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Sacado del n. 03 - 2004

ESTADOS UNIDOS Y LA SANTA SEDE. El largo camino


La presentación de la segunda edición italiana* del libro de Jim Nicholson, embajador de los Estados Unidos ante la Santa Sede, en la Pontificia Universidad Lateranense, el 31 de marzo de 2004. Las intervenciones del senador Giulio Andreotti, del cardenal Jean-Louis Tauran y del autor


Giulio Andreotti


La mesa de los ponentes: de izquierda a derecha, el senador Giulio Andreotti, Giovanni Cubeddu, que ha preparado el volumen, el cardenal Jean-Louis Tauran y el embajador americano ante la Santa Sede, Jim Nicholson

La mesa de los ponentes: de izquierda a derecha, el senador Giulio Andreotti, Giovanni Cubeddu, que ha preparado el volumen, el cardenal Jean-Louis Tauran y el embajador americano ante la Santa Sede, Jim Nicholson

GIULIO ANDREOTTI:
Nuestra revista, 30Días en la Iglesia y en el mundo, tuvo el gusto de poder publicar, en el XX aniversario de la instauración de relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos de América y la Santa Sede, la reconstrucción histórica de la larga espera, que era difícil de comprender cuando las nunciaturas y las embajadas, que en 1939 eran 38, en el pontificado de Juan Pablo II pasaban de 108 a 172.
Su misión, señor embajador Nicholson, quedará en la historia por haber presentado al Pontífice sus cartas credenciales pocas horas después de aquel 11 de septiembre de 2001 que, con la tragedia de Nueva York, daba comienzo a una angustiosa problemática global, que nadie puede afrontar sin profundas reflexiones y sacrificios. Con sabia inmediatez, el presidente Bush declaró que Bin Laden es un traidor a su religión, eliminando de ese modo la tentación de iniciar una cruzada antiislámica, que es quizá lo que los neoterroristas pretendían y siguen intentando provocar.
La segunda edición de esta monografía sale enriquecida por el análisis histórico y por las puntualizaciones de grande actualidad, y además por dos prefacios: del cardenal Jean-Louis Tauran (maestro extraordinario de la diplomacia pontificia) y del secretario de Estado Colin Powell, a quien hace ya años, durante una reunión en la que participaba como jefe de Estado mayor, le dije con espontaneidad que más me parecía un diplomático que un militar.
En las páginas de historia del libro sale a relucir una valoración singular sobre Pío IX. Las grandes aperturas del comienzo de su pontificado habían sido comentadas en aquel país con gran favor, pero no hasta el punto de aprobar al comandante del navío Constitution, quien, en el puerto de Gaeta había recibido a bordo en visita al Pontífice, que estaba exiliado en aquella localidad. El oficial fue arrestado y murió durante el proceso. Cabe señalar, quizá –yo mismo lo he podido comprobar estudiando a Pío IX– que culturalmente el pueblo americano tendía más a comprender a la República romana que al Estado Pontificio y el autoritarismo de las monarquías.
Nuestra revista, 30Días tuvo el gusto de poder publicar, en el XX aniversario de la instauración de relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos de América y la Santa Sede, la reconstrucción histórica de la larga espera, que era difícil de comprender cuando las nunciaturas y las embajadas, que en 1939 eran 38, en el pontificado de Juan Pablo II pasaban de 108 a 172
Por lo demás, fue grande la acogida que se dio a los que huyeron, tras la restauración del Estado del Papa. Los visitantes del Palacio del Congreso de Washington admiran el techo de la gran aula central: es obra del pintor Constantino Brumidi, que al regreso de Pío IX tomó, como se dice, las de Villadiego y halló allende el océano hospitalidad y ofertas de trabajo.
El temor siempre existente en aquel país sobre las relaciones con Roma es debido a la celosa salvaguardia de la Constitución de toda discriminación o infiltración religiosa. Pero, ojo: no se trata realmente de una acusación de agnosticismo.
Quiero recordar aquí al presidente De Gasperi, quien, de regreso de su viaje a los Estados Unidos, pese al agobio de los problemas italianos de verdadera supervivencia, dijo con extrema conmoción que lo que más le había asombrado era la frase del cementerio de Arlington que decía que el Soldado desconocido es «desconocido para todos, pero no para Dios».
Páginas de mucha enjundia se dedican en la monografía del embajador Nicholson a la compleja construcción de la relación de la que hablamos. Se habla, pues, de la larga misión en aquel país del enviado pontificio, cardenal Satolli, a finales del siglo XIX, en un contexto no fácil de relaciones con el episcopado; también de la reacción a favor y en contra del envío del general Clark como representante estable a Roma (1069 cartas en contra, sólo 186 a favor); se analizan los sutiles procedimientos para resolver o impedir la solución presentándola como un problema de gasto público, y por lo mismo, de competencia del Senado.
La historia entrecruzada de dos grandes personajes –el presidente Roosevelt y Pío XII (mejor dicho, antes el cardenal Pacelli en su viaje al otro lado del Atlántico por deseos de Pío XI)– representa un momento de encuentro, de búsqueda de raíces comunes en la política social rooseveltiana y en la doctrina social de la Iglesia.
El gobierno americano alentó la no beligerancia de Italia, apreciando los esfuerzos del Vaticano en este campo, incluida la visita del Papa al Quirinal en diciembre de 1939, que por un momento pareció haber sido un éxito. Los historiadores todavía no han dado una explicación unívoca y documentada del por qué Mussolini había decidido entrar en guerra. De todos modos, está documentada la infravaloración del potencial bélico americano. En los archivos del entonces Ministerio de Guerra italiano existe un informe muy detallado del agregado militar en Washington, general Marras, sobre estas gigantescas potencialidades. Podemos leer la singular anotación de que no era necesario enviarlo al ministro (que –subrayo– era el propio Mussolini).
La beligerancia italiana le supuso graves inconvenientes al cuerpo diplomático, obligado a refugiarse dentro de las murallas apostólicas. En el Vaticano vivió el número dos de la Representación, el señor Tittman, pero, de acuerdo con el gobierno italiano –que se ocupó de su viaje vía Lisboa– pudo venir (17 de septiembre de 1942) dos semanas el señor Myron Taylor, recibido dos veces por el Santo Padre personalmente, además de mantener amplios coloquios con la Secretaría de Estado.
Jean-Louis Tauran con Jim Nicholson

