida en los círculos vaticanos, y a menudo hallaba espacio en los medios de comunicación vaticanos e internacionales. En algunos casos fue una preocupación moderada, como la de aquellos cardenales que afirmaban no ver «ningún motivo ni ninguna prueba» para justificar una acción militar hasta que la actividad de inspección pudiera seguir adelante y afirmaban que la guerra «habría causado gran daño en la región». Otras opiniones, en especial de fuentes vaticanas que criticaban el presunto «unilateralismo de los Estados Unidos» y hablaban de un «espíritu de Cruzada» fueron menos cautas y contribuyeron a dar la impresión a los medios de comunicación de una división creciente entre los Estados Unidos y la Santa Sede.
Parte de mi trabajo consistía en ayudar a superar lo que se presentaba como una desconfianza notable sobre el poder y el influjo de los Estados Unidos y sobre su “anhelo por el petróleo”. La sensación, compartida por muchos en Europa, era que América, al ser el país capitalista líder en el mundo, a la fuerza tenía que tener algún motivo de interés en Irak. El esfuerzo de los medios de comunicación para presentar a los Estados Unidos y a la Santa Sede con posturas sobre la guerra diametralmente opuestas siguió intensificándose. Un periódico católico italiano llegó incluso a realizar un sondeo en el que preguntaba a los entrevistados si estaban de acuerdo «con el presidente Bush, en favor de la guerra» o «con el Papa, en favor de la paz». A pesar de estos esfuerzos, nuestras posturas no estuvieron nunca tan distantes como decían los medios de comunicación. Tanto el Papa como el presidente Bush estaban convencidos de que la guerra debía ser el último recurso. Los dos reconocían el peligro que significaba Sadam y pedían el desarme de Irak. Los dos reconocían que las decisiones sobre la guerra y la paz las deben tomar las legítimas autoridades civiles. La diferencia que existía se reducía esencialmente a la cuestión de si se habían intentado todos los caminos diplomáticos para obtener el desarme iraquí antes de recurrir a la acción militar. Los Estados Unidos consideraban que, después de 12 años de negativas iraquíes frente a un fuerte consenso de la ONU, Irak no se amoldaría voluntariamente a las Naciones Unidas. La Santa Sede seguía creyendo que las inspecciones y el diálogo ofrecían un medio para resolver las preocupaciones de la comunidad internacional. Este punto de vista el Papa se lo comunicó al presidente Bush en una correspondencia de finales de octubre10.

La guerra justa. El papel central de san Agustín
A principios del nuevo año, esta diversidad de puntos de vista sobre cómo obtener el desarme iraquí y promover la seguridad de la región dio origen a un debate internacional para establecer cuándo una acción militar puede definirse oportuna para lograr los fines internacionales deseados. Dado que el depósito de la tradición de la “guerra justa” se remonta a san Agustín, la Santa Sede estuvo siempre en el centro del debate global sobre la guerra en Iraq. En su tradicional discurso a las 174 misiones diplomáticas acreditadas en el Vaticano, que tiene lugar a principios del año, el Papa definió su postura sobre Irak. Comenzando con un firme «¡No a la guerra!», el Papa siguió diciendo: «La guerra no es nunca una simple fatalidad. Es siempre una derrota de la humanidad». Aunque su contraposición a la guerra era fuerte el Papa dijo también que «no puede adoptarse, aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas»11. Una opinión que los Estados Unidos compartían. La Santa Sede hizo un llamamiento a todo el mundo para que los tres sólidos criterios de la traición de la guerra justa fueran respetados: que se combatiera la guerra como defensa propia o para defender a otros, que el uso de la fuerza tuviera una razonable probabilidad de éxito y que se hubieran agotado todos los medios no violentos. El mensaje del Papa, que con fuerza me reafirmaron durante mis entrevistas privadas en el Vaticano, era que la comunidad internacional debería intentar todos los medios posibles, menos la guerra, para alcanzar el objetivo compartido del desarme iraquí, pero que la doctrina de la Iglesia no excluía la legitimidad del uso de la fuerza si esta se sometía a criterios claramente definidos y después de que se hubieran agotado todas las alternativas. El presidente Bush aclaró que pretendía ser fiel a los preceptos de la guerra justa; de todos modos, al final la Santa Sede y los Estados Unidos no estuvieron de acuerdo en que se hubieran usado todos los medios no violentos y que la amenaza de Sadam permitía aún más tiempo para coloquios e inspecciones.
