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SAN AGUSTÍN
Sacado del n. 03 - 2003

Depardieu y el Doctor gratiae


«Soy muy feliz. Si lo hubiera encontrado antes me habría ahorrado años de análisis». Así explica el actor francés su encuentro con san Agustín. Y un frío domingo de febrero, casi por sorpresa, leyó algunos fragmentos de las Confesiones en la catedral de Notre-Dame de París. Crónica de un día especial


Por Pina Baglioni


La lectura de las Confesiones

La lectura de las Confesiones

Su actitud es apocada, o mejor dicho, sumisa. Con veinte quilos menos, que tuvo que perder por serios problemas de corazón, parece un chaval, con su traje azul y una camisa celeste, sin corbata. Muy distinto del histrión corpulento de escenario que todos admiran. Precisamente él, Gérard Depardieu, el gigante galo, uno de los más versátiles monstruos sagrados de la cinematografía mundial, sale de la sacristía de la catedral de Notre-Dame de París de puntillas, se coloca frente al pequeño altar de mármol blanco del centro del transepto, coloca el atril sobre el que tiene abiertas las Confesiones de san Agustín, que dentro de poco va a empezar a leer, y casi se pone en posición de firmes. No dice ni una palabra. Se queda esperando.
Cyrano de Bergerac, Danton, Fouché, Jean Valjean, el grandioso protagonista de Los Miserables, de Victor Hugo, por citar sólo algunos de los muchos papeles que ha interpretado en más de doscientas películas, están a años luz: en un lluvioso y frío 9 de febrero de un domingo por la tarde, del año del Señor de 2003, hay sólo un hombre de 55 años, que en la vida lo ha tenido todo y mucho más, y que en esta época madura de su vida tiene que vérselas con un hecho imprevisto que le ocurrió en Roma durante el Año Santo de 2000: el «encuentro», como él mismo dice, con san Agustín gracias a la lectura de las Confesiones. «Soy muy feliz. Si lo hubiera encontrado antes me habría ahorrado años de análisis», ha admitido.
Todo París habla del tema sin conseguir explicárselo. Depardieu no ha querido hacer publicidad de lo de Notre-Dame: agentes, oficinas de prensa y periodistas han quedado fuera. Le ha concedido una entrevista sólo al periódico católico La Croix, que fue retransmitida por la televisión episcopal KTO.
Asombra que dentro de la catedral haya sólo un pequeño aviso pegado a una columna, que dice: «Lectura de las Confesiones de san Agustín. Gérard Depardieu y André Mandouze». Los responsables de la oficina de información de la catedral incluso decían, una hora antes del acontecimiento, que no sabían nada del tema, como si hubieran recibido una consigna.
Ahora que todo está a punto de empezar, sólo las luces de siete velas y un enorme cesto de flores blancas, colocado en los peldaños que llevan al pequeño altar de hechura ultramoderna, interrumpen la oscuridad en que está inmersa Notre-Dame. Está abarrotada de personas silenciosas esperando a que su artista más querido, reconocido por el mítico actor Jean Gabin como su único heredero, preste su voz a una de las más apasionantes autobiografías que hayan sido escritas. Fuera de la catedral, miles de personas están haciendo cola bajo una gélida lluvia, con la inútil esperanza de poder entrar.
Desde que lo tuve en mis manos me pegué a ese libro, que nunca me ha abandonado, y lo leo todos los días. Agustín me impresiona porque trata de tú a Dios
Llega André Mandouze, el latinista e historiador de las religiones, de ochenta y seis años, considerado en Francia uno de los mejores exegetas de Agustín. Se sienta a la izquierda de Depardieu y durante cincuenta minutos se alternará con el artista contando la vida humana y espiritual del santo. Mientras tanto, el padre Jean-Yves Riocreux, el rector de Notre-Dame, trata de echar atrás a las personas comunes que han ocupado inoportunamente las primeras filas reservadas a los huéspedes de honor. Llegan Jacques Lang, ex ministro socialista de Cultura y Bernadette Chirac, mujer del presidente de la República francesa. Al final, los hijos de Depardieu: Julie, Guillaume y Roxanne. Y su actual compañera, Carole Bouquet, actriz de altura.
