Home > Archivo > 03 - 2003 > «Una guerra de agresión sería un crimen contra la paz»
IRAK
Sacado del n. 03 - 2003

Una intervención de monseñor Jean-Louis Tauran

«Una guerra de agresión sería un crimen contra la paz»


El secretario para las Relaciones de la Santa Sede con los Estados explica la postura de la Iglesia católica en la actual crisis iraquí. Y los principios de su acción en favor de la paz


de monseñor Jean-Louis Tauran


Soldados estadounidense reciben instrucciones durante unas prácticas en la frontera de Irak

Soldados estadounidense reciben instrucciones durante unas prácticas en la frontera de Irak

1. «Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra». No cabe duda de que estas palabras de Pío XII, pronunciadas el 24 de agosto de 1939, siguen conservando una actualidad desconcertante. A estas palabras proféticas añadiría las del actual Papa en su discurso al cuerpo diplomático del pasado 13 de enero: «Como recuerda la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y el Derecho internacional, no puede adoptarse [la guerra], aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas, sin descuidar las consecuencias para la población, durante y después de las operaciones».
Me parece que es una síntesis de la postura de la Santa Sede en esta materia. En realidad, la acción de la Santa Sede para favorecer la paz puede encuadrarse entre dos principios de referencia: el primero es «Cristo es nuestra paz» (Ef 2, 14) y el segundo es un texto de la Gaudium et spes: «En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia» (78, 6).
Los papas y sus colaboradores, iluminados por estas convicciones, han tratado, y siguen tratando, de indicar el camino a la humanidad, señalando las condiciones y los deberes que imponen la creación de un orden internacional justo, basado en el derecho natural, en el derecho internacional y en el Evangelio. La Iglesia, por su parte, interviene en dicha tarea común favoreciendo y promoviendo una cultura de la paz, elaborando también criterios generales para una educación a la paz.

2. Para la Santa Sede, y para la Iglesia católica, la paz se apoya en cuatro columnas: la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf Pacem in terris). La solicitud por la paz es antigua, podemos decir, tanto como la Iglesia. Me limito a enumerar algunas iniciativas más recientes de los papas en favor de la paz, sobre todo en el siglo pasado. Pienso en Benedicto XV, que intentó una mediación entre los beligerantes de la primera guerra mundial y escribió la famosa encíclica Pacem Dei munus; pienso en Pío XI que se opuso al nazismo y entregó a la historia la famosa encíclica Mit brennender Sorge; pienso en los radio-mensajes de Pío XII durante las horas más oscuras del segundo conflicto mundial; en Juan XXIII y en su encíclica Pacem in terris; en los documentos del Concilio ecuménico Vaticano II; en Pablo VI, que creó en la Curia el Consejo pontificio de Iustitia et Pax y tomó la iniciativa de la Jornada mundial de la paz, que se celebra a primeros de año desde 1968.
Y luego, obviamente, pienso en Juan Pablo II. Sus discursos al cuerpo diplomático, al comienzo de cada año, contribuyen a una educación sistemática a la paz. Tampoco hay que olvidar sus iniciativas concretas, personales, en casos de crisis graves, como la mediación entre Argentina y Chile sobre el canal de Beagle, la jornada mundial de oración por la paz en Asís, el año pasado, y su intensa actividad en estas semanas durante las que ha recibido a los mayores exponentes del mundo político internacional.
Se trata evidentemente de algunos ejemplos, en cierto sentido, señalados, a los que se une esa acción diaria de los representantes pontificios de la Santa Sede, menos visibles, desde luego, pero no menos eficaces, que se inspiran en la voluntad del Papa. Son los nuncios apostólicos acreditados en los 174 países con los que la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas. A esta acción de los nuncios hay que añadir la acción de las misiones permanentes ante la Organización de las Naciones Unidas, en Nueva York y en Ginebra, ante la Unesco de París, la nunciatura ante las Comunidades europeas, en Bruselas, el enviado especial ante el Consejo de Europa, en Estrasburgo, además del representante de la Santa Sede ante la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), en la que la Santa Sede participa como miembro de derecho. Gracias a esta presencia y a estos contactos institucionales y diarios la Santa Sede ha podido dar vida a una verdadera estrategia en favor de la paz.