Por desgracia, las sutilezas del mensaje del Papa no llegaron a gran parte del público, especialmente en Europa, donde su “no a la guerra” fue usado por los que protestaban como un “no” absoluto en vez de como un “no” condicionado. En Roma me di cuenta de que teníamos que ampliar el debate sobre el carácter del terrorismo actual, sobre los peligros de las armas de destrucción masiva y sobre las respuestas moralmente lícitas para defender de estas nuevas amenazas a las poblaciones inocentes. Decidimos estimular nuevas reflexiones sobre estas amenazas y reacciones, e invitamos a Roma al conocido académico e intelectual americano católico Michael Novak para que hablase de Irak en el ámbito de la teoría de la guerra justa. La visita de Novak, a primeros de febrero, pretendía ampliar el debate sobre la guerra justa y aclarar correctamente el carácter de la política de los Estados Unidos en Irak.
En la atmósfera llena de tensión del momento, con millones de personas que se manifestaban en las calles de las capitales europeas, incluida Roma, para protestar, los medios de comunicación presentaron la visita como el último intento de los Estados Unidos de convencer al Papa para que apoyase la guerra. Esta incomprensión hizo que algunos líderes religiosos americanos me escribieran manifestando su oposición a la visita del embajador Novak y afirmando que era un “teólogo disidente”, cuyo apoyo a un ataque militar “preventivo” contra Irak se contraponía a las enseñanzas de la Iglesia sobre lo que es una guerra justa. Contrariamente a la descripción de los medios de comunicación y a la reacción que provocó, Michael Novak vino a Roma como ciudadano privado para presentar sus opiniones sobre las teorías tradicionales de la guerra justa y sobre las nuevas amenazas de hoy, no vino en misión por cuenta del Gobierno de los Estados Unidos.
La presentación de Novak y las reuniones con los funcionarios de la Santa Sede ofrecieron una perspectiva oportuna sobre cuándo puede definirse justificada una acción militar. La conferencia que pronunció el 10 de febrero en el Centro de Estudios Americanos sobre el tema “Guerra asimétrica y guerra justa”, se refería directamente a los nuevos desafíos que se plantean a nuestro líder, en un mundo en que terroristas internacionales, que actúan sin ningún vínculo con los Estados, amenazan a personas inocentes con resultados catastróficos12. Con elocuencia Novak puso en claro que las teorías tradicionales requerían una actualización teniendo en cuenta la rapidez y la fuerza destructiva de las amenazas modernas y la imposibilidad para los gobiernos de esperar a que suceda dicho ataque antes de responder. Haciendo frente a los críticos de la “guerra preventiva”, señaló que más apropiadamente la acción militar contra Irak debería ser vista como la «legítima conclusión de la guerra justa combatida y rápidamente ganada en enero de 1991», cuyos términos de cese de las hostilidades Sadam Husein había violado impunemente.
Durante todo este periodo el Papa se había pronunciado repetidamente y con solicitud en favor del diálogo y de los medios pacíficos para eliminar la tensión, repitiendo que la guerra debía ser siempre el último recurso. Yo estaba de acuerdo completamente con el mensaje del Papa. Es un hombre de paz, –probablemente la mayor voz de paz en el mundo– pero no es un pacifista. Su secretario de Estado, el cardenal Angelo Sodano, subrayó con frecuencia ese hecho durante sus debates públicos a propósito de la postura de la Santa Sede. Efectivamente, la actitud del Papa seguía las enseñanzas tradicionales católicas sobre la guerra justa, que afirman claramente la existencia de circunstancias en las que, como afirma George Weigel, «el mal ha de ser combatido para defender al inocente y favorecer las condiciones mínimas de un orden internacional»13. De hecho en todo este periodo el Papa mismo no tomó nunca posición ni condenó la acción militar como inmoral. Su llamamiento, en armonía con el papel tradicional de la Santa Sede en los asuntos internacionales, quería recordar al mundo los horrores de la guerra y animar a los líderes mundiales a superar el peligro mediante el diálogo y la reconciliación, con el fin del alcanzar una paz duradera. Los Estados Unidos compartían dicha finalidad y siguieron en este momento difícil trabajando con las Naciones Unidas para conseguir pacíficamente el desarme de Irak.