Las personas más cercanas al artista se dan cuenta de que desde que se ha vuelto a acercar a la fe, las pésimas relaciones con su rebelde primogénito Guillaume han mejorado. Actor como el padre, el chico ha rodado con él Todas las mañanas del mundo, en 1991, una película de Alain Corneau. Y hace unos días que se está proyectando en París la última que han realizado juntos, que se llama, mira tú por dónde, Padre e hijo. ý sin embargo, Guillaume le dedica también hoy un pequeño gesto de desafío: durante todo el tiempo que dura la lectura el joven no se quitará el sombrero. Son las 15,45: llega Jean-Marie Lustiger, el cardenal de París; en primer lugar va a saludar a los familiares del actor, luego, con un gesto paternal abraza a Depardieu. Al final, Lustiger sube al altar y, presentando el excepcional acontecimiento del día, que forma parte de la manifestación promovida por él, “El año de Argelia en Francia”, recuerda brevemente lo importante que ha sido la figura de Agustín «para la civilización universal». Por fin, toma la palabra el actor.
Son las 16 h. en punto. «Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabar…», comienza diciendo quedamente. «Y sin embargo, el hombre, una partícula de tu creación, desea alabarte. Eres tú quien lo estimula a recrearse en tus alabanzas, porque nos hiciste para ti, y nuestro corazón no reposa hasta que reposa en ti». Son las líneas iniciales del primer libro de las Confesiones.
Los que esperaban una atmósfera de obra teatral se han llevado una decepción: si pudiera, Depardieu se esfumaría hoy, de lo emocionado que está. Hace algún tiempo declaraba, precisamente a propósito de las Confesiones: «Me gusta el estado de la comunión y de la oración, y quiero leerlas a media voz, con dulzura». Y efectivamente, aquí en Notre-Dame, se tiene la impresión de que a través de las palabras de Agustín es él mismo quien se dirige al Señor. Entonces, alternándose con Mandouze, evoca la salida del santo de Tagaste, su ciudad natal, sus estudios en Cartago, y así sucesivamente, hasta que llegó a Milán, su encuentro con el obispo Ambrosio, quien lo bautizará en la noche de Pascua, del 24 al 25 de abril del 387. Su relación con su madre Mónica y la muerte de ésta en Ostia Tiberina, el puerto de Roma, mientras se aprestaba a volver a África con su hijo. Depardieu lee con especial emoción el momento en el que Agustín y su madre viven la experiencia del éxtasis: «Empujados por un deseo ardiente hacia “todo en el mismo instante”, atravesamos peldaño a peldaño todos los seres formados de materia, incluido el cielo… Luego comenzamos a subir, gracias a un movimiento interior de pensamiento, de palabra y de admiración por tus obras».
La voz de Depardieu se vuelve cada vez más tenue, y desde el fondo de la catedral alguien reclama que hable más alto. Sólo en ese momento Depardieu se acuerda de que es Depardieu y responde molesto. Luego Guillaume empieza también él a reñir con los fotógrafos, porque estaban molestando a su padre con continuos y enojosos disparos. «Silencio, por favor, Guillaume», implora Depardieu, que vuelve a empezar fatigosamente. «¿Qué amo cuando te amo? Por supuesto no es la belleza de un cuerpo. No es esto, cuando amo a mi Dios, lo que amo, sino que al mismo tiempo amo una luz, una voz, un olor, una comida, un abrazo por el hombre que soy dentro de mí»
Todo termina en menos de una hora. Al final, un aplauso largo y cariñoso abraza a Depardieu, que inclina la cabeza en señal de agradecimiento y, como al comienzo, no dice ni una palabra. Protegido por los guardaespaldas, alcanza rápidamente la salida posterior de la catedral, seguido inútilmente por la gente, que tiene que conformarse con verlo desaparecer.
Una chica distribuye dentro de la catedral la revista 
Paris Notre-Dame, el semanario de la diócesis de París

