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TRADICIÓN
Sacado del n. 03 - 2003

Luciani y la confessión

Su paciencia nos espera


«El Señor es un padre que espera en la puerta. Que nos divisa cuando aún estamos lejos, y se enternece, y viene corriendo a abrazarnos y a besarnos tiernamente… Nuestro pecado entonces se vuelve casi una joya que le podemos regalar para proporcionarle el consuelo de perdonar… Uno se siente todo un señor cuando regala joyas; no es derrota dejar ganar a Dios, sino alegre victoria»


por Stefania Falasca


El regreso del hijo pródigo, Rembrandt, aguafuerte, Pierpont Morgan Library, Nueva York

El regreso del hijo pródigo, Rembrandt, aguafuerte, Pierpont Morgan Library, Nueva York

Hay veces que no caben dudas. O es la Providencia, o es la Providencia la que fija las circunstancias. Y este es el caso del santo confesor de Roma, el padre jesuita Felice Cappello, y del papa Luciani. Fueron bautizados en la misma pila bautismal de la iglesia de Canale, eran lejanos parientes, y uno (el padre Cappello) era para el otro el espejo del camino que le hubiera gustado seguir. Si van a la iglesia parroquial de Agordo, el párroco, monseñor Lino Mottes, que los conoció a los dos, les llevará, si se lo piden, a un zona en penumbra de la Iglesia: «Ahí está, ese era su confesionario. Cuando venía a Agordo, el padre Felice confesaba siempre ahí». Luego les mostrará otro, justamente en frente, cerca de una estatua de la Virgen: «En ese, en cambio, se ponía Albino Luciani». Por un periodo la mano de “Aquel de arriba” lo había establecido así. Uno frente al otro. En el confesionario. Vecinos en la administración del sacramento de la reconciliación. Eran los años 1936-1937. Por aquel entonces el futuro Juan Pablo I era un joven sacerdote, un sacerdote novel que el hermano del padre Felice, monseñor Lugi Cappello, arcipreste de la iglesia de Santa María Naciente de Agordo, había querido a toda costa como su capellán. Durante los veranos de aquellos años, el padre Felice venía aquí a pasar las vacaciones. Ya era un renombrado canonista y estimado profesor de la Gregoriana, y se había difundido su fama de santo confesor. Así que también en su pueblo natal se repetía lo que todos los días sucedía en la iglesia de San Ignacio de Roma. Inútil hablar de la fila de gente que hacía cola ante su confesionario y de cómo ese cuchitril con la reja se convertía en una fuente de agua fresca para quien tenía sed. Pocos minutos. Pocas palabras, las suyas. Siempre las mismas. Y vidas marchitas y corazones envejecidos descubrían que siempre se puede volver a comenzar. Y regresaban. Animados, confiados, regresaban. También Luciani, con no menos bondad, atendía a sus ovejas. Pero más que ovejas descarriadas, quienes se arrodillaban en su confesionario eran ruidosos y pesados niños de primera comunión, vivarachos, desordenados e impacientes muchachos. Así que no pocas veces, revistiéndose con toda la paciencia de nuestro Señor, tenía que salir del confesionario para poner orden y pedir silencio. Cuando el padre Felice, terminadas sus vacaciones, volvía a Roma, también los otros parroquianos hacían de buena gana cola ante el confesionario del capellán Albino. Muchas veces le había oído al padre Felice esta recomendación: «Sermo brevis et rudis. En las opiniones y en las decisiones no se use, sin embargo, la severidad. El Señor no la quiere. Ha de darse siempre la solución que permita respirar a las almas». Hasta qué punto la cercanía de este gran conocedor de la doctrina firme y de los principios inflexibles, que en el confesional ponía todo en la gracia de Dios, dejó huellas en Luciani y lo importante que fue ese periodo para él, lo dirá él mismo dos meses antes de subir al trono de Pedro. El 29 de junio de 1978. La última vez que estuvo en Agordo. Durante la homilía en la iglesia donde fue capellán recordó aquellos años como los más hermosos de su vida. «Confesé mucho, ¡cuánto confesaba!…». Y durante toda su vida, si hay algo que repitió miles de veces, fue esto: «¡Cuánto se equivocan, cuánto se equivocan los que no tienen esperanza! Judas cometió un gran despropósito, pobrecillo, el día que vendió a Cristo por treinta monedas, pero lo hizo mayor cuando pensó que su pecado era demasiado grande para ser perdonado. Ningún pecado es demasiado grande, ¡ninguno! ¡Ninguno es más grande que su ilimitada misericordia!».


