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CANONIZACIONES
Sacado del n. 04 - 2004

SANTOS. Aníbal María Di Francia y don Luis Orione

«Me di cuenta de que sus ojos brillaban por las lágrimas …»


…Nunca había encontrado a una persona adulta que se abriera tan sincera y llanamente con un muchacho». La transcripción del testimonio de Ignazio Silone en el proceso de beatificación de don Orione


por Ignazio Silone


Ignazio Silone

Ignazio Silone

Lo conocí en 1916. Le vi de pasada después del terremoto de la Marsica, en 1915. Recuerdo, porque estaba yo presente, que don Orione había recogido un grupo de niños salvados del desastre y sin familia. Don Orione estaba esperando para llevárselos a Roma, pero la línea ferroviaria estaba interrumpida y para llegar a la primera estación había que recorrer otros cuarenta kilómetros. En el lugar estaba ya el rey con todas las autoridades del séquito y sus automóviles estaban parados. Don Orione comenzó a subir a los niños a algunos coches para ir a la estación. Los carabineros de guardia se oponían, pero don Orione parecía no hacerles caso y seguía subiendo a los niños. Mientras tanto llegaba el rey con su séquito para subir a los coches. Don Orione se presentó respetuosamente y le expuso el motivo por el que estaba subiendo a los pequeños huérfanos a los automóviles. El rey aceptó el deseo de don Orione y le permitió que transportara a los pequeños. Don Orione subió con ellos en el primer tren y los acompañó a Roma a la Casa de Santa Ana de los Palafreneros.
Sólo en 1916, como ya he dicho, puedo decir que conocí a don Orione. En aquel año, para terminar el Instituto, me habían metido en un colegio dirigido por religiosos muy estrictos. Algo antes de Navidad, sin ningún motivo plausible, me escapé del colegio. Me fui sin darme cuenta de lo que estaba haciendo y sin ninguna meta, simplemente porque, en un momento dado, vi la puerta del patio abierta. Tenía pocas liras en el bolsillo y, naturalmente, iba sin equipaje. Me alojé en el desván de un pequeño hotel, cerca de la estación. Allí me quedé tres días, y me pasaba el tiempo viendo llegar y salir los trenes. Mientras tanto, mi ausencia del colegio fue denunciada a la Comisaría y al tercer día me encontró un policía que me devolvió al colegio, en espera de una respuesta de mi abuela, que, como tutora, era la que tenía que decidir sobre mi futuro. La respuesta de la abuela no tardó mucho; me decía que un tal don Orione estaba dispuesto a aceptarme en su colegio. Se había fijado el encuentro, a través de mi director, en la estación central de Roma, donde, en el día y hora establecidos, encontré a un cura desconocido, no el que yo había visto el año antes entre los escombros de mi pueblo, y yo pensé que don Orione no había podido venir. Se echó al hombro mi equipaje y tomamos el tren. Visto que teníamos que viajar toda la noche, me preguntó si llevaba conmigo algo de leer y si quería un periódico. L’Avanti, respondí yo. Era difícil imaginar una respuesta más impertinente por parte de un colegial. Pero, sin inmutarse, aquel cura bajó del tren y poco después volvió a aparecer y me entregó el periódico. «¿Por qué no ha venido don Orione?», le pregunté. «¡Soy yo don Orione!», me dijo. «Perdóname que no me haya presentado». Me quedé bastante mal por aquella inesperada revelación. Escondí enseguida el periódico y balbuceé algunas excusas por mi presunción de poco antes y por haberle dejado que llevara las maletas. Él sonrió y me confesó su felicidad por poder llevar a veces las maletas. Utilizó una imagen que me gustó enormemente y me conmovió: «Llevar las maletas como un burrito», y me confesó: «Mi vocación –es un secreto que te quiero revelar– sería poder vivir como un auténtico asno de Dios, como un auténtico asno de la Divina Providencia».
Así comenzó entre nosotros un diálogo que, salvo alguna breve pausa, duró toda la noche. Don Orione, pese a que nunca antes nos habíamos visto, hablaba con una sencillez, una naturalidad, una confianza desconocidas hasta entonces para mí. Sólo por la noche, cuando se dejó encendida sólo una lámpara, los rasgos de don Orione volvieron a parecerse a los que yo había visto un año antes en mi pueblo. Se lo dije, le recordé la circunstancia de los coches reales. Él me contó sus fatigosas peripecias de aquellos días; me contó que había tardado veintisiete días en recorrer toda la comarca devastada, durante los cuales no había dormido en cama ni había conocido una noche entera de reposo, sino sólo algunas horas en camastros improvisados, sin quitarse los zapatos para no congelarse. En cuanto reunía cierto número de huérfanos o de muchachos abandonados, se los llevaba a Roma y luego volvía inmediatamente al lugar del desastre para salvar a otros. Me hablaba de su mísero origen: su padre hacía un oficio humilde, peó­n caminero, y él de muchacho lo había ayudado a veces en el ingrato oficio. También más tarde, cuando ya había sido aceptado en el seminario diocesano, para poder tener alojamiento gratis, había tenido que hacer de monaguillo en la catedral. Me contó varios episodios conmovedores sobre su adolescencia. Recordó, entre otros, el primer viaje a Roma para ver al Papa, sólo con un trozo de pan hecho en casa, y cinco liras.
Don Orione con el obispo de Avezzano, monseñor Bagnoli, y algunos huérfanos supervivientes del terremoto marsicano, en Roma, 1915