3. Quisiera ahora enumerar algunos principios de esta estrategia. En primer lugar, proclamar fuerte y claro su rechazo de la guerra. La Santa Sede reconoce que todo Estado tiene el deber de proteger su existencia y su libertad con medios proporcionados, pero a menudo la experiencia ha demostrado qué ilusoria es la eficacia de las armas cuando se trata de resolver un conflicto entre los Estados.
En su discurso al cuerpo diplomático el Papa gritó: «¡No a la guerra! La guerra no es nunca una simple fatalidad. Es siempre una derrota de la humanidad», y añadió: «El derecho internacional, el diálogo leal, la solidaridad entre los Estados, el ejercicio tan noble de la diplomacia, son los medios dignos del hombre y las naciones para solucionar sus contiendas».
La Santa Sede, en segundo lugar, anima un desarme efectivo. La Santa Sede nunca ha considerado la disuasión basada en el equilibrio de las fuerzas como un fin en sí mismo, sino solamente como una etapa hacia un desarme progresivo. De este modo se explica el apoyo moral que la Santa Sede ha dado, por ejemplo, al Tratado de no proliferación nuclear, al Tratado de prohibición de los experimentos nucleares, el Tratado de prohibición de las minas antipersona.
Puesto que la paz no es solamente la ausencia de guerra, la Santa Sede promueve, además, un orden internacional basado en el derecho y la justicia, señalando los derechos del hombre y los derechos de los pueblos como los fundamentos de la paz. La alimentación, la salud, la cultura, la solidaridad son condiciones necesarias para que los ciudadanos se sientan partícipes, con responsabilidad, en un proyecto de sociedad que ofrezca posibilidades a todos los individuos.
Todo esto supone una visón del hombre que tenga en cuenta todas sus dimensiones: el respeto de la vida humana desde el momento de su concepción hasta su fin natural, su dignidad, su libertad, sin olvidar el derecho a la libertad de religión. Al respecto, Juan Pablo II recuerda a menudo que cuando se niega o limita la libertad de religión y no se permite practicar la propia fe, en realidad se amenaza a todas las otras libertades.
La paz es también el resultado del respeto de los instrumentos técnicos propios de la colaboración internacional. La Santa Sede confía en el derecho internacional para garantizar la libertad de las personas y de los pueblos. El respeto de los compromisos que se han contraído, según el antiguo dicho “pacta sunt servanda”, la lealtad a los textos elaborados, a menudo con grandes sacrificios, la prioridad acordada al diálogo, son asimismo medios que, según nosotros, deben permitir, tanto a nivel bilateral como multilateral, evitar, en lo posible, que los más débiles sean víctimas de la voluntad malvada, de la fuerza o de la manipulación de los más fuertes.
En fin, quisiera destacar una aportación, a menudo desconocida, que la Santa Sede ofrece a la paz, es decir, su participación en la redacción de las convenciones o de las declaraciones internacionales. Pienso, por ejemplo, en la noción jurídica de “asistencia humanitaria”, promovida por la Santa Sede con motivo del conflicto en Yugoslavia. Los Estados tienen el derecho, es más, el deber, de intervenir para desarmar a los que quieren matar, no para favorecer la guerra, sino para impedirla. Pienso también en la postura de la Santa Sede acerca de los efectos negativos de la práctica, no controlada a nivel internacional, del embargo contra un Estado que no respeta el código de conducta internacional. El embargo, limitado en el tiempo, debe ser proporcional a lo que se desea corregir y no para hundir a la población en la miseria.
Todo el mundo conoce la acción del Papa para aliviar los sufrimientos de las poblaciones de Cuba y de Irak. Pienso en la propuesta de Juan Pablo II, con motivo de su última visita a la sede de las Naciones Unidas de Nueva York, de redactar una Carta de los derechos de las naciones. Pienso, además, en la acción de las delegaciones de la Santa Sede en las principales conferencias mundiales, organizadas por Naciones Unidas en la última década del siglo pasado.

4. La Santa Sede ofrece de este modo su aportación para que en la redacción de los documentos de derecho internacional, a menudo orientados ideológicamente, se salvaguarden los grandes principios morales y el respaldo del derecho internacional clásico. Lo que caracteriza, por tanto, la acción de la Santa Sede en favor de la paz es el servicio de la conciencia. Juan Pablo II, recibiendo las felicitaciones del cuerpo diplomático, el 9 de enero de 1995, declaraba que la justificación de la presencia de la Santa Sede en el ámbito internacional era la de «ser la voz a la que tiende la conciencia humana, que recuerda incansablemente las exigencias del bien común, el respeto de la persona, la promoción de los más altos valores espirituales. Lo que está en juego», añadía, «es la dimensión trascendente del hombre, que no puede ser sometida a los caprichos de los hombres de Estado o a las ideologías».
Para un cristiano, y con mayor razón para el Papa, la paz o la guerra nacen en el corazón del hombre, y a este hombre, que debe elegir entre el bien y el mal, la Iglesia tiene el deber de dirigirse. Ella lo acompaña en el camino de la vida indicándole la dirección justa. Ella hace un llamamiento a su libertad y responsabilidad. En este nivel profundo es donde se construye la paz, y obviamente ahí se inserta, para los creyentes, la oración. Justamente ayer [23 de febrero, n. de la r.], durante el rezo del Ángelus, el papa invitó a todos los católicos a dedicar, con especial intensidad, el miércoles de Ceniza a la oración y el ayuno para la causa de la paz sobre todo en Oriente Medio. «Imploraremos de Dios», dijo, «la conversión de los corazones y la clarividencia de las decisiones justas para resolver con medios adecuados y pacíficos las controversias, que obstaculizan la peregrinación de la humanidad en nuestro tiempo»; y recordó: «Es necesario que los creyentes, independientemente de la religión a la que pertenezcan, proclamen que jamás podremos ser felices los unos contra los otros». Todo esto, naturalmente, lo aplica la Santa Sede al particular contexto de la crisis iraquí de estos días.