«Todos somos pecadores»
(papa Luciani)

Cuando venía de vacaciones a estas montañas, el padre Cappello pasaba por Padua para visitar al capuchino Leopoldo Mandic, el santo confesor que en 1983 fue elevado a los altares. También el padre Cappello se arrodilló ante el pequeño fraile de origen dálmata, gustando como penitente la misma misericordia divina que ofrecía sin descanso desde sus confesionarios. Y al igual que el padre Cappello, también Luciani había ido a confesarse con él. «Fue en marzo de 1928», recuerda Edoardo, el hermano de Luciani. «Albino era pequeño, estaba todavía en el seminario menor de Feltre, y el padre Leopoldo había ido a visitar el seminario con el obispo. Confesó a algunos seminaristas, entre ellos a mi hermano. Albino conservó siempre un recuerdo vivo de aquel encuentro: llevaba siempre consigo el santo del padre Leopoldo». También su hermana Antonia recuerda este episodio que le contó Albino: «El padre Leopoldo lo confesó, le tomó la cara entre sus manos y le dijo: “Estáte tranquilo y sigue tu camino”». El 30 de mayo de 1976, siendo patriarca de Venecia, Luciani fue a celebrar misa a la iglesia de los capuchinos de Padua, al lado de la celda-confesionario del pequeño fraile. Toda la homilía fue un recuerdo conmovido del padre Leopoldo y de su modo de confesar. «Pues bien», dijo, «todos somos pecadores, lo sabía muy bien el padre Leopoldo. Hay que tener presente esta triste realidad nuestra. Nadie puede evitar por mucho tiempo faltas pequeñas o grandes. “Pero”, como decía san Francisco de Sales, “si tu burro cae en el camino, ¿qué haces? No vas a molerlo a palos, pobrecillo, bastante tiene con haberse caído. Tienes que cogerlo por el cabestro y decirle: “Arriba, seguimos el camino. Ahora seguimos el camino, otra vez estaremos más atentos”. Este es el sistema y el padre Leopoldo lo aplicó totalmente. Un sacerdote, amigo mío, que iba a confesarse con él, dijo: “Padre, usted es de manga muy ancha. Me gusta confesarme con usted, pero me parece que es usted de manga ancha”. Y el padre Leopoldo: “Pero hijo mío, ¿quién ha sido de manga ancha? El Señor es quien ha sido de manga ancha; no soy yo el que ha muerto por los pecados, es el Señor el que ha muerto por los pecados. Bien ancho de manga que fue con el ladrón y con los demás”». Sigue diciendo Luciani: «Jesús por una parte se enfrenta con el pecado. “víctima de expiación por los pecados”, por otra parte no se enfrenta, sino que se encuentra con los pecadores. Abrid las páginas del Evangelio, se enfrenta con el pecado, dice Juan Bautista: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Leed a san Pablo: “Murió por los pecados”. ¡Nada de pecados! El Señor no quiere el pecado. Por otra parte, sin embargo, ¡cuánta bondad! ¡Cuánta misericordia con los pecadores! Yo me conmuevo cuando pienso que Pablo VI ha proclamado beato al padre Leopoldo; pero el primer canonizado, el primer hombre proclamado santo ante toda la gente, fue un ladrón. Dijo Jesús en la cruz: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. ¡Se lo dijo a un asesino, a un ladrón! ¡Cuánta bondad, decía, para con los pecadores! Cuando le llevaron a la adúltera: “Mujer, ¿nadie te ha condenado?”. “Nadie, Señor”. “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”». Y volviendo al padre Leopoldo dijo: «Copió fielmente este aspecto de Jesús: él también, como Jesús, tenía miedo del pecado, lloraba por el pecado, y todo lo contrario con los pecadores. Una vez le dijo alguien: “Padre, hace muchos años que confiesa, ha oído de todo, a usted ya no le causa impresión el pecado”. “¿Qué dice usted? Yo en cada momento tiemblo cuando pienso que los hombres ponen en peligro su salud eterna por tonterías, por cosas fútiles”. Temblaba, lloraba por el pecado. Pero acogía al pecador como a un hermano, a un amigo, por eso no costaba confesarse con él. Una vez fue una persona que hacía veinte años que no se confesaba. Dijo sus pecados. Cuando terminó, el padre Leopoldo se levantó, tomó sus manos y le dio las gracias: «Gracias, gracias por haber venido a confesarse conmigo, por haber aceptado que fuera yo quien escuchara su arrepentimiento después de tantos años”. Era él quien daba las gracias. Esto fue, esto es para nosotros el padre Leopoldo, el espejo de la bondad del Señor». Luciani se refería a menudo a esta bondad. La recordaba siempre. También en las pocas audiencias generales que concedió como vicario de Cristo. «Cuánta bondad, cuánta misericordia hay que tener, y también los que se extravían…». Dijo el 6 de septiembre del 78 en su primera audiencia general. Y cuando hizo esta alusión a la humildad, todos sintieron que nacía de la conciencia del ser pobres pecadores y de la experiencia vivida del perdón: «Me limito a recomendar una virtud tan querida por el Señor que dijo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Puede que diga un despropósito, pero lo digo: el Señor ama tanto la humildad que a veces permite pecados graves. ¿Para qué? Para que los que comenten estos pecados, después de arrepentirse sean humildes. No te dan ganas de creerte casi un ángel cuando sabes que has cometido faltas graves. El Señor recomendó: sed humildes. Incluso si habéis hecho algo grande, decid: “Somos siervos inútiles”».