Una “estación del vía crucis de la diplomacia”
Mientras en Nueva York se abría el debate sobre una segunda resolución de las Naciones Unidas, el Vaticano parecía una encrucijada internacional para los líderes de las dos partes del debate, los cuales trataban de perorar su causa ante el Papa con el fin de asegurarse su apoyo moral para reforzar sus propias posturas. Numerosos primeros ministros y ministros de Exteriores pasaron por Roma para entrevistarse con el Pontífice, lo que hizo que el New York Times describiera el Vaticano como «una estación del vía crucis de la diplomacia». En menos de dos semanas el Papa recibió en audiencia al viceprimer ministro iraquí Tarek Aziz, al ministro de Exteriores alemán Joschka Fischer, al secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, al primer ministro británico Tony Blair y al jefe del Gobierno español José María Aznar. Todos ellos llevaron a la Ciudad del Vaticano puntos de vista diferentes, pero, independientemente de las tesis que cada uno sostenía en el debate, el mensaje del Papa fue claro y coherente14: primero, todas las partes tienen la obligación de ocuparse activamente de la paz y la reconciliación; segundo, todas las partes tienen la responsabilidad de colaborar con la comunidad internacional y conformarse a la justicia, inspirada en la ley internacional y en los principios éticos; por último, ha de prestarse especial atención y consideración a la situación humanitaria del pueblo iraquí.
La visita de Aziz ofrecía la oportunidad de hacerle saber a la camarilla de Sadam que la comunidad internacional estaba determinada a conseguir el desarme de Irak. En un coloquio que mantuve con el arzobispo Tauran, antes de la visita de Aziz, vi claramente que la Santa Sede quería utilizar el encuentro para enviar un mensaje claro a Irak sobre la importancia de aceptar las resoluciones de las Naciones Unidas. En los coloquios sucesivos de Aziz con el Papa y con sus representantes más altos, la Santa Sede le dijo directamente que a Irak se le estaba acabando el tiempo y que era necesario asumir compromisos concretos de desarme para evitar la guerra. Por desgracia el mensaje del Papa llegó a oídos sordos. El tronante Aziz amenazó públicamente a los países europeos en una conferencia de prensa después de sus encuentros, afirmando que «si las naciones cristianas de Europa participan en una guerra de agresión, ésta será interpretada como una cruzada contra el mundo árabe y el islam. Y envenenará las relaciones entre el mundo árabe y el mundo cristiano»15.
En la perspectiva cada vez más cercana de una guerra inmediata a causa de la no voluntad de los países clave del Consejo de seguridad de imponer las “serias consecuencias” pedidas unánimemente con la resolución 1441 ya aprobada, la Santa Sede decidió que había llegado el momento de emprender otra iniciativa diplomática más. Desde hacía tiempo corrían voces sobre un enviado a Washington, y la decisión del Papa de enviar a Irak al cardenal Roger Etchegaray para entrevistarse con Sadam aumentó las conjeturas sobre una misión a Washington. La misión de Etchegaray, que el Vaticano consideraba la última oportunidad para evitar la guerra y que debía hacer comprender a Sadam las consecuencias de su rechazo a cooperar, no fue muy lejos. Arrogante y fatalista, Sadam durante la entrevista del 15 de febrero dio genéricas afirmaciones de condescendencia de Irak y de voluntad de luchar hasta el final. A pesar de la intransigencia de Sadam, la Santa Sede creía que podía lograrse el desarme iraquí mediante una presión internacional continua sobre el régimen, excepto la guerra, con inspecciones más intensas.
Para sostener esta tesis directamente con el presidente el Papa decidió enviar al cardenal Pio Laghi como enviado especial suyo. Yo apoyé con fuerza esta entrevista, creyendo que le ofrecía al presidente una posibilidad tanto de establecer la moralidad de la intervención en caso de incumplimiento iraquí, como de poner el acento en la comunión de nuestros fines para la seguridad de la región. El cardenal Laghi, ex nuncio en Washington y compañero de tenis del padre del presidente, llegó a Washington la primera semana de marzo llevando una carta del Papa. Acompañé al cardenal Laghi al Despacho Oval donde entregó el mensaje con el que el Papa le aseguraba al presidente sus oraciones y le pedía que «buscase el camino de una paz estable»16. Laghi reafirmó el punto de vista de la Santa Sede, es decir, que la guerra debía ser el último recurso y que toda decisión sobre la acción militar debía tomarse en el contexto de las Naciones Unidas. El presidente describió con elocuencia su visión de la legalidad y de la moralidad de la acción militar, revelando que la ONU había dado ya el marco necesario para la acción con la resolución 1441 y con las resoluciones anteriores, y que su deber era proteger al pueblo americano de los riesgos potenciales que planteaba el régimen de Sadam.