5. Sobre esta crisis iraquí, el Papa y sus colaboradores se han expresado de modo claro en los últimos meses. Para nosotros, todo ha de ser decidido y llevado a cabo en el contexto de las Naciones Unidas. En primer lugar, hay que aprovechar todos los recursos del derecho internacional y considerar las consecuencias que una intervención armada tendría sobre la población civil, sin olvidar tampoco las reacciones previsibles de los países de la zona, que, por solidaridad con Irak, podrían adoptar posturas extremas.
Dicho esto, obviamente es importante que los responsables de Irak sepan regular su acción política según el código de conducta que les impone el hecho de pertenecer a la comunidad de las naciones. El derecho internacional no conoce el concepto de un “nuevo orden mundial”, como se dice hoy, que permite el recurso unilateral a la fuerza por parte de algunos Estados para garantizar su respeto. El derecho internacional, lo sabemos, ha declarado ilegal la guerra, especialmente gracias a la Carta de las Naciones Unidas. Me refiero al artículo 2 § 4, que nadie cita en estos días, pero que es muy importante porque declara que los Estados renuncian a la guerra para resolver sus conflictos.
Todo se debe hacer en el marco definido por el derecho internacional. Como sabemos, la principal responsabilidad del Consejo de seguridad de las Naciones Unidas es mantener la paz y la seguridad internacional. Una guerra de agresión sería un crimen contra la paz, mientras la legítima defensa presupone la existencia de una agresión armada previa. Por tanto, de acuerdo con estos principios ninguna regla del derecho internacional autoriza a uno o más Estados a recurrir unilateralmente, e insisto en esto, unilateralmente al uso de la fuerza para cambiar un régimen o la forma de gobierno de otro Estado porque, por ejemplo, posea armas de destrucción masiva. Sólo el Consejo de Seguridad puede, por circunstancias especiales, decidir que esos hechos son una amenaza para la paz, pero esto no significa que recurrir a la fuerza es, para el Consejo de Seguridad, la única respuesta apropiada. Esta es la doctrina clásica del derecho internacional.
Monseñor Jean-Louis Tauran
(a la derecha en la foto) con el padre Giuseppe Pusceddu, superior provincial de los Padres concepcionistas, durante
la conferencia celebrada en el Instituto dermopático de la Inmaculada, en Roma, el 24 de febrero de 2003; introdujo
la conferencia el profesor Pietro Puddu

Monseñor Jean-Louis Tauran (a la derecha en la foto) con el padre Giuseppe Pusceddu, superior provincial de los Padres concepcionistas, durante la conferencia celebrada en el Instituto dermopático de la Inmaculada, en Roma, el 24 de febrero de 2003; introdujo la conferencia el profesor Pietro Puddu

Dicho esto, la Santa Sede, como toda la comunidad internacional, está muy preocupada de la presencia de armas de destrucción masiva no solamente en Oriente Medio, sino también en otras partes del mundo.
La destrucción de estas armas es, por supuesto, una necesidad imperiosa, dado que amenazan la paz internacional. Por esto la Santa Sede, en el caso de Irak, piensa que el proceso de inspección que se está llevando a cabo, aunque lento, puede desembocar en un consenso que, si es compartido largamente por las naciones, haría casi imposible que un gobierno actuara de un modo distinto, sin el riesgo de sufrir el aislamiento internacional.
Muy probablemente una guerra generalizada contra Irak provocaría entre la población civil daños desproporcionados, en relación a los objetivos a alcanzar, y violaría las reglas fundamentales del derecho internacional humanitario. Me refiero, obviamente, a las famosas Convenciones de Ginebra.
Por tanto, sería grave minimizar la guerra, así como la indiferencia frente a la dimensión jurídica de las relaciones internacionales.
Como ven, estamos muy lejos de compromisos políticos o de intereses que salvaguardar. Estamos, en cambio, frente a una decisión que todos tenemos que tomar, hombres y mujeres, ciudadanos de a pie o responsables políticos. En pocas palabras, se trata hoy de elegir entre la ley de la fuerza y la fuerza de la ley.

Gracias por su atención.


(Conferencia pronunciada por monseñor
Jean-Louis Tauran, secretario para las Relaciones
de la Santa Sede con los Estados, el 24 de febrero
de 2003, en el Instituto dermopático de la Inmaculada, IDI, en Roma. Texto recogido por Giovanni Cubeddu
y revisado por el autor. Traducción de la redacción).


Italiano English Français Deutsch Português