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CRISTIANISMO
Sacado del n. 08 - 2004

Llamados a mirar a lo alto


La homilía que el prefecto de la Congregación para las causas de los santos pronunció el pasado 23 de mayo, solemnidad de la Ascensión, en la Catedral de San Pedro de Bolonia


por el cardenal José Saraiva Martins


Es para mí una gran alegría estar aquí, sea por la amistad que me une desde hace tiempo a vuestro querido y nuevo arzobispo Carlo Caffarra, sea porque he leído y oído hablar muchas veces y con mucho entusiasmo de la Virgen de San Lucas, patrona de la ciudad y de la diócesis de Bolonia, de su hermoso santuario y de la conocida, proverbial, devoción que los boloñeses tienen por Ella, a la que sienten suya y a la que se honran de pertenecer.
La imagen de la Virgen de San Lucas, copatrona de la archidiócesis de Bolonia (Italia)

La imagen de la Virgen de San Lucas, copatrona de la archidiócesis de Bolonia (Italia)

Si hay una imagen eminentemente difundida en el pueblo boloñés es la de esta Virgen de San Lucas que, sobre todo en el pasado, estaba representada en todas partes. He leído con interés divertidas informaciones sobre lo arraigada que está dicha devoción en la vida de la gente. Por ejemplo, una de ellas dice que los tenderos tenían apartado el llamado “aceite de desecho”, que servía para alimentar el fuego de la lamparilla encendida ante el cuadro, y las amas de casa, al comprarlo, pedían “el aceite de la Virgen” (Cf. en F. Cristofori, La Madonna di San Luca negli scrittori dialettali, Arti Grafiche Tamari, Bolonia, 1977, págs. 3-4).
Un culto, pues, una devoción con fuertes influjos antropológicos y culturales.
Otro hecho, históricamente elocuente, de la importancia del culto a la Virgen de San Lucas, es la aparición de su imagen en las monedas boloñesas, acompañada por la frase praesidium et decur (desde principios del siglo XVI), título que luego entró en la colecta de la misa del “propio” de la archidiócesis de Bolonia (cf E. Lodi, I santi della Chiesa bolognese nella liturgia e nella pietà popolare, A.C.E.D., Bolonia, 1994, pág. 93).
Aprendiendo y reflexionando sobre estos aspectos interesantes, pensaba en una reflexión muy bella que hace don Luigi Giussani en la nueva edición de su último volumen publicado Por qué la Iglesia, y que me ha tocado: «Dios sigue siendo “algo” incomprensible, que ninguna palabra ni discurso puede explicar, si no se introduce la figura de la Virgen… Sin la Virgen no podríamos entender nada de la Iglesia» (L. Giussani, Por qué la Iglesia, Ediciones Encuentro, Madrid, 2004, pág. 6).
Esto puede aplicarse también a la Iglesia de Bolonia, que sería incomprensible sin su hermosa Virgen de San Lucas.
La solemnidad de la Ascensión de Jesús al cielo, con que se cierran las celebraciones en honor de la Virgen de San Lucas, nos propone un mensaje saludable: un llamamiento a mirar hacia arriba, a mirar más allá de las cosas.
«Y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24,51), nos dice el Evangelio que acabamos de proclamar.
Así pues, hacia el cielo se proyectan hoy nuestras miradas. El camino del hombre, en efecto, no es vagabundear por la tierra sin meta alguna. Todo lo contrario, tenemos un gran horizonte y un destino alto hacia el que nos encaminamos, y en cuanto hijos de Dios, cristianos, bautizados no debemos perder nunca de vista la dimensión sobrenatural de nuestra vida cristiana.
La Ascensión de Jesús nos recuerda que estamos “llamados a mirar hacia arriba”, y que no todo se agota ni todo termina en esta tierra.
Es providencial recordarnos todo esto, porque como decía el gran Charles Péguy: “Hoy –por desgracia– se está difundiendo una verdadera amnesia de la eternidad”.
El santuario de la Virgen de San Lucas