Cristo y la adúltera, Rembrandt, Sala de las Estampas, Múnich

Cristo y la adúltera, Rembrandt, Sala de las Estampas, Múnich

«¿Qué sería de mí,
si no existiera la confesión?»
(santo Cura de Ars)

De los que fueron después los confesores de Albino Luciani, se recuerdan en especial algunos monjes de la Cartuja de Vedana, monasterio al que le gustaba ir desde la época de Belluno y que visitó también durante todo el periodo que fue obispo de Vittorio Véneto. Y si en sus treinta y tres días de pontificado dejó que siguiera siendo su confesor el jesuita Paolo Dezza, que lo había sido de Pablo VI, cuando estaba en Venecia iba a menudo a confesarse con el padre jesuita Leandro Tiveron. Esquivo y reservado, el padre Tiveron dejó tras la muerte de su ilustre penitente pocas palabras: «Luciani ha sido un ejemplo de valor y de indestructible confianza en Dios, de humildad unida a una gran fortaleza de espíritu». Son palabras que evocan una vez más esa historia humana buena, sencilla y misteriosa que Luciani había conocido cuando era niño en la fe de su madre, del sacerdote Filippo Carli, su párroco de Canale, amigo y coetáneo del padre Cappello. Muchas veces recordaría las oraciones que le había enseñado su madre y también su infancia en Canale, y los episodios de esa humanísima piedad, devoción y amor por Jesús que había visto y vivido cuando era niño. Era deudor de su párroco. Si se había hecho sacerdote se lo debía a él. De él había aprendido que para un sacerdote no hay nada más grande y fructífero que bautizar, dar la eucaristía, absolver los pecados. In persona Christi. Y también había aprendido de él la sinceridad y la humildad en la confesión. «Mirad», dijo una vez en una reunión durante la Cuaresma, «que el Señor nos ha dado la confesión como instrumento de su misericordia y, por tanto, de paz entre nosotros. No hay que angustiarse, ni tener muchos miedos. Ni tampoco hay que cavilar demasiado sobre los pecados cometidos. ¿Los habéis confesado? Basta, no le deis más vueltas. La confesión, por supuesto, debe ser sencilla, clara. Algunos cuando van a confesarse hacen un examen de conciencia algo complicado, porque piensan: tengo que hacer buen papel. “No es un lugar para lucirse”, decía siempre mi párroco. No se hace con sencillez. Mejor decir a las claras, con pocas palabras, lo que se tiene que decir. Lo que ha pasado, brevemente, con humildad, sin rodeos… En vez de enfrascarse en exámenes de conciencia demasiado complicados es más importante pedirle al Señor que nos haga probar el dolor de esos pecados». La paciencia a la hora de explicar con claridad las fórmulas del catecismo, con ejemplos comprensibles para todos y eficaces, fue siempre una prerrogativa de Luciani. «Una vez durante una lección de catecismo en Canale», recuerda su hermana Antonia, «oí a Albino explicar la importancia de la confesión con ejemplos contados por el Cura de Ars, que a menudo repetía: “¿Qué sería de mí, pobrecillo, si no existiera la confesión? ¿Qué sería de nosotros?”