Al final, ninguna de las dos partes cambió de opinión sobre la necesidad de la fuerza militar, pero las dos hallaron un fundamento común en la necesidad de derrotar el peligro terrorista. La misión del cardenal Laghi –que vino después de la crisis en Naciones Unidas debida a la decisión francesa de oponerse a más resoluciones sobre Irak– no cambió la actitud de la Administración. A pesar de esto, la voluntad del presidente de entrevistarse con el enviado vaticano reflejaba la importancia que le atribuía a la opinión del Papa y su deseo –demostrado con sus dos entrevistas con el Papa– de tener en cuenta el punto de vista de la Santa Sede en las decisiones de la política exterior americana. Esto sería beneficioso en el periodo sucesivo a la guerra, cuando tendríamos que colaborar de cerca en la ayuda humanitaria y en las cuestiones relativas a la reconstrucción y al desarrollo iraquíes.

La guerra
El 19 de marzo, después de doce años esperando que Sadam Husein aceptara las condiciones impuestas por las Naciones Unidas al final de la guerra del Golfo de 1991, el presidente anunció que las fuerzas armadas de los Estados Unidos estaban yendo a liberar al pueblo de Iraq de Sadam Husein, y sostuvo su decisión declarando: «No podemos defender a América y a nuestros amigos esperando que todo vaya bien. La historia juzgará severamente a los que han visto el peligro y no lo han afrontado. En el nuevo mundo, en el que hemos entrado, el único camino hacia la paz y la seguridad es el de la acción»17. El secretario de Estado Colin Powell había llamado por teléfono al arzobispo Tauran el 17 de marzo para avisarle que si Sadam no respondía a la petición final del presidente de abandonar Irak, la intervención militar era inevitable. Le aseguró que los Estados Unidos conocían las preocupaciones del Papa y que se haría todo lo posible para limitar las pérdidas y aliviar los sufrimientos. El arzobispo Tauran agradeció la llamada telefónica y afirmó, como había hecho públicamente los días anteriores, que la valoración del hecho de que se hubieran agotado todos los medios a disposición de la diplomacia era de competencia de las autoridades civiles, en conformidad con la doctrina de la Iglesia sobre la guerra justa.
Tras sus intensos esfuerzos personales para evitarla, el Papa recibió la noticia del estallido de la guerra con «profundo dolor», como dijo su portavoz. La declaración añadía que «por un lado, lamentamos que el Gobierno iraquí no haya acogido las resoluciones de las Naciones Unidas ni el llamamiento del Papa que pedían un desarme del país. Por el otro, deploramos que se haya interrumpido el camino de las negociaciones, según el derecho internacional, para una solución pacífica del drama iraquí»18. Otros funcionarios expresaron sus temores de «un incendio que habría podido extenderse en todo Oriente Próximo, sembrando odio y enemistad contra la sociedad occidental vista como un invasor»19, y predijeron destrucciones, hostilidades y una grave crisis.
En definitiva, si bien los Estados Unidos y la Santa Sede estaban en desacuerdo sobre el hecho de que se hubieran empleado todos los medios pacíficos antes de decidir la guerra, la Santa Sede fundamentalmente aceptaba que tales decisiones eran de competencia de la legítima autoridad civil. El arzobispo Tauran sintetizó óptimamente el papel de la Santa Sede cuando explicó en la revista italiana Famiglia Cristiana que «la Santa Sede es una potencia moral, si puede decirse así, y debe ser la voz de la conciencia. Hemos recordado el bien supremo de la paz, la defensa de la vida, la defensa de los derechos humanos y sobre todo la necesidad de recurrir siempre al derecho. La gente ha reflexionado. En un momento determinado la decisión la deben tomar los responsables de la sociedad. Ellos deben establecer si el momento de la diplomacia ha terminado y ha llegado el de pasar a la fuerza. Es su responsabilidad y está en juego su conciencia. Nosotros hemos tratado de iluminar la conciencia de los responsables»20.