Una chica distribuye dentro de la catedral la revista Paris Notre-Dame, el semanario de la diócesis de París


Una fe que viene de lejos
En realidad, la de Notre-Dame no ha sido la primera lectura de las Confesiones. Depardieu lo había hecho ya en la iglesia de Saint-Suplice, ante pocos amigos, igualmente en París, el pasado 12 de enero, con ocasión de los funerales de un amigo suyo: el director Maurice Pialat, que murió a los setenta y siete años. En aquella ocasión el artista había elegido precisamente el pasaje “Muerte de un amigo queridísimo” del libro cuarto, donde san Agustín describe su dolor por la desaparición de un compañero por el que sentía mucho cariño. Pialat había sido el director con el que Depardieu había rodado en 1985 la película Police, y gracias a él había ganado la copa Volpi como mejor actor en el Festival de cine de Venecia. El viejo amigo era su alter ego: tan sanguíneo, pasional, hipersensible, bulímico frente a la vida como era Depardieu, Pialat era solitario, a contracorriente, incomprendido por su modo de concebir el cine: sus películas eran consideradas como puñetazos en el estómago. La amistad entre ambos había alcanzado una intensidad especial durante el rodaje de la película Sous le soleil de Satan, rodada en 1987, inspirada en la novela de Georges Bernanos, y gracias a la cual Depardieu había ganado la Palma de oro en Cannes. El actor francés se había quedado muy impresionado por el personaje que había interpretado, el reverendo Donissant. Incluso se había puesto a estudiar la obra de Bernanos.
A partir de aquella película, los dos amigos discutían a menudo sobre Dios, sobre el origen del mal y sobre otros aspectos relacionados con la fe. También sobre lo efímero de la fama del mundo. En este sentido Pialat le será de gran ayuda a Depardieu cuando, el 4 de febrero de 1991, a un paso del premio Óscar con la película Cyrano de Bergerac, la revista americana Time le tendió una trampa: publica un artículo, firmado por Richard Carliss, en el que ofrece entrecomilladas algunas frases del actor según las cuales éste había participado en su primer estupro a los nueve años y luego cometería otros a continuación. Una violenta campaña de prensa le priva a Depardieu de la ambicionada estatuilla. Algún tiempo después, el periodista Paul Chukrow reconstruye la verdad partiendo de la grabación de la entrevista: se trata, efectivamente, de una manipulación de la traducción del francés al inglés. El realidad, el actor había dicho que después de asistir a un estupro se quedó tan mal que quiso abandonar Châteauroux, su pueblo natal.
Su infancia no fue fácil: dejó la escuela a los trece años, y el catecismo aún antes de la comunión. Mejor dicho, le echaron porque era demasiado revoltoso. «En realidad, yo era uno que contemplaba la vida, goloso, vivo. Con el deseo enroscado en el cuerpo de conocerlo todo, de comprenderlo todo», cuenta Depardieu. En un periodo, los años cincuenta, en que los hijos de los pobres no se mezclaban con los de los ricos, el muchacho vivió la experiencia de la marginación. Su padre, hojalatero, era analfabeto y tenía que alimentar a seis hijos. «Yo era como la hierba salvaje que crece, pero animada por el deseo de hacer el bien. Era católico no practicante, y en mí estaba siempre la presencia del misterio. Sin conocer nada, incluso sin saberlo, tenía fe. Si por fe se entiende las ganas de vivir y de mirarlo todo, de captarlo todo».