Jean-Louis Tauran con Jim Nicholson

Según un despacho del embajador italiano Guariglia, dirigido al ministro Ciano (que transcribo): «Taylor, en nombre del presidente Roosevelt, habría dicho a Su Santidad que la alianza y la colaboración de América e Inglaterra con Rusia se basan en sólidas bases y están completamente libres de equívocos o malentendidos. Existe con Rusia una solidaridad no sólo de guerra, sino también de acción política: América está muy decidida a que la Rusia bolchevique participe también en las negociaciones y en la preparación de la futura paz.
A esta comunicación el Santo Padre habría respondido preguntando cómo es que América e Inglaterra podían ponerse de acuerdo en cuanto a lo moral y lo económico con Rusia, sede del comunismo. Taylor habría respondido que esas objeciones estaban fuera de lugar en el nuevo rumbo que había emprendido el comunismo, como partido y como práctica de Estado.
La doctrina y la organización soviética se habían mitigado, los principios del comunismo están ya muy difundidos y en cierto modo han entrado en la conciencia y los conceptos del mundo moderno; era, pues, cuestión de forma y de adecuación a la situación de cada uno de los varios países y aglomeraciones sociales, con los que había que contar, naturalmente, pero que necesariamente pondrán en marcha el nuevo concierto internacional, en el campo social y en el económico y político, para adaptar y conciliar los viejos principios con los nuevos derivados de la doctrina comunista».
En el Vaticano, mientras tanto, se había creado una red muy densa de informaciones, ya fuera para enviar noticias a las familias americanas de sus hijos que luchaban en Europa, ya fuera para establecer relaciones con los italianos prisioneros de guerra. Durante el Concilio Vaticano II, con una solemne manifestación de agradecimiento, las Fuerzas armadas expresaron su gratitud a los cardenales y obispos que en todos los continentes habían ofrecido a nuestros soldados su solidaridad y llevado noticias de sus familiares. Entre los ordinarios militares había un personaje que merecía sobremanera el reconocimiento: el arzobispo de Nueva York, el cardenal Francis Spellman, quien, cuando Italia no tenía ya amigos en Washington, fue el primero en defender a nuestro país, comenzando así nuestra dificilísimo proceso de recuperación de credibilidad.
Siento la necesidad moral de recordar aquí la grandiosa actividad de asistencia que recibió el pueblo italiano del americano tras la guerra, con una intensidad de ayudas auténticamente providencial.
De izquierda a derecha, los cardenales Agostino Cacciavillan, Darío Castrillón Hoyos y Pio Laghi

De izquierda a derecha, los cardenales Agostino Cacciavillan, Darío Castrillón Hoyos y Pio Laghi

Se añade a este recuerdo la creación de la Ciudad de los Muchachos por parte de un estupendo sacerdote, monseñor John Patrick Carroll-Abbing, a quien en 1987 se le otorgó emblemáticamente y con gran solemnidad la ciudadanía honoraria de Roma.
Pero hay también otro personaje a quien recordar, que trabajó largamente por el interés de la Iglesia, en América y en Italia: el general Anthony Vernon Walters, ex combatiente con la armada brasileña en Toscana, agregado militar de la embajada estadounidense de Roma, embajador en Bonn y en las Naciones Unidas, vicedirector de la CIA durante la dirección de George Bush.
Extraordinario políglota, le fueron encomendadas por parte del presidente Eisenhower y de otros presidentes de EE UU misiones delicadísimas, incluida una visita periódica al Vaticano para informar a quien con filial respeto llamaba el “número uno”. Los Papas y los presidentes iban y venían, pero Vernon Walters mantenía su papel oficioso dedicando siempre en sus visitas romanas mucho espacio a la oración en la iglesia americana de Santa Susana.
He recordado en la introducción a nuestro libro que durante la visita a Roma del presidente John Kennedy, en un almuerzo ofrecido por el embajador americano, pude preguntarle al presidente cuándo iba a poder abrirse una segunda embajada aquí. Siendo él católico, ¿acercaría o alejaría esta hipótesis? Respondió con mucha precisión que podría dedicarse a ello tras su reelección. Por desgracia, John Kennedy, asesinado, ni siquiera completó el primer cuatrienio.
Sería el presidente Reagan quien iba a crear la embajada en el Vaticano, con su amigo William Wilson, que en los meses pasados he vuelto a ver con placer en su visita a Roma. El embajador Nicholson subraya con exactitud que el punto de encuentro entre la Casa Blanca y el Papa polaco fue la toma de conciencia de ambas partes del papel que se podría hacer para dar comienzo, a través de Solidaridad, al derrumbe de los soviéticos. A su vez, Reagan, dando confianza a los propósitos de Gorbachov, realizó la obra maestra de reducir a la mitad los armamentos nucleares.
Nuestro pensamiento se enternece al volar hasta el enfermo presidente Reagan, que, desde hace ya tantos años, en el silencio de su California, está en los umbrales de una muerte anunciada, que casi con despecho tarda en llegar.
Mientras tanto, las circunstancias internacionales no sólo no han permitido que se den otros pasos en la vía reaganiana del desarme pactado, sino que –pese a la caída del imperio soviético– han nacido nuevos frentes ofensivos caracterizados por un terrorismo despiadado.
En la segunda parte del estudio, el embajador analiza algunos aspectos de actualidad en las relaciones con la Santa Sede.
Un momento de la presentación del libro