Don Orione con el obispo de Avezzano, monseñor Bagnoli, y algunos huérfanos supervivientes del terremoto marsicano, en Roma, 1915

Yo sentía un placer infinito oyéndolo hablar de aquella manera: sentía una paz y una serenidad nuevas. Lo que se me quedó grabado era la tranquila serenidad de su mirada. La luz de sus ojos tenía la bondad de alguien que en la vida ha sufrido pacientemente todo tipo de tribulaciones, y por eso conoce las penas más secretas. En ciertos momentos tenía la impresión de que él veía en mí mucho más claro que yo, que incluso veía en mi futuro. «Quisiera decirte algo que no deberías olvidar», me dijo en un momento dado. «Acuérdate de esto: Dios no está sólo en la iglesia. En el futuro no te faltarán momentos de triste desesperación. Aunque te creas solo y abandonado, no lo estarás. ¡Acuérdate de esto!». Me di cuenta de que sus ojos brillaban por las lágrimas. Nunca había encontrado a una persona adulta que se abriera tan sincera y llanamente con un muchacho.
Llegamos a Sanremo hacia mediodía. Por la noche, cuando don Orione tenía que volver a partir, oí que le encargaba a alguien que me buscara, porque quería despedirse, pero yo me escondí. No quise que me viera llorar. Pocos días después, la mañana de Navidad, recibí su primera carta, una larga, afectuosa y extraordinaria carta de doce páginas. Don Orione me contó, en uno de los viajes que hicimos juntos, que había llegado a Avezzano la noche del 19 de septiembre, uno o dos años después del terremoto, y al día siguiente salió para decir misa. Terminada la misa, llegó una invitación del obispo. Este le preguntó si había sido él quien había llevado la bandera que estaba en el Patronato. Don Orione aseguró que no la había llevado él. Pero el obispo le advirtió que nunca más volviera a ir a la diócesis de los Marsi mientras él viviera. Don Orione lo contaba con tranquilidad, pero con tristeza.
Tenía yo casi veinte años y trabajaba de periodista en un periódico muy combatido, por lo que vivía miserablemente, sin que nadie lo supiera. El día de Navidad fui a comer a una trattoria, con poquísimo dinero en el bolsillo, pero al final la cuenta superó la cantidad de la que disponía. El dueño me dijo que le diera mi viejo impermeable como garantía por el dinero que faltaba. Fuera llovía. Salí y me acordé que pocos días antes había visto a don Orione pasar en carroza. Decidí ir a buscarlo a Santa Ana, esperando encontrarlo. El portero me aseguró que estaba, pero no me dejaba entrar. Insistí y mientras hablaba con él, don Orione bajó y después de saludarme se metió una mano en el bolsillo y me dio una cantidad algo superior a lo que debía pagar. Gesto singular el de don Orione, a quien hasta aquel día nunca le había pedido dinero. En un viaje de Cuneo a Reggio Calabria, en el que le acompañé, don Orione quería pararse en Roma porque no tenía dinero para seguir. Pero en la estación de Roma un señor se le acercó y le entregó un sobre. Don Orione, después de darle las gracias, exclamó: «Ahora podemos seguir». Era impresionante su manera de creer en Dios, más presente que las cosas reales, y la caridad que hacía posible el contacto con los interlocutores, cuyo futuro, en ciertos casos, preveía.
Dicho esto, y antes de que se le interrogara sobre los artículos, el testigo declaró: «He dicho todo lo que sé de don Orione y no tengo nada más que añadir».

Ignazio Silone

Roma, 10 de noviembre de 1964


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