Cuando se entra en las Confesiones uno se da cuenta de que es una obra completamente moderna. Fuera de toda la confusión en la que vivimos ahora. Es la demostración de que las palabras no explican la fe: la fe es un estado, una cosa viva
Las relaciones con sus padres, sin embargo, no son buenas: demasiadas prohibiciones y demasiadas rigideces. Así que escapa de Châteauroux a los trece años, empujado también por las continuas riñas con los militares americanos de la base de la OTAN en el pueblo, y se fue a París a probar fortuna. Se va a vivir con tres amigos, que a diferencia de él son chicos muy aplicados. Al joven Depardieu le importa más bien poco la cultura, si bien, según admite, fueron precisamente dos libros, los únicos que leyó, los que se convirtieron en su guía en aquel momento: El canto del mundo, de Jean Giono, y los Cuentos de un peregrino ruso, de un anónimo monje ruso de la segunda mitad del siglo XIX. A propósito de este último dice: «Era sustancialmente un libro de oraciones y en un periodo tan difícil me salvó la vida. A los trece años, por una hiperemotividad patológica, había perdido la capacidad de expresarme, de usar las palabras. En cierto sentido fue una gran suerte. Así que para aplacar el ansia usaba las palabras de aquellas oraciones, que podían expresar lo que yo sentía y que no era capaz de decir con las palabras adecuadas. A menudo iba sólo por la carretera haciendo autoestop, de noche, y los ruidos de los animales y de la naturaleza me aterrorizaban. Tenía miedo de las sorpresas, de que me sorprendieran. Siempre se tiene miedo de que le sorprendan a uno. Entonces repetía para mis adentros una oración de los Cuentos de un peregrino ruso, que decía: “Señor Jesús, ¡ten piedad de mí!”. La respiraba y así mis miedos desaparecían. Tenía fe y no lo sabía. Incluso hoy, cuando las preocupaciones y las dudas se acumulan, repito la mismo jaculatoria». Cuenta también que cuando, ya con más edad, empezó a leer otros libros, los leía siguiendo un único criterio: «Buscaba las palabras de la fe. Mantenía siempre una actitud de escucha porque iba buscando lo que está detrás de las palabras, y que yo llamo el Ser. Eso buscaba yo cuando leía a Baudelaire, a Rimbaud, a Michaux».
Pero no era suficiente. Con el paso del tiempo, a pesar de la fama, la gloria, las mujeres, las películas rodadas paroxísticamente una tras otra, persisten las preguntas, las ansias, los miedos, la búsqueda de algo. Entonces busca ayuda en el psicoanálisis, que hará durante veinte años. Su analista es «un hombre lleno de energía, como André Mandouze. No sé si es creyente o no, pero juntos hemos tenido grandes coloquios sobre la escucha espiritual. Para mí, como actor, el ejemplo más sublime me lo daba la tragedia griega». Psicoanálisis y tragedia griega, pues, para buscar las respuestas que, evidentemente, no le llegaban de otra parte. Pero en mayo de 2000 un tercer libro vino en su ayuda: las Confesiones de san Agustín.

