ENTRE BASTIDORES
Sacado del n. 09 - 2004

Misión: Italia. Las memorias de Gardner, embajador de EE UU en Roma desde 1977 a 1981

Italia-EE UU


Richard Gardner, que afirma ser el artífice con Brzezinski de la llegada de Carter a la Casa Blanca, recuerda en su libro Mission: Italy momentos difíciles de nuestro país, como en 1978, el año terrible en que fue asesinado Moro


por Giulio Andreotti


Richard Gardner, embajador de EE UU en Italia desde 1977 hasta 1981, en una foto en Venecia en 1977

Richard Gardner, embajador de EE UU en Italia desde 1977 hasta 1981, en una foto en Venecia en 1977

Nuestra relación con EE UU prescinde de la rotación cuatrienal en la Casa Blanca y del subsiguiente cambio de embajador en Roma. Las características de los embajadores son muy variadas, porque además –salvo pocas excepciones– no pertenecen a la carrera diplomática y se les envía como pago de su fuerte participación en las elecciones presidenciales, que puede ser financiera, propagandística (John Volpe, gran elector entre los oriundos, y Max Rabb, colector de votos de los judíos) o por así decir programática.
A la tercera categoría pertenece el profesor Richard Gardner, quien, como cuenta detalladamente en su reciente libro de memorias (Mission: Italy), construyó junto con otro profesor, Zbigniew Brzezinski, la imagen política de un candidato, izando en pocos meses al casi desconocido gobernador de Georgia, Jimmy Carter, a los fastos de la presidencia. Es interesante, a este respecto, cómo se pone en evidencia el mecanismo electoral, que alcanza un vertiginoso crecimiento en popularidad si se acierta en la propaganda televisiva (y lo contrario).
Las dinastías y las largas permanencias frente al timón quizá comportan dificultades, pero con sólo ocho años el peligro estriba en que, dadas las responsabilidades mundiales del presidente, cuando éste empieza a comprender los problemas mundiales tiene que volver al anonimato.
Nuestra relación con los Estados Unidos prescinde de la rotación cuatrienal en la Casa Blanca y del subsiguiente cambio de embajador en Roma. Las características de los embajadores son muy variadas, ...
Pude constatar personalmente que Carter, persona exquisita y de auténticas y nunca alardeadas convicciones religiosas, dependía sobremanera de sus consejeros. Nos había escrito a todos los responsables de los gobiernos de la Alianza que reaccionáramos por carta a las duras críticas que la Unión Soviética había hecho contra el proyecto americano de la bomba de neutrones. Yo cumplí con mi deber, y al cabo de poco fui a Washington y le aseguré al presidente que le había mandado la carta a Brezniev. Me dejó de piedra diciéndome que no le hablara de la susodicha bomba porque él era totalmente contrario al proyecto. «Son las ideas fijas del almirante Rickover».
Durante el interregno –entre la victoria de noviembre y su toma de posesión en enero– me había recibido el presidente derrotado, quien –gracias a los buenos oficios de John Volpe– nos dio una mano para aliviar el desastroso estado de nuestras cuentas públicas. En aquella ocasión me hicieron conocer también a Cyrus Vance, que ya había sido designado como nuevo secretario de Estado.