Un momento de la presentación del libro

La naturaleza y las perspectivas de ambas entidades internacionales son muy distintas, y el enfoque de los grandes problemas de la paz y el desarrollo pueden coincidir sólo en parte. Sin embargo, especialmente en una fase de grandes preocupaciones, de búsqueda de esquemas, de tensiones de distinta naturaleza, hay que esforzarse en encontrar puntos de acuerdo para superar prejuicios y barreras rígidas. En la elaboración de un modelo más válido de reestructuración de la ONU es menester buscar puntos de encuentro objetivos.
Desde luego, cuando entran en colisión tesis fundamentales como la defensa de la vida –como ocurrió en la Conferencia de El Cairo– no son posibles las transacciones. Pero los campos de posible comprensión y recíproco apoyo no son marginales. La Iglesia educadora puede ayudar a superar incomprensiones y choques de intereses. El tema aquí tratado de los alimentos biotecnológicos, por ejemplo, recuerda las polémicas que en su tiempo se desataron a la hora de introducir los abonos químicos. En un mundo que crece, y que nuestra visión teológica nos impide contemplar en su fatal contradicción de falta de pan, hemos de dar la bienvenida a las innovaciones, o mejor, estimularlas abandonando la desconfianza y las distintas formas de proteccionismo.
En el espinoso problema iraquí, en especial, ha habido alternancia en el diálogo, nunca fácil.
Desde el punto de vista histórico, Sadam Husein se autoproclamó adalid del orden, declarando la guerra –una horrenda guerra química– a la Revolución iraní. Italia se comportó muy sabiamente. Desde luego, las exageraciones del “Guía” de Teherán no podía por menos que provocar temores, pero no era serio considerar a Sadam el restaurador del modelo imperial, que, especialmente en su última fase, había superado todos los límites posibles. Sadam, apoyado ampliamente por el Occidente y algunos países árabes (Egipto, por ejemplo), se sintió con fuerzas para invadir Kuwait, convencido de que, como de costumbre, la ONU se iba a limitar a publicar documentos solemnes de desaprobación, y punto.
También puede decirse con preocupación histórico-moral que si Sadam no hubiera invadido Kuwait probablemente todavía estaría en su puesto, persiguiendo sin que nadie se lo impidiera a los curdos y a otras franjas de la población; siempre que no se hubiera acentuado la temida hostilidad operativa hacia Israel.
Por lo demás, llegados a este punto, y especialmente en esta sede lateranense, no es tan importante saber cuántas eran las armas de destrucción masiva de que disponía el dictador. El problema es averiguar ahora de qué manera se puede facilitar que en la ex dictadura se creen condiciones de vida provechosas para todos, en un contexto más que heterogéneo. Sería injusto achacar a algunas posiciones políticas –americanas o no– ambiciones exclusivamente petrolíferas. Pero aún más injusto sería no comprender que en la indómita defensa de la paz la Iglesia no está en lo más mínimo sujeta a preocupaciones mercantiles.
Si nos quedamos exclusivamente en visiones materiales hemos de afrontar muchísimas contradicciones.
Una nota final, volviendo a Pío IX. Si personal e institucionalmente no hubiera sido insuperable su hostilidad hacia la guerra contra Austria, quizá –digo sólo quizá– habría salvado al Estado pontificio con un modelo confederal, con solo la Italia del norte liberada y unificada. Garibaldi y Mazzini se unían a Gioberti a la hora de aplaudir.
El apego insuperable a la paz –prescindiendo de las doctas citas de san Agustín– es una línea inderogable de la que los papas modernos, libres como están de toda implicación temporal, nunca podrán alejarse.