. Y aconsejaba confesarse con frecuencia. Decía: ¿Acaso las madres no mudan con frecuencia a sus hijos? También el alma es así: las manchas no faltan nunca y debemos lavarnos siempre, no una o dos veces al año; debemos confesarnos a menudo, si es posible”». A sus sacerdotes les decía explícitamente: «Seamos fieles a lo que dice el código: Frequenter. Varios sínodos dicen: cada semana. Tratad de ser fieles. Cuesta un poco, pero luego se está mejor. También el continuo arrepentimiento, el continuo humillarse es útil y saludable».
Los años del patriarcado en Venecia fueron los más difíciles para Albino Luciani. En Venecia tuvo que tomar nota de que esa querida herencia cristiana se alejaba cada vez más del horizonte de la vida. «Cada vez más a menudo se oye decir: “El pecado no existe”. Esta manera de pensar está de moda y da miedo», escribía en una carta a sus párrocos, en la que decía también: «Hay sacerdotes que ya no creen mucho en la confesión… Siempre ha habido pecados, los había a raudales, por supuesto, también en el medievo cristiano. Pero la gente sabía que pecaba, rompía la ley incluso con pecados graves, pero seguía respetando la ley rota, y ni en sueños negaba el pecado. Ahora, en cambio, dicen que no hay leyes, y menos aún pecados… esto es lo que da miedo». En 1974, con motivo de los ejercicios espirituales para el clero, decía: «No tengo ninguna intención de ser heresiólogo; a veces, sin embargo, me tienta la idea de señalar huellas de quietismo y de semiquietismo, de pelagianismo y de semipelagianismo en los escritos y discursos que o describen el trabajo pastoral como si dependiera todo de los hombres o hablan de nosotros, pobres hombres, como si no tuviéramos nada que ver con el pecado…». Y a los sacerdotes que se quejaban de una disminución de las confesiones, respondía decidido: «El pecado mortal despoja nuestras almas. Le roba la gracia al alma. El tratado De gratia lo habéis leído, y conocéis los efectos de la gracia en el alma… La confesión es el banco donde se distribuye la sangre de Cristo, es una cruz roja en la que se arreglan los huesos rotos por el pecado. Algo portentoso… Pero repito, ¿cómo se confiesan si no se ha explicado claramente el examen de conciencia, el dolor, el propósito de enmienda y lo demás? Vuelvo a repetir, sobre todo, ¿quién va a confesarse si no habéis dicho qué es la gracia de Dios ni lo preciosa que es?».


El lavatorio de los pies, Rembrandt, Rijksmuseum, Amsterdam

El lavatorio de los pies, Rembrandt, Rijksmuseum, Amsterdam

«Da quod iubes, iube quod vis»
(san Agustín)