La despedida de Volpe fue insólitamente brusca. El vicepresidente Mondale había programado para el 26 de enero una visita a Roma y se le ordenó al embajador que abandonara la sede antes, sin siquiera las visitas esenciales de despido. Quizá eran viejos rencores, pero nos dio muy mala espina esta caída de estilo. Mondale iba acompañado por el profesor Gardner, nuevo embajador designado pero todavía no acreditado ante el Quirinal. De todos modos, Gardner, casado con la veneciana Danielle Luzzatto, causó una excelente impresión y dejamos que se las vieran ellos con las rencillas entre demócratas y republicanos.
…porque además –salvo pocas excepciones– no pertenecen a la carrera diplomática y se les envía como pago de su fuerte participación en las elecciones presidenciales, que puede ser financiera, propagandística (John Volpe, gran elector entre los oriundos, y Max Rabb, colector de votos de los judíos) o por así decir programática
Un temor enconado de los Estados Unidos –con algunos matices, pero insistente– era que en Italia ganaran los comunistas. Todo eran reprimendas, críticas, cierres en banda, incluso la denegación del visado a los comunistas. Esta actitud fue incluso colegial porque en la cumbre de Puerto Rico el canciller Schmidt instó a Italia –en nombre también de los ingleses, franceses y americanos– a que cambiara de política. Rumor y Moro tragaron, pero la cosa les supo amarga. Por lo demás, mucho antes la embajadora Claire Luce había dicho que De Gasperi era poco viril, al contrario del hombre Pella, porque había sacado a relucir el sable como reacción a una presunta amenaza titista.
Cuando Carter (y Gardner) tomaron posesión de sus cargos, nosotros atravesábamos un momento muy difícil. Tras el asesinato de Moro, su línea de convergencias había sufrido un fuerte golpe, y Berlinguer, que a su vez estaba tratando de separarse de Moscú, se vio en dificultades.
Sin embargo, había algo que no era posible infravalorar. La no beligerancia comunista de 1976 (tras la oposición ininterrumpida desde 1947) era tal debido a un acuerdo puntual. Los comunistas se comprometían a reconocer formalmente que el Pacto Atlántico y la Comunidad Europea eran los puntos fundamentales de referencia de la política exterior italiana. En noviembre de 1977 los comunistas lo habían propuesto y votado solemnemente en el Parlamento. Las elecciones anticipadas no habían sido beneficiosas para ellos. De todos modos, el giro copernicano había ocurrido y era de sabios tomar buena cuenta de ello.
Yo dejé la presidencia del Gobierno, que pasó a Francesco Cossiga, el cual se había querido apartar inmediatamente después de la muerte de Moro. Desde mi nueva posición de presidente de la Comisión de Exteriores de la Cámara seguí trabajando, en una línea de firmeza defensiva, por la corriente que pretendía llegar a la efectiva reducción de armamentos. A ello se llegaría con la administración de Reagan y los acuerdos con Gorbachov.
Richard Gardner, autor de <I>Mission: Italy</I>, entre Francesco Cossiga y Giuliano Amato al finalizar la presentación del libro en la Cámara de Diputados italiana, el 14 de septiembre de 2004