El 9 de abril, contemporáneamente a una visita del subsecretario de Estado John Bolton, realizada a petición de la Casa Blanca para comenzar a hablar de la posibilidad de la cooperación postbélica con la Santa Sede en Irak, Bagdad cayó y las estatuas de Sadam comenzaron a ser derribadas. La Santa Sede manifestó su alivio porque las pérdidas habían sido mínimas e hizo una declaración el 10 de abril, definiendo la caída del régimen de Husein «una significativa oportunidad para el futuro de la población». Tras el coloquio con el subsecretario Bolton, el Vaticano subrayó su determinación a trabajar con nosotros para las necesidades postbélicas del pueblo iraquí, subrayando que «la Iglesia católica está preparada para prestar la asistencia necesaria mediante sus instituciones sociales y caritativas»21.

Kissinger y la Pacem in terris
Terminada la primera oleada de operaciones militares y dirigiéndose nuestra atención a la construcción de un Irak pacífico, democrático y tolerante, reflexionaba sobre mi papel como representante del pueblo americano ante la Santa Sede durante este periodo histórico. Mi responsabilidad, y la de mis colegas en el cuerpo diplomático, es favorecer los intereses nacionales de América, construyendo un apoyo internacional para las acciones que nosotros creemos que pueden crear un ambiente mundial estable para los americanos y para los demás pueblos. Para hacer esto efectivamente, como ha evidenciado Henry Kissinger, tenemos que establecer un consenso moral internacional, explicando claramente que los intereses de América y de los demás países pueden promoverse mejor trabajando por los valores compartidos de la libertad, de la dignidad humana y de la paz. Mis esfuerzos como embajador se han dirigido a forjar un consenso moral sobre Irak. Si bien la Santa Sede al final no estuvo de acuerdo con la decisión de recurrir a la acción militar, compartía nuestros objetivos por la seguridad regional e internacional y por el fin de la opresión del pueblo iraquí. En definitiva, nadie dudaba, ni en una parte ni en la otra, de que en el Irak de Sadam no había condiciones para una verdadera paz.
Ha sido muy significativo de que al principio de este tumultuoso año en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, el Papa recordara el diseño de paz delineado por primera vez por el papa Juan XXIII en la Pacem in terris. El Papa indicó cuatro pilares fundamentales de la paz: verdad, justicia, amor y libertad. En el caso de Irak no existía ninguna de estas condiciones. En lugar del amor hacia el prójimo, Sadam usaba armas químicas contra los pueblos vecinos y contra sus mismos compatriotas. En vez de la justicia, asistíamos a la aniquilación de los curdos, con familias enteras puestas en fila ante tumbas comunes y fusiladas. En lugar de la verdad, veíamos el engaño contra la comunidad internacional. En lugar de la libertad, veíamos la opresión y el miedo. El odio, la injusticia, el engaño y el miedo: no son estos los fundamentos de la paz.

Administrar la posguerra. Colin Powell en el Vaticano
Teniendo presente la falta de todo fundamento pacífico, la cuestión que la comunidad internacional debía afrontar era cómo crear las condiciones para establecer premisas de paz para el futuro. Este era el reto que el presidente Bush y el resto del mundo tenían delante. Al peligro y la injusticia encarnados por el régimen de Sadam, los Estados Unidos, como voz preeminente por la paz y la seguridad, debían definir una respuesta que estableciera la base de esa paz auténtica que todos buscamos. El presidente Bush había escuchado con atención los consejos morales de las autoridades religiosas a la hora de modelar su criterio prudencial de respuesta a las nuevas amenazas presentes en esta época de terrorismo insensato. El mismo presidente es hombre de profunda fe. Con motivo del National Prayer Breakfast de febrero de 2003 explicó de dónde nacía su decisión de actuar: «Estamos seguros de la causa de América en el mundo. Nuestra nación está consagrada a defender el valor igual e innegable de cada persona. No somos los propietarios de los ideales de libertad y dignidad pero los sostenemos y los defenderemos»22.