Todo parte de Roma
Pero a san Agustín no podría interpretarlo porque habiéndolo encontrado he hallado la respuesta a una necesidad mayor. Es mi fe, mi fuente de vida, la verdad. De él saco la fuerza para seguir en pie, el gozo. He comprendido que la esperanza es más fuerte que el saber. Porque incluso cuando no sabía decir qué sentía, qué buscaba, esa cosa existía igualmente
Estamos a finales de abril de 2000. En el camino que lo llevará a Cannes para el Festival de cine, Gérard Depardieu hace una etapa en Roma, en un primer momento porque tiene que ultimar el rodaje de la película de Ettore Scola Concorrenza sleale, pero, sobre todo, porque tiene que participar en el concierto del 1 de mayo en el Vaticano con ocasión del Jubileo de los artistas.
Allí se encuentra rodeado de actores, músicos, pintores y muchos otros nombres, unos grandes, y otros no tan grandes, del firmamento artístico internacional. Depardieu es presentado a Juan Pablo II que, mirándolo con una expresión irónica y poniéndole una mano en el hombro, le espeta: «Aquí tenemos a san Agustín». Depardieu se queda muy impresionado por el Papa y sus palabras. Algunos días después le invita al Vaticano el cardenal Paul Poupard, presidente del Pontificio Consejo de la Cultura. Pero este encuentro no fue improvisado: había sido precedido por una intensa correspondencia entre Depardieu y el cardenal. El coloquio dura dos horas y toca temas de gran alcance, para concluir con un inesperado y significativo compromiso del actor para colaborar en una película para la televisión. Entre ambos importantes personajes se establece una concordancia de puntos de vistas sobre los males que afligen al cine, como las dificultades, a menudo insuperables, por las que tienen que pasar las producciones independientes. «Un encuentro sorprendente, intenso, completamente inesperado», revelará Poupard. Depardieu se la tiene jurada a los multicines, que, según él, son “una verdadera colonización americana”». El cardenal se lamenta de que no haya en la cinematografía contemporánea, si no es en contados casos, obras que pongan de relieve las preguntas fundamentales del hombre, y Depardieu responde: «Yo soy un actor que ha vivido la inquietud del artista en la búsqueda constante de la perfección como anhelo de gracia. Pero esta dimensión tiene que ver con un tiempo, unos silencios, unas esperas, unas maneras que nada tienen que ver con la manera de hacer cine hoy. La industria cinematográfica, y sobre todo la televisiva, está interesada sólo en llenar espacios: es su pesadilla. Por eso me he dedicado a realizar películas sacadas de los clásicos de la literatura mundial: si tengo necesariamente que llenar la pantalla, lo hago con algo consistente. Como El conde de Montecristo, Los miserables».
En un momento dado Depardieu pronuncia una frase importante: «Y además me he quedado fascinado por la vida de san Agustín, aunque no lo conozco». Parece la cuadratura del círculo: ya hacía tiempo que el Pontificio Consejo de la cultura había pensado en un proyecto para llevar a la televisión una película sobre el obispo de Hipona; se había pensado incluso en el director, el argelino de religión musulmana Rachid Benhadj; y también en el guionista: nada menos que el cardenal Poupard. Para la producción, la Lux Vide de Ettore Bernabei estaría encantada de llevarla a cabo. Un san Agustín con el rostro y el carisma de Depardieu sería una empresa fascinante. El cardenal Poupard le preguntó al gran actor si quería interpretarlo.
A Depardieu le entró curiosidad y le prometió al cardenal que se lo iba a pensar. Salió del Vaticano, y mientras paseaba por el centro de Roma, Carole Bouquet entró en una librería y le regaló un ejemplar en francés de las Confesiones, que se llevaría consigo a Cannes. «Desde que lo tuve en mis manos me pegué a ese libro, que nunca me ha abandonado, y lo leo todos los días. Agustín me impresiona porque trata de tú a Dios», declarará algún tiempo después.