Richard Gardner, autor de Mission: Italy, entre Francesco Cossiga y Giuliano Amato al finalizar la presentación del libro en la Cámara de Diputados italiana, el 14 de septiembre de 2004

En su libro de memorias Gardner me hace quedar mal por una carta que le escribí al jefe del grupo parlamentario de la DC, Gerardo Bianco. Parece que se la quiere hacer pasar como debilidad o algo peor. La escribí porque yo estaba ingresado en una clínica donde tenía que operarme. El texto era el siguiente: «Querido Bianco, leo el orden del día. Yo creo que hay que añadir algo, en la página 2, que –con otro tono– podría ir bien tras la línea número 13 del primer párrafo o como apartado I inmediatamente después (el I se convertiría en II, etc.). Me refiero también al voto, declarado más o menos explícitamente por todos los parlamentarios italianos en los recientes encuentros con los EE UU. Parto de la constatación de que la tesis de Manca en dicha sede –el compromiso para construir no significa compromiso para colocar– no puede ser admitida por los americanos. La enmienda añadida sería esta: “El programa de la OTAN de modernización podría no arrancar –en este sentido, Italia realizará las propuestas oportunas– si, en espera de las negociaciones que habrán de realizarse lo antes posible y con toda seriedad, el Pacto de Varsovia tomara decisiones puntuales de bloqueo productivo y de destacamento de los sistemas de armas nucleares de teatro SS20 y similares”. De este modo realizaríamos también un límpido intento de no interrumpir la convergencia de política exterior típica de la pasada legislatura. Yo creo que hay que hacer un esfuerzo de convicción, incluso a efectos de seguridad militar y de nuestro papel real dentro de la Alianza. ¿Lo compartirán los comunistas y socialistas? ¿Estará de acuerdo la Unión Soviética? No lo sé: pero por nuestra parte hemos de hacerlo. De acuerdo con el culto de la paz al que el mundo católico está tan ligado. Hablaré de ello también con Ruffini, Sarti y Forlani».
Naturalmente uno puede no estar de acuerdo, pero no es justo interpretar esto como un acto de debilidad o de fuga.
Cuando Carter (y Gardner) tomaron posesión de sus cargos, nosotros atravesábamos un momento muy difícil. Tras el asesinato de Moro, su línea de convergencias había sufrido un fuerte golpe, y Berlinguer, que a su vez estaba tratando de separarse de Moscú, se vio en dificultades
En otra ocasión constaté la recíproca dificultad con la embajada de Villa Taverna. A principios de 1954 en una discusión de política exterior en nuestro Grupo parlamentario había yo aludido a que era inevitable reconocer a la China popular. Algunos días después recibí una invitación para almorzar con la señora Luce. Para mi sorpresa, había un tercer invitado, el consejero Stabler (que luego fue jefe de misión en España). Sin ningún tipo de preámbulo la embajadora me dijo que me quitara de la cabeza esa idea. «El Senado americano nunca abriría las puertas de la ONU a la China comunista». Por lo demás la conversación transcurrió por derroteros más transitables, y reconociéndome gentilmente mi buena fe y cierta ingenuidad por mi parte, nos ofreció a mí y a mi familia unas vacaciones en su villa de las Islas Hawai. A un romano como yo la cosa le traía más bien sin cuidado; de todas formas, se lo agradecí.
Al Richard Gardner memorialista he de puntualizarle un hecho por así decir cronohistórico. Tiene que ver con la ocupación de la embajada americana en Teherán, poco después de comenzar la terrible aventura. Nunca antes había hablado de ello hasta que Pierre Salinger lo sacó a relucir en su libro.
Me encontré casualmente con el abogado Cheron, cuyo bufete había conseguido que Jomeini entrara en Francia, y que estaba en contacto con él. Le rogué que viniera a Roma y me expuso una solución posible. Irán pediría la extradición del sha con un libelo acusatorio muy duro. Los americanos deberían darle gran difusión pero habrían de oponerse porque, no existiendo ningún tratado específico, era imposible la extradición. Esto bastaba para que los ocupantes abandonaran la embajada.
El 4 de noviembre de 1979, como respuesta al bloqueo de las cuentas bancarias iraníes en los EE UU y la hospitalidad que se le había ofrecido al sha en el exilio, quinientos estudiantes iraníes ocuparon la embajada americana en Teherán, tomando a 52 personas como rehenes

El 4 de noviembre de 1979, como respuesta al bloqueo de las cuentas bancarias iraníes en los EE UU y la hospitalidad que se le había ofrecido al sha en el exilio, quinientos estudiantes iraníes ocuparon la embajada americana en Teherán, tomando a 52 personas como rehenes