En este periodo la Santa Sede ha admitido siempre que los pilares de la paz estaban ausentes y que Sadam Husein representaba una amenaza para su gente y para la región. Efectivamente, el cardenal Laghi había hecho referencia a los cuatro pilares de la paz en su entrevista con el presidente. Nuestras discusiones, contrariamente a esa percepción de “hielo en las relaciones” que daban los medios de comunicación, siempre han sido formuladas sobre la base del reconocimiento común de las culpas de Irak y del interés común por un Irak pacífico, desarmado y tolerante, y han sido siempre amistosas y basadas en intenciones morales compartidas. Como explicó el arzobispo Tauran a un periodista que lo entrevistó respecto a las discusiones con los Estados Unidos, cuando el debate internacional estaba en su punto más alto: «Estamos discutiendo, pero con calma y serenidad. Diría que los Estados Unidos están perseverando a la hora de sostener sus posturas»23. Además, contrariamente a las percepciones de antiamericanismo surgidas en este momento, siempre he encontrado la Santa Sede abierta a nuestras opiniones y agradecida por nuestros esfuerzos para sostener los valores que compartimos. Como dijo el arzobispo Tauran a la revista Famiglia Cristiana, la idea de un sentimiento antiamericano dentro de la Santa Sede «no corresponde a la verdad». Y añadió: «El pueblo americano es un gran pueblo. Hay una comunidad católica muy comprometida en la vida social, cultural, en la caridad. Son valores que el Papa y la Santa Sede estiman mucho».
Como demostración de la profundidad de nuestra relación y de la amplitud de los intereses compartidos a la hora de llevar la esperanza a regiones del mundo que han conocido sólo la desesperación, el secretario Powell fue a Roma en junio de 2003 para ser recibido en audiencia por el Papa y entrevistarse con sus más altos prelados, el cardenal Sodano y el arzobispo Tauran. En sus conversaciones el secretario Powell habló de los modos con que los Estados Unidos y la Santa Sede podían colaborar para ayudar al pueblo iraquí, para promover la libertad religiosa en Irak y en otras partes, para continuar el proceso de paz en Oriente Próximo, para sostener el diálogo y la comprensión interreligiosa, para combatir la desnutrición y el hambre mediante una amplia utilización de alimentos biotecnológicos y para derrotar la epidemia de Sida en África. La visita reafirmó públicamente lo que nosotros en privado sentíamos que era una relación bilateral estrecha, intensa y recíprocamente beneficiosa, que ayuda a promover en todo el mundo la dignidad humana.

La cuestión moral de los alimentos biotecnológicos
De hecho, durante todo el tiempo dedicado a Irak seguía manteniendo diálogos fructíferos con la Santa Sede sobre una cuestión moral, un tema vital de máxima importancia para mí: la nutrición de los hambrientos. Desde el momento en que conocí el potencial que representan los alimentos biotecnológicos para aliviar la desnutrición y el hambre, decidí trabajar con la Santa Sede para tratar de que se oiga su fuerte voz sobre ese tema, así como se hizo recientemente respecto al tráfico de seres humanos, en la conferencia de mayo de 2002 sobre este tema, organizada por mi embajada con la ayuda del Vaticano.
La cuestión de los alimentos biotecnológicos se presentó en toda su gravedad durante el otoño de 2002, cuando el Gobierno de Zambia rechazó la ayuda alimentaria americana ofrecida por medio del World Food Program porque podía contener un pequeño porcentaje de alimentos biotecnológicos. Un sacerdote jesuita había convencido al Gobierno de Zambia a tomar esta postura, y poco a poco había influido en los obispos de Zambia, contribuyendo de este modo a una confusión que ponía en peligro a millones de zambianos. La cumbre mundial sobre la alimentación, celebrada en Roma en junio de 2002, comunicó que 800 millones de personas en el mundo están desnutridas y que cada cinco segundos un niño muere de hambre. Comer, cuando es necesario para la vida, se convierte claramente en una cuestión moral y por eso los Estados Unidos, aunque reconocen que cada Estado tiene el derecho soberano de aceptar o rechazar la ayuda de bienes de primera necesidad, sostienen que cada Estado tiene también el deber de asegurar que sus ciudadanos tenga comida suficiente. En resumen, consideramos que la alimentación sostiene la vida, que la vida es un bien precioso, y que por tanto esta es una cuestión moral, erspecialmente para los que invocan la “cultura de la vida” como el Vaticano.
A la luz del juicio positivo de la Academia pontificia de las ciencias sobre los alimentos biotecnológicos, animé a sus exponentes a compartir las conclusiones con los obispos y los nuncios del modo más amplio, para ayudar a superar la desinformación que había paralizado los esfuerzos del World Food Program en Zambia. El secretario Powell replanteó la cuestión en un llamamiento al arzobispo Tauran y, como resultado, la Santa Sede asintió a compartir más ampliamente y de modo más completo las informaciones con las autoridades religiosas en los países interesados.