Jim Nicholson

Jim Nicholson

JIM NICHOLSON:
Este año es el 20 aniversario de las relaciones diplomáticas formales entre Estados Unidos y la Santa Sede. Con frecuencia he definido nuestra relación como la relación entre el poder temporal más grande del mundo y el mayor poder espiritual, ambos interesados en promover la dignidad humana. Cuando fui nombrado embajador de Estados Unidos ante la Santa Sede, comprendí que la historia de esta relación no era bien conocida. Y cuando 30Días se dirigió a mí pidiéndome que escribiera sobre ello, acepté cordialmente la oportunidad de decir algo más sobre la historia de las relaciones diplomáticas entre mi país y la Santa Sede.
Quiero agradecer al senador Giulio Andreotti y a 30Días su interés por los Estados Unidos y por la oportunidad de escribir a propósito de nuestra relación con el Vaticano. (También me gustaría expresar mi agradecimiento especial al vicedirector de 30Días, Giovanni Cubeddu y a su equipo, por su eminente colaboración y profesionalidad en ambas publicaciones de El largo camino. Ha sido un placer trabajar con Giovanni. Es un hombre paciente cuando se trata de plazos editoriales, aunque sé que hemos puesto a prueba su paciencia una o dos veces….). Me honra que su eminencia el cardenal Tauran y el secretario de Estado Powell hayan contribuido a enriquecer este libro con dos prefacios en los que elocuentemente comparten las perspectivas de esta relación. En fin, deseo agradecer a su excelencia, monseñor Fisichella, su interés por el tema y la hospitalidad de esta tarde aquí, en la Lateranense.
Es un placer ver a tantos amigos esta tarde. Me alegra especialmente ver a tan elevado número de colegas del Vaticano y de los cuerpos diplomáticos con los que he tenido el privilegio de colaborar durante estos más de dos años.
En cuanto comencé a trabajar en la primera edición de Estados Unidos y la Santa Sede. El largo camino, hace dos años, con un grupo de jóvenes investigadores asistentes, quedé fascinado al descubrir que esta relación comenzó realmente en los primeros años de la República americana. Sus primeros protagonistas eran personalidades como George Washington, Benjamin Franklin, el jesuita John Carroll y el papa Pío VI.
Durante casi doscientos años la relación diplomática entre los Estados Unidos y la Santa Sede ha conocido altibajos siguiendo la influencia del clima geopolítico de cada período histórico. En los primeros años se nombró a cónsules y ministros residentes en lo que entonces era el Estado Pontificio, para ayudar in situ a los ciudadanos americanos y favorecer los intereses comerciales de Estados Unidos. Con la caída del Estado Pontificio en 1870, la relación conoció una larga pausa, pese a que los Estados Unidos y la Santa Sede siguieron manteniendo compromisos recíprocos, aunque guardando una distancia diplomática.
La segunda edición de El largo camino lleva nuestra historia precisamente hasta nuestro 20 aniversario. El tema central de este período tan reciente ha sido, naturalmente, la guerra en Irak, tema que en nuestra relación ha sido objeto de un malentendido evidente
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y el reto que supuso para la libertad y la justicia, un compromiso tan limitado empezó a ser intolerable. Reconociendo el importante papel que la Santa Sede tenía en toda Europa, el presidente Roosevelt nombró a Myron Taylor representante personal ante el papa Pío XII. Taylor se revelaría un mediador crucial entre el presidente y el Papa cuando los Estados Unidos intentaron sin éxito impedir que Italia entrara en guerra. Fiel al rostro humanitario que Roosevelt había dado a su misión –misión que hoy seguimos desarrollando nosotros–, Taylor actuó en estrecho contacto con el Vaticano a la hora de alimentar a los refugiados que atravesaban las fronteras de Europa, de ofrecer ayuda material a las víctimas de la Europa oriental sacudida por la guerra y de asistir a los prisioneros de guerra aliados.
A pesar del esfuerzo del presidente Truman por formalizar las relaciones nombrando a un héroe de la Segunda Guerra Mundial, el general Mark Clark, como embajador de los Estados Unidos, la iniciativa volvió a bloquearse en el Congreso, donde las preocupaciones emotivas, a propósito de la separación entre la Iglesia y el Estado, seguían generando oposición. Como resultado hubo ocasionales representantes en los años setenta y en los primeros ochenta, pero sólo en 1984, cuando el papa Juan Pablo II empezó a sobresalir como voz crítica por la libertad y la justicia, fue cuando el presidente Reagan decidió que los Estados Unidos no podían seguir permitiéndose más tiempo estar sin un embajador ante la Santa Sede. Reconociendo en el Papa polaco y “trotamundos” a un amigo y aliado en su empuje para “abatir” el telón de acero, el presidente Reagan consiguió, por primera vez, el consenso necesario del Congreso de Estados Unidos y nombró a William Wilson como primer embajador de los Estados Unidos ante la Santa Sede. Cuando Wilson presentó sus credenciales al papa Juan Pablo II en abril de 1984, el Papa le dijo que la renovada colaboración entre los Estados Unidos y la Santa Sede debía significar «hacer esfuerzos comunes para defender la dignidad y los derechos de la persona». Las palabras del Papa trazarían la dirección para el futuro de esta vital relación entre las principales voces mundiales por la libertad, la justicia y la dignidad humana.
Veinte años después, puedo atestiguar que esta partnership ha dado prueba de su valor, a los Estados Unidos, a la Santa Sede y a la causa de la dignidad humana. Trabajando juntos durante estos veinte años, los Estados Unidos y la Santa Sede han provocado el colapso del comunismo mediante nuestras estrechas consultas sobre los acontecimientos en Polonia y, más profundamente, mediante lo que los asesores del presidente Reagan definían «una unidad de objetivos espirituales y una unidad de visiones sobre el imperio soviético», por lo que al final el derecho saldría vencedor. Del mismo modo, en América Central, los Estados Unidos y la Santa Sede se han opuesto a los insurgentes comunistas y han devuelto por fin estabilidad a la región. En las Filipinas, los Estados Unidos y la Santa Sede han vuelto a estar juntos en defensa de la libertad, colaborando en la conducción de aquel país hacia una pacífica transición democrática. En los foros internacionales, seguimos promoviendo activamente los derechos humanos, la libertad religiosa y la dignidad de la vida humana en todos los continentes.
La primera edición de El largo camino trata de esta relación desde el principio hasta mi llegada a Roma, coincidiendo con los trágicos atentados del 11 de septiembre. En ella tenemos el apoyo de la Santa Sede a las acciones de los Estados Unidos contra la amenaza de Al Qaeda –posición entonces expresada con vigor por su eminencia el cardenal Tauran–. La segunda edición de El largo camino lleva nuestra historia precisamente hasta nuestro 20 aniversario. El tema central de este período tan reciente ha sido, naturalmente, la guerra en Irak, tema que en nuestra relación ha sido objeto de un malentendido evidente. Por ello me alegra que 30Días me halla brindado la oportunidad de sacar una segunda edición de El largo camino para aclarar estos malentendidos.
Ante todo, permítanme decir que el verdadero test de cualquier sólida relación entre Estados-nación es si resiste la tensión y el desacuerdo. La guerra en Irak le ha ofrecido estos tests a los Estados Unidos y a la Santa Sede, si bien fue debido al desacuerdo sobre los medios, no sobre los fines. Hemos superado este test por la razón fundamental de que los Estados Unidos y la Santa Sede nunca han dejado de fijar su atención en el pueblo iraquí y en cómo poder trabajar juntos para ayudar a construir un futuro próspero y democrático para los iraquíes que sufren desde hace tanto tiempo. En efecto, la Cáritas, organización de socorro de la Santa Sede, está activa en Irak ya desde antes de la guerra, trabajando en estrecho contacto con los Estados Unidos en el esfuerzo de reconstruir las infraestructuras sanitarias.
Del mismo modo, la Iglesia caldea, con más de medio millón de católicos en Irak, ha ofrecido una voz necesaria de moderación y tolerancia religiosa. El patriarca caldeo mantiene un diálogo regular con el administrador estadounidense, el embajador Bremer, a propósito del socorro, de la reconstrucción y la libertad religiosa. Mi mujer, Suzanne, y yo hemos tenido el privilegio de entrevistarnos con el Patriarca en Roma poco después de su elección, el cual me saludó diciendo: «¡Gracias por haber liberado a mi pueblo!».
CONSTITUCIÓN IRAQUÍ. 
El presidente del Consejo del Gobierno iraquí, Mohamed Bahr al Ulloum, firma la Constitución provisional, el 8 de marzo de 2004