En enero de 1965, Albino Luciani, obispo de Vittorio Véneto, hizo un curso de ejercicios espirituales a los sacerdotes de varias diócesis de Véneto. El tema que dio a estas reuniones era Historia salutis. Comenzó a hablar recordando la parábola del Buen Samaritano: «El Buen Samaritano es Jesús», dijo, «el desafortunado viajero somos nosotros». Y empezó con estas palabras: «Historia salutis quiere decir esto: el Señor corre detrás de los hombres». Tuvieron tanto éxito, que el texto de estas reuniones fue publicado. Algunas partes conciernen a la gracia. El Concilio de Trento, explica Luciani, dice: «“Nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir. Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas, y te ayuda para que puedas”. Decía san Agustín: “Agnosce ergo gratiam eius cui debes quod non commisisti”, reconoce, pues, la gracia de Aquel del que eres deudor si no has cometido ciertos pecados, y seguía diciendo: “Nullum est peccatum quod fecit homo, quod non possit facere et alter homo, si desit rector a quo factus est homo”, no hay pecado cometido por el hombre que otro hombre no pueda cometer, si falta la ayuda de Aquel que hizo al hombre». Comentaba Luciani: «El Paraíso está un poco alto y nosotros a duras penas lo alcanzamos. Pues bien, estamos en la situación de una niñita que ha visto las cerezas en el árbol, pero no llega; entonces es necesario que venga su padre, la levante y le diga: ¡venga niña! Entonces sí, la levanta y ella puede alcanzar y comer las cerezas. Así somos nosotros: el Paraíso nos atrae, pero está demasiado alto para nuestras pobres fuerzas. ¡Ay de nosotros si no viene el Señor con su gracia! San Agustín repetía a menudo una oración: “Da, Domine, quod iubes, et iube quod vis”. Señor, yo no alcanzo, dame fuerzas para hacer lo que mandes, luego mándame lo que quieras, pero después de haberme dado la gracia para hacerlo. Todo es posible con la gracia de Dios. Necesitamos su gracia. Permitidme que ahora os diga unas palabras sobre la oración». Y contó este episodio: «El padre Mac Nabb, famoso dominico que predicaba en Londres, decía: «Yo, cuando estoy en el confesionario, me revisto de la paciencia del Señor. Me digan lo que me digan, no me siento nunca agitado: incluso si son pecados horribles. Me digo: el Señor perdonará, ha venido aquí, se ha humillado… ánimo, ánimo… hay sólo una excepción: cuando llega uno y me dice que se ha olvidado de la oración. “Pero, “¿no has rezado nunca?”. “No, padre, no he rezado nunca”. “Ah”, dice, “es la vez que sacaría la mano por la ventanita y le daría con gusto cuatro tortazos”. Pero», dice Luciani, «¿cómo es posible en este mundo, que estamos inclinados al mal y somos débiles, no rezar? ¿No pedir la gracia, la ayuda de Dios? Quiere decir que no se conoce la realidad, que no se ha comprendido nada de nada… no es posible estar sin oración, sin la confianza en la gracia de Dios. “Quiero que pidáis” lo dijo Jesús, y que “insistáis también… “Quiero que pidáis”. “Basta que pidáis, basta que tengáis confianza, esperanza”. Omnia possibilia sunt credenti. “Por mi parte, todo es posible, basta que tú tengas fe”. Cuantas veces… Espero en tu bondad Señor, dice el Acto de esperanza, quiere decir: espero con certeza. “Esperar seguro”, decía Dante. La esperanza no es facultativa, es obligatoria…».
«Pero mientras tanto su paciencia nos espera», dijo, en fin, Luciani, que volviendo de nuevo al comienzo de la Historia salutis, añadió: «Porque Él quiere encontrarnos y no se desanima cuando escapamos: “Quiero intentarlo de nuevo, una, diez, mil veces…”. Algunos pecadores no lo quieren en su casa. Serían capaces de empuñar el fusil para matarlo y no oír hablar de Él. No importa. Él espera. Siempre. Y nunca es demasiado tarde. Es así, es su manera de ser… es Padre. Un padre que espera en la puerta. Que nos divisa cuando aún estamos lejos, y se enternece, y viene corriendo a abrazarnos y a besarnos tiernamente… Nuestro pecado entonces se vuelve casi una joya que le podemos regalar para proporcionarle el consuelo de perdonar… Uno se siente todo un señor cuando regala joyas; no es derrota dejar ganar a Dios, sino alegre victoria».


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