El cardenal de París Jean-Marie Lustiger saluda al artista

El cardenal de París Jean-Marie Lustiger saluda al artista

En Argelia,
sobre los pasos de Agustín
En el terrible septiembre de 2001, con la tragedia de Nueva York, Depardieu, a punto de naufragar en el maremágnum de los escritos de Agustín de los que no consigue separarse, se entera de que en Argelia, la tierra natal del santo, se acaba de celebrar un congreso internacional precisamente sobre su figura, organizado por el presidente Abdelaziz Buteflika, gran estimador del obispo de Hipona. Sin pensárselo dos veces se planta en Argelia. Aprecia el valor de Buteflika por haber invitado a Argel a los más insignes especialistas para discutir de un gran personaje cristiano como san Agustín, en un momento de feroz recrudecimiento de los integrismos religiosos.
El viaje le permite también conocer, gracias a los buenos oficios del presidente argelino, amigo suyo, a André Mandouze, considerado uno de los mejores expertos de san Agustín. Con el viejo latinista, que lucha desde hace setenta años para que los escritos del Doctor Gratiae se lean en las iglesias francesas, nace una gran amistad, y la pasión común por el padre de la Iglesia hace que Depardieu se familiarice más con sus escritos. Los dos se vuelven complementarios: gracias a la ayuda de Mandouze, Depardieu, que cuenta sólo con sus estudios escolares, consigue sacar de su interior algo que ya estaba dentro de él y a lo que no le sabía dar un nombre: la fe. «San Agustín es “el porqué”. Cuando se entra en las Confesiones uno se da cuenta de que es una obra completamente moderna. Fuera de toda la confusión en la que vivimos ahora. Es la demostración de que las palabras no explican la fe: la fe es un estado, una cosa viva. Como la de Agustín, que, como se hace con los amigos, incluso se enfada con el Señor», dice Depardieu. Luego expresa una consideración: «A mi modo de ver, hay algo que no funciona en la Iglesia católica, que incluso llega a alejar a las personas del catolicismo. Por ejemplo la liturgia: demasiadas palabras inútiles, demasiado ruido, demasiada confusión no favorece la oración, el recogimiento, la meditación. Todo eso me molesta, hace que me sienta a disgusto. Como si no tuviéramos ya bastante con el siglo y los medios de comunicación que nos alejan de la Iglesia. De esto hablé hace ya algunos años con un sacerdote, que, sin embargo, no me supo dar una respuesta. Con san Agustín es diferente: con él se vive la experiencia de algo que ha sido vivido, él nos habla, nos habla verdaderamente».
Precisamente en Argelia le nació el deseo de recorrer las iglesias, las sinagogas, las mezquitas, e incluso ir al desierto. Sin publicidad, sin dinero y sin clamor. Pidiendo permiso para entrar y, sin molestar, a la luz de cuatro velas, ponerse a leer las tan amadas Confesiones. Donde la gente se pueda recoger «para plantearse “la pregunta”, para refrescar su fe, para abrir su corazón. Donde las personas decidan venir no para deleitarse con mi manera de actuar, sino para “sentir”. Detrás de las palabras está la formulación, y detrás de la formulación está de donde proceden las palabras: de un hombre que ha vivido, que ha dudado, que se ha liberado, que pasa de la oscuridad a la luz de lo absoluto de manera gratuita, normal. Agustín es alguien que vive». Así surgió la cita del 9 de febrero en Notre-Dame de París.

La película no se hará
El proyecto de hacer una película sobre la vida de san Agustín fue abandonado. «Después de leer las Confesiones respondí que no. Porque no se puede hacer una película sobre él: desviaría la atención de lo esencial a lo anecdótico. Hay que entrar en las Confesiones y escuchar las palabras que resuenan en nosotros mismos y entrar en otra verdad. Actuar es mi oficio, puedo ser Obelix o Napoleón, lo he hecho centenares de veces. Pero a san Agustín no podría interpretarlo porque habiéndolo encontrado he hallado la respuesta a una necesidad mayor. Es mi fe, mi fuente de vida, la verdad. De él saco la fuerza para seguir en pie, el gozo. He comprendido que la esperanza es más fuerte que el saber. Porque incluso cuando no sabía decir qué sentía, qué buscaba, esa cosa existía igualmente. Y, además, una película sobre san Agustín sólo habría podido hacerla alguien como Pier Paolo Pasolini: alguien que mediante las imágenes habría transmitido el Verbo».
A la pregunta de que si después del impacto con san Agustín su criterio a la hora de elegir las películas será distinto, responde que no. «También san Agustín tuvo fases distintas en su vida: vive en comunión con el Señor, pero también con los demás. El sabe distinguir lo monstruoso de lo que no lo es. Hace poco fui a un hospital criminal repleto de delincuentes, asesinos, y hasta infanticidas. En la vida no hay que censurar nada; no quiero decir con esto que uno tenga que experimentarlo todo, sino que no hay que tener miedo: aceptar la realidad tal como es sin olvidar nada».


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