CONSTITUCIÓN IRAQUÍ. El presidente del Consejo del Gobierno iraquí, Mohamed Bahr al Ulloum, firma la Constitución provisional, el 8 de marzo de 2004

A pesar de nuestra cooperación en Irak, es indudable que el período anterior a la guerra fue particularmente intenso en nuestro diálogo bilateral. La Santa Sede se erigió en el centro de la actividad diplomática de los países con posiciones opuestas sobre la cuestión de Irak. Reconociendo la importancia de la voz de la Santa Sede, mi embajada trabajó duramente para hacer saber a los funcionarios vaticanos las preocupaciones de los Estados Unidos sobre Irak, subrayando los doce años de desafíos de Irak a las resoluciones de las Naciones Unidas, su uso de las armas de destrucción masiva contra su propio pueblo, su continua represión interior y los abusos contra los derechos humanos. Descubrimos que los funcionarios vaticanos compartían nuestras ansias sobre el régimen de Sadam y nuestro deseo de prevenir la difusión de armas nucleares, químicas y bacteriológicas. En efecto, altas personalidades vaticanas se encargaron de borrar la errónea impresión pública de que la Santa Sede tuviera simpatías por Irak.
Esto no significa que la Santa Sede apoyara la guerra. El Papa no era favorable a la guerra. Él está contra todas las guerras porque es un hombre de paz. ¡Pero no es un pacifista! Él afirmó con coherencia lo que la Iglesia enseña a propósito de la guerra, es decir, que a veces es necesaria como último recurso y que son los líderes del poder civil quienes han de tomar decisiones ponderadas sobre cuándo hay que actuar militarmente para proteger a sus ciudadanos. La Santa Sede nos ha ofrecido el cuadro moral y ético que ha utilizado para valorar la situación en Irak. El cardenal Laghi, como representante del Papa, hizo un buen trabajo explicando la postura del Vaticano. El presidente escuchó atentamente; yo estaba allí. Él tomó luego su decisión basándose en la información de que disponía a propósito de la amenaza iraquí y asumió sus responsabilidades para con el pueblo americano.
Como resultado, la gente en Irak tiene hoy la posibilidad de vivir en libertad y de superar la época de las fosas comunes, de la tortura y de la represión. Esta transición tiene sus costes y no será fácil, pero el mundo será mejor con un Irak pacífico, estable y democrático. A la luz de esta nueva oportunidad, el secretario de Estado vaticano, el cardenal Angelo Sodano, dijo en enero al vicepresidente Cheney que la Santa Sede sentía dolor por las víctimas americanas y de los otros países en Irak, subrayando que la Santa Sede consideraba a estos valientes soldados como “agentes de paz”.
Nuestros esfuerzos a favor de la dignidad y los derechos humanos en Irak forman parte integrante de la estrategia de Estados Unidos de levantar la voz contra las violaciones de las exigencias no negociables de dignidad humana, y de trabajar activamente para favorecer la libertad. Efectivamente, la Estrategia de la seguridad nacional de los Estados Unidos dice claramente que la primera finalidad de nuestro compromiso internacional es hoy «favorecer con firmeza las reivindicaciones no negociables para la dignidad humana, el Estado de derecho, los límites al poder absoluto del Estado, la libertad de expresión, la libertad de culto, una justicia justa, el respeto hacia las mujeres, la tolerancia religiosa y étnica y el respeto de la propiedad privada»1. Esta finalidad es también el centro del vigoroso compromiso internacional de la Santa Sede.
Este deseo común de defender la dignidad humana hace que nazca un diálogo activo sobre los derechos humanos. El año pasado los Estados Unidos pidieron a la voz moral de la Santa Sede que se alzara para condenar las ejecuciones y las detenciones sumarias en Cuba. La Santa Sede se pronunció realmente, con nosotros y con las otras naciones que apoyan la libertad y los valores democráticos, contra las acciones arbitrarias del Gobierno cubano. De manera similar, la Santa Sede ha sido solícita planteándonos su turbación por la amenaza de los derechos humanos en Sudán, Uganda, Zimbabue y Arabia Saudí, y pidiendo el compromiso de Estados Unidos para afrontar estos problemas.
TRÁFICO DE SERES HUMANOS. 
El secretario de Estado, Colin Powell, durante la presentación del informe anual sobre el tráfico de seres humanos, Washington, junio de 2003

TRÁFICO DE SERES HUMANOS. El secretario de Estado, Colin Powell, durante la presentación del informe anual sobre el tráfico de seres humanos, Washington, junio de 2003