Debido a los beneficios que la biotecnología puede ofrecer al mundo en vías de desarrollo, consideramos que la voz moral de la Santa Sede sobre la seguridad en el consumo de los alimentos y sobre la potencialidad de estos alimentos para derrotar el hambre y la desnutrición puede ayudar a acabar con las leyendas sobre los alimentos biotecnológicos en todo el mundo subdesarrollado.
La Santa Sede puede además desanimar la propagación, realizada por elementos importantes de la Iglesia o por grupos cercanos a ella, de informaciones equivocadas que ponen en peligro la vida de las personas. En el mundo hay demasiadas personas que padecen hambre, cuyo destino no debería depender de mezquindades políticas por parte de gente bien alimentada en los países desarrollados. Significativamente, en noviembre de 2003, la Santa Sede organizó una conferencia internacional sobre el tema “Organismos genéticamente modificados, ¿amenaza o esperanza?”, manifestando un gran interés por estar mejor informada sobre esta ineludible cuestión moral y la voluntad de estudiar la potencialidad de estos alimentos para aliviar el hambre y la desnutrición entre la gente más necesitada del mundo.
Este es solamente un ejemplo de cómo los Estados Unidos y la Santa Sede siguen colaborando de cerca para mejorar el tenor de vida en el mundo. Protegiendo la santidad de la vida, promoviendo la dignidad humana, apoyando la causa de la libertad, también religiosa, suscitando la atención sobre el tráfico de seres humanos, o dando de comer a los que pasan hambre, la relación, sólida en sus cimientos, entre los Estados Unidos y la Santa Sede asegura que estos objetivos comunes, que forjan nuestras respectivas políticas exteriores, seguirán ocupando el primer puesto entre las cosas que hay que hacer en favor de la dignidad humana en todo el mundo.
Los Estados Unidos y la Santa Sede seguirán compartiendo el escenario internacional en los años futuros. Del mismo modo que sus voces seguirán regulando la agenda internacional. No cabe duda de que tendremos diferencias sobre el modo mejor de lograr algunos objetivos que tenemos en común, pero el primado de la dignidad humana iluminará el largo camino que tenemos ante nosotros. Ahora que celebramos el vigésimo aniversario de nuestras relaciones diplomáticas formales, confío en que nuestro meditado diálogo seguirá mejorando la dignidad del género humano y seguirá alimentando el deseo común de que todas las personas, sin distinción de raza, color o credo, puedan vivir en paz en una sociedad libre y hacer fructificar los talentos que Dios les ha dado.

Celebrando los veinte años de relaciones diplomáticas plenas
Y así, al celebrar el vigésimo aniversario de nuestras relaciones diplomáticas plenas, debemos reflexionar bien sobre las palabras del Papa y del presidente Bush relativas al camino recorrido y al que queda por recorrer. El Papa, dirigiéndose al presidente durante su vista al Vaticano en julio de 2001, observó: «Confío en que, bajo su guía, su nación siga utilizando su herencia y sus recursos para ayudar a construir un mundo en el que cada miembro de la familia humana pueda prosperar y vivir de un modo acorde a su dignidad innata. Con estos sentimientos, invoco cordialmente sobre usted y sobre el amado pueblo norteamericano las bendiciones de Dios de sabiduría, fortaleza y paz»24.
El presidente Bush manifestó su respeto y estima por el papa Juan Pablo II con ocasión de su vista a Polonia en mayo de 2003. Hablando en Cracovia, la ciudad natal-espiritual del Papa, el presidente Bush comentó: «Durante los años de la Segunda Guerra Mundial… un joven seminarista, Karol Wojtyla, vio la bandera con la cruz gamada ondear en las murallas del Castillo de Wawel. Este hombre compartió los sufrimientos de su pueblo y fue condenado a trabajos forzados. De la experiencia y de la fe de este sacerdote nació un ideal: cada persona debe ser tratada con dignidad, porque Dios conoce y quiere a cada persona. Con el tiempo, el ideal de este hombre y su valor harían temblar a los tiranos y llevarían la libertad a su querido país y la liberación a mitad del continente. Precisamente en esta hora el papa Juan Pablo II habla en favor de la dignidad de toda vida humana y refleja las más altas aspiraciones de la cultura que nosotros compartimos»25.
Después de veinte años como socios diplomáticos, las relaciones entre estas dos grandes superpotencias –una temporal, la otra moral– están madurando y basándose en valores comunes, juntas harán bien llevando la paz y la dignidad a los pueblos del mundo. Como embajador del presidente ante la Santa Sede e interlocutor con el Papa es un gran privilegio formar parte de esta historia y de esta oportunidad.

