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PALACIO DE CRISTAL
Sacado del n. 11 - 2004

Desarme: una promesa es una promesa




La paz mundial está ligada al desarme. Y el desarme, siendo muy optimistas, podemos decir que se ha estancado. Nos encaminamos así hacia el 2005, cuando se celebrarán –desde este punto de vista un poco melancólicamente– los sesenta años de la fundación de las Naciones Unidas, cuya aspiración es la de buscar la paz a través de las estructuras y cooperación internacionales.
En el 2003 se destinaron 956 billones de dólares a gastos militares, el 11% más que el año anterior y el 18% más que en el 2001. Y no podemos decir que todos estos gastos tengan que ver con Irak. En realidad, son el efecto de una reacción en cadena, en un mundo desequilibrado por la llamada lucha contra el terrorismo y oprimido por el miedo (circulan alrededor de 640 millones de fusiles y, anualmente, se producen 14 billones de municiones). Pero, incluso yendo más allá de la justa retórica, es indiscutible que estos enormes recursos se desvían, sobre todo en los países subdesarrollados, de fines más razonables y humanos: aliviar la pobreza, construir viviendas, ofrecer tratamientos médicos (Sida) y educación. Legítimamente nos podemos preguntar cómo se podrán respetar las previsiones elaboradas por la Onu en el Millenium development goals, las cuales indican que, antes del 2015, la pobreza mundial se reducirá a la mitad, si otro texto de la misma ONU, Human development index, afirma que, en los últimos diez años, la mitad de los estados colocados en la parte más baja de la clasificación mundial del desarrollo han debido combatir una guerra. Los anaqueles de los expertos de la ONU están llenos de estudios que demuestran la conexión entre desarme y desarrollo.
Además, merecen nuestra atención no sólo las armas nucleares y de destrucción masiva, sino también las armas ligeras (que matan a 10 mil personas cada semana), con el fin de limitar el tráfico ilegal, pero también el tráfico legítimo, a través del establecimiento de nuevas normas internacionales. La Conferencia de la ONU sobre armas ligeras, programada para el 2006, debe plantearse este objetivo.
Pero en 2005 se cumplirá un plazo ineludible: la Conferencia de revisión del Tratado de no proliferación; una cita cuya preparación ya ha mostrado que el asunto es muy delicado, dada la evidente crisis del acuerdo. Los Estados firmatarios que no son “nucleares” tienen el deber de evitar la proliferación; los que ya son “nucleares” deben negociar la reducción de las cabezas existentes. Este es el planteamiento original, la base del Tratado, un compromiso que hoy pocos recuerdan. Al contrario, las armas atómicas que en un tiempo fueron meros instrumentos de la guerra fría, hoy, por desgracia, están “engastados” en las nuevas doctrinas militares de las grandes potencias. Nos encaminamos así a aceptar un mundo dividido entre quien tiene y quien no tiene arsenal atómico. Asumidas las consideraciones de orden legal y moral sobre la cuestión (Juan Pablo II ha definido el conjunto de las armas nucleares un instrumento del mal), es necesario agregar que, precisamente porque ya no es aplicable a la realidad actual la idea de disuasión correspondiente a la época de los dos bloques, no existe una razón política o de seguridad que justifique el incumplimiento del Tratado de no proliferación; tampoco existen razones para negar a la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) los recursos que necesita para trabajar, siendo que los Estados los gastan para armarse (por lo demás, es sabido que grandes cantidades de material atómico han desaparecido misteriosamente de los arsenales soviéticos después de la caída de la URSS).
Por lo tanto, esperamos y confiamos que en el 2005: se echen a andar nuevas negociaciones orientadas a limitar el material físil; la AIEA obtenga el control de las excedencias de producción; se establezcan medidas de control del desarme y se cree en la próxima Conferencia un comité que haga operativo tal control; se mantenga la moratoria de las pruebas nucleares hasta la entrada en vigor de un tratado que prohíba tales pruebas y, en fin, que el Tratado de no proliferación llegue a valer universalmente.
La historia nos recuerda amargamente que en el 2005 se cumplen los sesenta años del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. La responsabilidad del desarme está en las manos de pocos. El nuevamente electo presidente americano ha prometido en un programa de televisión –rebatiendo a su contrincante democrático, quien había declarado que la no proliferación de armas nucleares es el problema más grande que los Estados Unidos deben afrontar en los próximos años– que se ocupará de la cuestión. Una promesa es una promesa. Esperemos que se cumpla.


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