En el mundo de hoy el tráfico de personas es una de las ofensas más grandes a la dignidad humana, y es otra circunstancia en la que los Estados Unidos están en primera línea defendiendo esa dignidad. El presidente Bush sorprendió a muchos cuando el pasado septiembre dedicó casi un tercio de su discurso ante la Asamblea general de las Naciones Unidas a lo que definió «una creciente crisis humanitaria, no perceptible todavía a simple vista», que afecta a casi un millón de seres humanos comprados, vendidos u obligados a la fuerza a atravesar el mundo. Entre estas víctimas hay cientos de miles de mujeres y muchachas, que caen víctimas del comercio sexual. Para ayudar a derrotar este mal mi embajada trabaja activamente de acuerdo con la Santa Sede, en especial para desarrollar estrategias de prevención y rehabilitación para las víctimas de este tráfico. En mayo de 2002 tratamos de hacer conocer mejor esta esclavitud de nuestros días organizando con la Santa Sede una conferencia internacional con 400 participantes de 35 países. Tuvimos el placer de contar en aquella ocasión con la participación del cardenal Tauran como representante de la Santa Sede para afirmar el compromiso del Papa en la lucha contra este mal.
Después de hacer que creciera la atención sobre el problema, nos dedicamos a estudiar el modo de combatirlo activamente. Trabajando con la International Organization for Migration (Organización internacional para la emigración), recientemente hemos financiado y desarrollado un programa de adiestramiento específicamente destinado a los religiosos en el mundo del trabajo para ofrecerles estrategias e instrumentos para luchar contra este tráfico. Este curso está reforzando el compromiso y la competencia de gente voluntariosa y capaz de combatir esta odiosa versión de la esclavitud del siglo XXI. Para seguir construyendo, he hecho partícipes de los resultados de nuestra conferencia y de la sesión de aprendizaje a los nuncios vaticanos de todo el mundo, animándoles –con buenos resultados– a trabajar con sus respectivas conferencias episcopales y las embajadas estadounidenses locales para desarrollar sus propias iniciativas de lucha contra el tráfico.
El hambre mata a un niño cada seis segundos. Para arrancar en el futuro a millones de personas de las garras del hambre, los Estados Unidos están decididos a ayudar a las naciones en dificultad para evitar hambrunas compartiendo con ellos los métodos de producción de cosechas más modernos. Gracias a los nuevos descubrimientos en el campo de la biotecnología, muchos agricultores de las naciones tecnológicamente avanzadas pueden conseguir que crezcan cosechas resistentes a la sequía, a los insectos nocivos y a las enfermedades, que se adaptan al ambiente, con mayores cosechas por acre cultivado. También en esta empresa estamos trabajando en estrecho contacto con la Santa Sede, la cual ha reconocido el imperativo moral de alimentar al mundo que pasa hambre y ha mantenido una preciosa apertura al potencial de la biotecnología para limitar el hambre y la malnutrición. Creo que este es un tema en el que la Santa Sede ha de infundir su autoridad moral aún con más energía. Porque no se trata sólo de un tema político y económico; es un tema moral vital –es el tema de la vida–, pues un niño que muere de hambre ha muerto exactamente como el que muere por aborto. Nosotros queremos que el Vaticano esté con nosotros en primera fila para que la alimentación biotecnológica se comparta con quienes pasan mayores necesidades.
El sida mata a ocho mil personas cada día. Es una afrenta a la dignidad humana. El presidente Bush lo ha definido un “desafío a nuestra conciencia”. El sida mata a más de tres millones de personas cada año. Hemos de actuar con decisión para afrontar esta crisis humanitaria. También aquí los Estados Unidos harán gala de un liderazgo global sin precedentes, en cuanto comencemos a poner en práctica el Plan de emergencia para la ayuda contra el sida deseado por el presidente, un plan para la prevención del sida a gran escala, curando a millones de personas que ya tienen la enfermedad. Para honrar este compromiso, los Estados Unidos han garantizado quince mil millones de dólares en los próximos cinco años para luchar contra el sida en el mundo. Nuestra embajada está contribuyendo también a esta iniciativa, facilitando el apoyo económico del Fondo presidencial al eficaz programa de tratamiento antirretroviral de la Comunidad de San Egidio en Mozambique y en los otros principales países de África. Mediante las agencias de Catholic Relief los americanos apoyan también las excepcionales obras del mundo católico en todo el planeta que cuida y asiste al 25 por ciento de todas las víctimas de esta terrible catástrofe sanitaria.
Dado que actuamos juntos para progresar en este y en otros campos, creo que esta relación diplomática aún joven, aunque en vías de consolidación, entre los Estados Unidos y la Santa Sede –relación que hunde sus raíces precisamente en el primado de la persona y de su libertad– se demostrará cada vez más determinante para poder afrontar los muchos retos de nuestro tiempo.
Los retos de hoy son retos morales, y han de ser resueltos con claridad moral y con la habilidad de traducir esta claridad en acción. Trabajando juntos, los Estados Unidos y la Santa Sede pueden ayudar a construir un mundo en libertad, esperanza y paz. Ya hemos hecho mucho para mejorar las condiciones de vida del hombre, pero queda mucho todavía por hacer. Con fe y determinación, seguiremos promoviendo la causa de la dignidad humana. Esta segunda edición de El largo camino celebra nuestros éxitos pasados y pone sus miras en un futuro más luminoso. Una vez más agradezco al senador Andreotti y a 30Días su interés, su iniciativa y su apoyo para que sea compartida esta historia de nuestra importante partnership por la dignidad humana.
Gracias por haber asistido.

Nota
1 Estrategia de la seguridad nacional de los Estados Unidos de América, septiembre de 2002.