Notas
1 “Estrategia de la seguridad nacional de los Estados Unidos de América”, septiembre de 2002
2 “Directrices de las condiciones éticas para la intervención militar americana” www.zenit.org., 15 de octubre de 2001
3 El Papa declaró en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 2002 y de nuevo el 10 de enero de 2002 en la audiencia al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede: «Es una profanación de la religión proclamarse terroristas en nombre de Dios, hacer en su nombre violencia al hombre. La violencia terrorista es contraria a la fe en Dios Creador del hombre; en Dios que lo cuida y lo ama».
4 Audiencia general del 11 de septiembre de 2002.
5 En marzo de 2002 el presidente dijo en una rueda de prensa: «A los líderes mundiales que vienen a entrevistarse conmigo les explico nuestras preocupaciones ante una nación que no está cumpliendo los acuerdos que había firmado en el pasado; una nación que en el pasado ha matado con el gas a su propia gente; una nación que posee armas de destrucción masiva y es evidente que no tiene miedo de utilizarlas. No voy a permitir que una nación como Irak amenace nuestro futuro fabricando armas de destrucción masiva».
6 Su santidad Juan Pablo II ilustró esta preocupación en su discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede del 13 de enero de 2003, afirmando que «El diálogo ecuménico entre cristianos y los contactos respetuoso con las otras religiones, en particular con el Islam, son el mejor antídoto contra las desviaciones sectarias, el fanatismo y el terrorismo religioso».
7 La mezquita más grande de Europa fue inaugurada en 1995 en Roma, en la diócesis del Papa; y, sin embargo, no hay iglesias en Riad.
8 “Scende in campo prima l’Onu”, Avvenire, 10 de septiembre de 2002.
9 Cf. Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, 8 de noviembre de 2002. www.usinfo.state.gov/topical/pol/terror/02110803.html. La resolución establece que Irak sigue violando materialmente las resoluciones del Consejo respecto a la invasión de Kuwait por parte de Irak ocurrida en 1990 y pide que antes de 30 días Bagdad dé al Unmovic y al OIEA una completa y esmerada declaración acerca de todo los aspectos de sus programas de armamento químico, biológico y nuclear, y acerca de sus sistemas de misiles balísticos, así como información sobre otros programas químicos, biológicos y nucleares que se supone tienen fines civiles, o sufrirá serias consecuencias.
10 Cf “Carta de su santidad Juan Pablo II al presidente Bush”, 21 de octubre de 2002.
11 “Discurso del Santo Padre Juan Pablo II al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede”, 13 de enero de 2003.
12 Cf. Michael Novak, “Guerra asimétrica y guerra justa”, conferencia pronunciada el 10 de febrero de 2003 en el Centro de Estudios Americanos, Roma.
13 George Weigel, “Transparencia moral en tiempos de guerra”, conferencia William E. Simon, 24 de octubre de 2002, Washington D.C.
14 Cf. “Declaración al presidente del Gobierno español José María Aznar”, 27 de febrero de 2003.
15 John Allen, “The word from Rome”, National Catholic Reporter, 21 de febrero de 2003.
16 “El enviado del Papa se entrevista con Bush, y repite la oposición vaticana contra la guerra” Catholic News Service, 6 de marzo de 2003.
17 “Estrategia de la seguridad nacional de los Estados Unidos de América”, septiembre de 2002.
18 “Juan Pablo II reza por el pueblo iraquí”, www.zenit.org., 20 de marzo de 2003.
19 Catholic News Service, 19 de marzo de 2003.
20 “La muerte del derecho, tragedia de la humanidad”, entrevista al arzobispo Tauran, Famiglia Cristiana, marzo de 2003.
21 Catholic News Service, 10 de abril de 2003.
22 Intervención del presidente Bush en el LI National Prayer Breakfast anual, 6 de febrero de 2003, www.whitehouse.gov/news/releases/2003/02/20030206-l.html.
23 John Allen, “The word from Rome”, National Catholic Reporter, 31 de enero de 2003.
24 Audiencia al presidente George W. Bush, 23 de julio de 2001, Castelgandolfo.
25 “Observaciones del presidente Bush al pueblo de Polonia”, 31 de mayo de 2003, www.usinfo.pl/bushvisit2003/wawel.htm.


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