Comuniqué inmediatamente todo ello al embajador Gardner, que, como es obvio, me pareció interesado. Dos días después vino a decirme, con cierto empacho, que el presidente estaba muy interesado en ello, pero que, dado que la búsqueda de una solución dependía del secretario general de las Naciones Unidas, era mejor no interferir. En seguida lo puse en conocimiento de Cheron, que se quedó muy sorprendido. Pasó otro mes. No sé si ocurrió antes o después el desastroso intento de mandar helicópteros para liberar a los secuestrados. Se dijo que personas importantes habían previsto que en cuanto aterrizaran con la bandera estadounidense, el pueblo –siempre fiel al sha– se sublevaría y obligaría a poner pies en polvorosa a los hombres de la revolución.
Gardner vino a pedirme que volviera a ponerme en contacto con París. Yo ya no lo podía hacer decorosamente. Le di toda la información necesaria al embajador para que lo hiciera él directamente. La continuación –negativa– es bien sabida por todos.
Una y otra parte jugaban una partida de astucia. Tener en vilo a Carter durante aquel año electoral les podía ser política y pérfidamente útil. El presidente, por su parte, instalado en una posición de intransigencia, podía pensar que daba la imagen de ser el hombre fuerte al que no se le debía mandar a casa.
Sin embargo, había algo que no era posible infravalorar. La no beligerancia comunista de 1976 (tras la oposición ininterrumpida desde 1947) era tal debido a un acuerdo puntual. Los comunistas se comprometían a reconocer formalmente que el Pacto Atlántico y la Comunidad Europea eran los puntos fundamentales de referencia de la política exterior italiana
Lo cierto es que la embajada fue desalojada cuando Carter fue derrotado. La acogida de los “prisioneros” liberados fue uno de los primeros actos de la nueva administración, con gran énfasis televisivo.
La detallada narración de los años de Richard Gardner nos hace recordar los momentos difíciles que atravesamos (aunque también es cierto que los fáciles no fueron tampoco frecuentes), incluidas las complejas relaciones con las instituciones financieras internacionales (Banco Mundial y Fondo Monetario).
Las llamadas exigencias políticas hacen que haya que hacer caso omiso a las cuentas que no cuadran, porque además a veces las terapias sugeridas por los expertos son imposibles de aplicar. Recuerdo cuando a Burgiba se le impuso triplicar (o algo parecido) el precio del pan. El día siguiente tenía millones de tunecinos en la calle y no pudo ni siquiera aumentar su precio en un céntimo. A nosotros no se nos propusieron intervenciones tan duras, pero a menudo nos costó mucho trabajo ponernos de acuerdo sobre los posibles reajustes que aplicar.
En el libro de que hablamos, el autor ofrece incluso opiniones severas sobre sus conciudadanos. Como cuando polemiza con el politólogo Mike Leeden, quien había insinuado en un libro suyo que los Gardner habían sido mandados a Roma para apoyar la causa del Partido Comunista Italiano. Desde otro punto de vista, también resulta muy severo el perfil que hace de su predecesor, el embajador Martin, quien en realidad estuvo aquí en un momento de depresión personal porque acababa de arriar la bandera americana en Vietnam (1975). El personaje tuvo pocos contactos (recuerdo que habían pasado ya meses y todavía no había visitado al presidente de la Cámara), y de los que tuvo algunos fueron equivocados. De todos modos, más tarde declaró que había salvado la democracia italiana financiando a los partidos. Como expresidente de entonces, le escribí varias veces invitándole a que diera nombres y facilitara detalles. Nunca me respondió.
En la documentación utilizada para escribir el libro, Gardner recuerda un “coloquio duro” mantenido conmigo en noviembre de 1976 cumpliendo órdenes de Washington, que tenía la impresión de que «el papel y la influencia del PCI en el gobierno italiano iban en aumento». Para otorgar solemnidad a este tirón de orejas, en presencia de su consejero Holmes, me invitó a un almuerzo con mi agregado diplomático La Rocca.
Enrico Berlinguer, secretario general del PCI, le estrecha la mano a Aldo Moro, presidente de la DC, el 20 de mayo de 1977

Enrico Berlinguer, secretario general del PCI, le estrecha la mano a Aldo Moro, presidente de la DC, el 20 de mayo de 1977

Comprendo que obedecía a instrucciones que se le habían dado, pero el asunto me molestó muy mucho. Evitar que los comunistas pudieran superar cierto límite era un objetivo político nuestro, y no necesitábamos que nadie nos llamara la atención. Es un defecto del que hacían gala a menudo los americanos, independientemente del presidente en el poder y de la mayoría existente en el Congreso.
Cuando se pasó de la simple abstención a concordar el programa –igualmente con el gobierno monocolor democristiano– en Washington el nerviosismo creció lo indecible.
Hoy se tiene la oportunidad de consultar los archivos, y con ello se pueden descubrir iniciativas espectaculares. Por ejemplo, y en esto no tiene nada que ver Gardner, cuando Moro estaba a punto de hacer entrar en el gobierno a los socialistas de Nenni, en su preocupación porque no se asustaran los americanos, insistió en que yo siguiera en el gobierno porque, como ministro de Defensa, garantizaba la continuidad en la Alianza. No sabíamos (y Aldo no llegó a saberlo nunca) que los socialistas habían tenido relaciones directas y polivalentes con el gobierno americano, en conversaciones formales con el diputado Pieraccini, que luego fue un importante miembro del nuevo gobierno.
Para terminar la recensión de esta interesante monografía, citaré un fragmento referido precisamente a Gardner. Su visita de protocolo a Ingrao [líder del PartidoComunista italiano, n. de la r.], presidente de la Cámara, le había valido en su país ataques por parte de opinionistas de derechas. Cuando me entrevisté con el presidente Carter en Londres con motivo de la Cumbre económica, le hablé de ello, diciéndole que me parecía estúpido el ataque contra Gardner y que a mí me parecía que estaba desarrollando su labor de manera perfecta. Ahora veo que a Gardner se le informó de esto a través del Departamento de Estado y la cosa le agradó.


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