Jean-Louis Tauran

Jean-Louis Tauran

JEAN-LOUIS TAURAN:
Me perdonarán que comience citando al ex secretario de Estado americano, Henry Kissinger. En las dos últimas frases de su libro Diplomacy, escribe: «The Wilsonian goals of America’s past – peace, stability, progress, and freedom for mankind– will have to be sought in a jorney that has no end. Traveller, says a Spanish proverb, there are no roads. Roads are made by walking» («Los objetivos wilsonianos de la América del pasado –paz, estabilidad, progreso y libertad para la humanidad– tendrán que buscarse en un viaje sin final. Caminante, dice un proverbio español, no hay camino. Se hace camino al andar»)
Es precisamente esto lo que demuestra, de manera más que elocuente, el libro que tenemos entre las manos: Estados Unidos y Santa Sede. El largo camino. En la primera parte de su obra, el embajador Jim Nicholson nos hace descubrir –y digo “descubrir” porque los hechos relatados, hasta ahora, sólo los conocían los especialistas– que los acontecimientos históricos y las iniciativas que hacen época no se deben solamente a circunstancias históricas, sino también a personalidades de relieve que, con sus intuiciones, su sentimiento del deber, su capacidad de interpretar el momento histórico, abren nuevos caminos y permiten que los hombres construyan, de la mano, los caminos de la historia.
Desde Giovanni Sartori, quien, en 1797, fue el primer cónsul americano en el Estado Pontificio, hasta el embajador Jim Nicholson de hoy, ha habido representantes americanos acreditados ante la Santa Sede, que han sabido –a menudo en situaciones no fáciles– mantener y alimentar una relación hecha de lealtad y respeto. Cada uno de estos representantes, con su historia personal –humana y política– hicieron posible que se restablecieran las relaciones diplomáticas en 1984, y precisamente el próximo mes de abril celebraremos el XX aniversario de la presentación de las cartas credenciales al papa Juan Pablo II por parte del embajador William Wilson.
Leyendo esta historia se entiende lo que supone el arte de la diplomacia: apertura a los problemas de los demás; consideración de lo que marca la diferencia y lo específico del otro; aceptación del hecho de que cada cual es socio responsable; búsqueda y persecución de los medios pacíficos, y sólo estos, para resolver las dificultades; búsqueda de lo que ambas partes tienen en común.
A título personal, permítanme añadir una situación que no ha sido mencionada y que ha sido objeto de constantes consultas entre Washington y la Ciudad del Vaticano: me refiero a la Tierra Santa […] La Santa Sede está convencida, efectivamente, de que la aún no resuelta crisis israelo-palestina es la “madre” de todas las crisis de Oriente Próximo
Todo esto marcado por la cortesía, la discreción y la sinceridad.
En el caso de los Estados Unidos, este ejercicio ha estado facilitado porque, como pone bien de relieve el autor, «si alguna vez los Estados Unidos y la Santa Sede pueden estar en desacuerdo sobre los medios, están totalmente de acuerdo en los objetivos finales: libertad, paz y creación de oportunidades» (p. 14).
Muy convenientemente, Jim Nicholson subraya la aportación insustituible de la Iglesia católica en los Estados Unidos a la hora de crear el clima que permitió que se llegara al objetivo de 1984. Los católicos estadounidenses han sabido demostrar que su fidelidad al Papa no les convertía en sujetos poco patriotas. La aportación del cardenal Francis Spellman, arzobispo de Nueva York, también fue determinante.
En la segunda parte del libro, el embajador Nicholson ofrece algunas valoraciones sobre el modo en que ha informado a sus autoridades sobre las reacciones de la Santa Sede al feroz atentado del 11 de septiembre de 2001 y sobre la operación militar en Irak, el pasado año.
Oportunamente, afirma que si las posiciones no siempre han sido paralelas, ello fue debido «más al desacuerdo sobre los medios que en los fines», gracias a los valores que ambos comparten: la tutela de la dignidad humana, que no es negociable; la defensa del derecho, que establece límites al poder absoluto del Estado; la promoción de las libertades fundamentales; el deseo de justicia y de paz.
Aludiendo a la cuestión de los alimentos biotecnológicos, expone un campo de colaboración bilateral original, para favorecer no solo la supervivencia de los pobres, sino, aún más, su dignidad.
A título personal, permítanme añadir una situación que no ha sido mencionada y que ha sido objeto de constantes consultas entre Washington y la Ciudad del Vaticano: me refiero a la Tierra Santa. Puedo atestiguar que el tema ha sido central en todas las conversaciones que el papa Juan Pablo II, su secretario de Estado y sus colaboradores, han mantenido con las autoridades estadounidenses en estos últimos años, con una referencia especial a la conocida cuestión de los Lugares Santos de las tres religiones.
La Santa Sede está convencida, efectivamente, de que la aún no resuelta crisis israelo-palestina es la “madre” de todas las crisis de Oriente Próximo, y de que conviene que ambas partes retomen, a la mayor brevedad posible, y con la ayuda de la comunidad internacional, el diálogo y las negociaciones.
A título personal, quisiera también evocar la transformación que podría suponer en toda la región la paz en Tierra Santa: centraría todas las energías y los recursos en el desarrollo económico; reforzaría la sociedad civil y la democratización de aquellas sociedades; eliminaría todo motivo de acción violenta de los extremistas que se alimentan de la desesperación de los desheredados; favorecería el diálogo pacífico entre las religiones, evitando de este modo la emigración de los cristianos.
No puedo por menos que agradecer al embajador Nicholson que, con estas páginas, nos haga descubrir, a través de la vida de un diplomático y la acción de un gobierno, el tipo de aportación que la Santa Sede, poder moral desarmado, puede desarrollar en la comunidad de las naciones: promover la confianza; recordar la necesidad imperiosa del diálogo; respetar el derecho; negociar soluciones justas; superar las pasiones y los prejuicios; ayudar a que se adopten medidas puntuales que allanen el camino hacia la solución de los problemas más difíciles; aprovechar el potencial de paz de las religiones.
Estas son algunas de las prioridades que la Santa Sede considera su deber promover. El libro que presentamos esta tarde muestra, a mi modo de ver, el resultado de la estrategia a la que me he referido.
En la precariedad del mundo actual es más que nunca necesario unir nuestros esfuerzos para crear un mundo más humano, y sin duda alguna la fe da una visión del hombre y de la sociedad renovada, con motivaciones especiales que pueden reforzar la convivencia entre los pueblos.
Y para terminar, esta tarde no puedo por menos que recordar las palabras que el papa Juan Pablo II pronunció en enero de 2002 en Asís: «¡Nunca más la violencia! ¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más el terrorismo! ¡En el nombre de Dios, que cada religión traiga a la tierra justicia y paz, perdón y vida, amor!»