El santuario de la Virgen de San Lucas

Nos obsesionan tanto los problemas terrenos que perdemos de vista a menudo estas verdades de fe: la vida celestial, la vida eterna; y, sin embargo, es la cosa más importante, la más seria. ¿Para que sirve una existencia de muchos años, si luego todo termina en la nada?
Sor Lucía, la única aún viva de los tres videntes de Fátima, casi centenaria, cuenta la primera aparición de la Virgen, ocurrida el 13 de mayo de 1917, cuando los tres pobres niños de Ajustrel estaban apacentando el rebaño en el campo llamado Cova de Iría. Roto el hielo del miedo inicial, después de que la Blanca Señora dijera: «No tengáis miedo, yo no os hago daño», fue Lucía, la que animada por la dulce confianza que inspiraba la Señora preguntó: «¿De dónde eres?»; y la respuesta fue: «Soy del Cielo» (cf. Sor Lucía, Gli appelli del Messaggio di Fatima, Librería Editora Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2001, pág. 116).
Me parece muy bello volver a escuchar esta respuesta de María hoy, celebrando la Ascensión de Jesús, en la festividad de la Virgen de San Lucas, que nos recuerda en el fondo que el cielo es también nuestro “país”, que al fin y al cabo es la enseñanza neotestamentaria: “Non habemus hic manentem civitatem” (no tenemos aquí ciudad permanente) (Hb 13,14), que nuestra verdadera Patria “…in caelis est” (Flp 3,20), está en los cielos.
Acude al pensamiento una expresión de un santo de nuestros días (Josemaría Escrivá de Balaguer) que decía: «Debemos estar […] en el cielo y en la tierra siempre. No “entre” el cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso al mismo tiempo! […] Sumergidos en Dios, pero sabiendo que estamos en el mundo” (J. Escrivá, Consumados en la unidad [27-03-1975], citado por A. del Portillo, Intervista sul fondatore dell’Opus Dei. Ares, Milán, 1992, pág. 77).
Los Hechos de los Apóstoles, en la primera lectura, exhortan: «…¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá del mismo modo que le habéis visto subir al cielo» (Hch 1,11).
Nosotros no miramos al cielo para olvidar las exigencias de la tierra, sino que lo hacemos porque esa es nuestra patria: recordarlo nos obliga a verificar la firmeza y la sinceridad de nuestra fe en las realidades finales, que nos esperan al final de la existencia humana. Toda nuestra vida debe tender a estos objetivos últimos. El cristiano vive en el mundo mirando al cielo, sin por ello apartarse de las realidades terrenas que le rodean. Al contrario, cuanto más mantenemos fija la mirada en el cielo, y más fuerte se hace en nosotros la esperanza de la felicidad eterna que nos espera, más activo será el compromiso por ayudar a nuestros hermanos para que, también ellos, se orienten en el camino del tiempo hacia el destino supremo que el Señor resucitado nos ha preparado.
En el fondo ya todo estaba concentrado en aquella pregunta que nos hacían aprender en los años de la doctrina. Estoy seguro de que muchos de nosotros aún la recordamos. «¿Para qué fin nos ha creado Dios? Dios nos ha creado para conocerle, amarle, servirle en esta vida, y para gozarle después en la otra, en el cielo» (Catecismo de san Pío X).
El problema es que a menudo el hombre tiene miedo de las verdades que requieren un serio compromiso moral. El misterio de la vida futura es profundo y grave y comporta decisiones en nuestra vida cotidiana, a veces exigentes, a veces desconcertantes. Creer en el más allá requiere la aceptación del juicio final de Dios sobre nuestra vida, que todo lo conoce, que escruta en lo profundo de nuestro ser y de nuestra conciencia y nos pedirá cuentas de todas nuestras acciones, pensamientos y deseos, incluso los más secretos.
El cardenal José Saraiva Martins que presidió la santa misa, concelebrada con el arzobispo Carlo Caffarra, en honor de la Virgen de San Lucas, el pasado 23 de mayo

El cardenal José Saraiva Martins que presidió la santa misa, concelebrada con el arzobispo Carlo Caffarra, en honor de la Virgen de San Lucas, el pasado 23 de mayo

Cuando el hombre deja a un lado a Dios, no consigue alcanzar la felicidad, es más, acaba por destruirse a sí mismo. Y, sin embargo, el corazón del hombre ha sido creado bueno, pero es el hombre que a menudo está lejos de su corazón. Lo dice san Agustín en una de sus expresiones más geniales, con ese fugitivus cordis sui (cf. Agustín, Enarratio in psalmum 57,1), el hombre que huye de su corazón; aunque desea belleza, verdad, bondad, justicia, el hombre corre hacia otra parte (cf. G. Tantardini, Congresos sobre la actualidad de san Agustín. Agustín testigo de la Tradición, 30Días, n, 6/7, 2004, pág. 56).
En el comportamiento y en el ejemplo de la Virgen nos reconocemos elegidos por la eternidad y comprendemos que estamos llamados a ser santos y santificadores, en medio del mundo, portadores, como ella, de Cristo y, como ella, levadura de santidad. No olvidemos que, para los cristianos, lo contrario de santo no es pecador, sino fracasado. Por tanto, un cristiano o es un santo o es un fracasado. Que la Virgen nos ayude en esto.
Los boloñeses, justamente, siempre han reconocido también la potencia de los milagros, obtenidos con la oración a su Virgen. Entre los muchos podemos recordar el del beato Bartolomé Dal Monte, que el Papa beatificó aquí en Bolonia aquel inolvidable 27 de septiembre de 1997. Este beato, que había regresado de Viena con una gran fractura en el pie izquierdo de difícil curación, en abril de 1768 fue con sus muletas al santuario y, después de rezar, volvió a su casa sin necesidad de usarlas.
Quizá ningún boloñés carezca, en su vida, de una lista propia de gracias y de milagros. Pero el don más grande, que debemos saber pedir a nuestra Madre, es el de mantenernos en gracia de Dios, el de la esperanza cristiana de la vida eterna. Aunque a veces el dolor, el sufrimiento, la desilusión nos invaden y amenazan con debilitar nuestra certeza, no nos dejemos vencer por el desconsuelo, sabiendo que allá en el cielo está nuestra Madre celeste que nos espera, está Cristo redentor en la unidad del Padre y del Espíritu Santo.


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