Sufrimos, como en la situación actual, porque estamos obligados a asistir con angustia a una matanza que se convierte en fatalidad, en rutina. Entonces sentimos que ha de existir la posibilidad de construir de manera distinta una relación humana. Y esta construcción es la que puede ser llamada –dado que el embajador ha citado a san Agustín, quisiera concluir yo también con san Agustín– una concepción naturaliter christiana
GIULIO ANDREOTTI:
Ante todo, creo que es de apreciar que en una fase del mundo tan agitada, tan llena de problemas, hayamos podido dedicar hora y media a recordar un hecho positivo, el de las plenas relaciones diplomáticas entre EE UU y la Santa Sede. Un hecho que presentaba tantas dificultades para ponerse en práctica, que, como hemos visto, fue necesario que pasara mucho tiempo y sucedieran muchas cosas. Yo no he de sacar conclusiones. Creo que es importante poder decir dos cosas que han salido a colación en lo que nos han dicho el embajador Nicholson y el cardenal Tauran.
Roma es una ciudad especialmente privilegiada por poseer un doble, o mejor dicho, un triple cuerpo diplomático. En efecto, también ante la FAO, además de ante el Estado Italiano y la Santa Sede, existe la representación de los Estados. Todas estas presencias de nacionalidades distintas nos permiten conocer mejor los problemas. Y a su vez, les permite a los representantes diplomáticos extranjeros, incluidos los que no tienen contactos frecuentes con los altos estratos del poder, comprender lo que ocurre –que no es siempre fácil– en nuestra nación.
Quisiera solo retomar el último punto mencionado por el cardenal Tauran, es decir, el de la cuestión de Tierra Santa: es el punto más neurálgico hoy de la situación internacional. Un punto lleno de dificultades. La Escritura nos dice que Jesús lloró sobre su ciudad. Y sigue llorando.
El esfuerzo de carácter político, tanto colectivo como bilateral o multilateral, ha de ser intentar crear las condiciones para que se pueda pasar de la coexistencia a la convivencia de los dos pueblos. Probablemente los historiadores en campo internacional pueden hoy criticar las decisiones de 1948. Es decir, que probablemente, con la urgencia de aligerar la presencia de Inglaterra en aquella zona, se creó el Estado de Israel y el Estado árabe. Si miramos los trabajos preparativos, se dio cierta superficialidad. Quizá si hubiera habido más reflexión para entender mejor qué era el Estado árabe y hacer nacer al mismo tiempo ambas entidades, probablemente muchas de las complicaciones siguientes podrían haberse evitado. Pero hoy no sirve de nada decir esto.
A mí me parece importante destacar, y esta es mi conclusión, el dato tan elocuente del número de representantes del Papa que existen en el mundo, y por lo mismo, de representantes del mundo que están aquí, ante la Santa Sede. Ha habido un gran desarrollo en las relaciones diplomáticas con algunos momentos significativos. Momentos importantes no siempre compartidos por todos, porque en las cosas humanas hay siempre la posibilidad de compartir o no compartir. Y sin quitarle méritos a nadie, hay que reconocerle al cardenal Tauran una gran atención hacia algunos puntos sensibles de la situación internacional.
Veamos, por ejemplo, dos de estos momentos: el primero, que originó alguna que otra crítica, fue precisamente cuando se establecieron relaciones diplomáticas con la Autoridad Palestina, en espera del nacimiento del Estado palestino. No se hizo realmente desde una posición de antítesis, sino con el objetivo de agilizar el objetivo al que sin duda se deberá llegar. Pero no todos lo comprendieron. Segundo: cuando la Santa Sede estableció relaciones diplomáticas con Libia. Durante largo tiempo hablar de Libia era algo no sólo polémico, sino imposible. Bien, hoy vemos que la situación está cambiando y dentro de poco, no es ningún secreto de Estado, se restablecerán las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Trípoli.
Así pues, ¿cuál es la conclusión? A mí me parece que es esta: que si observamos el desarrollo de la diplomacia pontificia, constatamos que está siempre al servicio de la búsqueda de soluciones positivas que vayan más allá del momento histórico y político particular que se está viviendo. Los momentos políticos en cada uno de los países pueden cambiar. La vida de la Iglesia, quizá, posee la ventaja de no estar sujeta a elecciones, de no tener legislaturas que cambian, de no tener esas preocupaciones que tiene el mundo civil y que a veces determinan algunas decisiones.
Pero lo importante, que emerge tanto de lo dicho por el embajador Nicholson como de lo afirmado por el cardenal Tauran, es que debemos estar al servicio del hombre, del hombre enfermo, del hombre que pasa hambre, del hombre que no tiene suficiente territorio, del hombre que se siente oprimido por la falta de una concepción, aunque sea mínima, aunque sea sólo adecuada a una parte del mundo, de libertad. Yo creo que, precisamente en esta dirección hay un trabajo común que hacer. Y sobre esto no hay distinción de papeles entre las distintas embajadas en Roma. Creo que todos estamos al servicio de la humanidad, y en una crisis creo que todos sufrimos tanto si muere un hombre como su antagonista. Sufrimos, como en la situación actual, porque estamos obligados a asistir con angustia a una matanza que se convierte en fatalidad, en rutina. Entonces sentimos que ha de existir la posibilidad de construir de manera distinta una relación humana. Y esta construcción es la que puede ser llamada –dado que el embajador ha citado a san Agustín, quisiera concluir yo también con san Agustín– una concepción naturaliter christiana.


* La edición española de 30Giorni ha publicado el texto del libro en dos partes, la primera en octubre de 2002 y la segunda en febrero de 2004


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