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LECTURAS
Sacado del n. 12 - 2004

Mi Navidad en Belén


Desde este lugar quisiera llegar a toda la humanidad, en especial a aquellos cuyas oraciones he guiado durante veintitrés años en la Catedral de Milán. Quisiera que les llegara a todos ellos el mensaje que nace de esta cueva desnuda: incluso en las cosas más pequeñas de nuestra jornada, incluso en las más escondidas o aparentemente insignificantes,...


por el cardenal Carlo Maria Martini


El cardenal Carlo Maria Martini, arzobispo emérito de Milán

El cardenal Carlo Maria Martini, arzobispo emérito de Milán

Pese a que en Jerusalén el día de Navidad es, según el calendario civil, un día como otro cualquiera (este año cae en shabbat, es decir, el día de descanso semanal judío, pero sin referencia a nuestra festividad), muchos se dan cuenta de que para los cristianos este es un gran día de fiesta y corren a felicitarme en cuanto me ven. Dicen: «Hag sameah», que es la expresión común para felicitarse en las fiestas judías y que se podría traducir como: ¡que tu fiesta sea alegre, que te traiga gozo! Incluso algunas luces por las calles, pensando en los turistas (un guiño al consumismo), recuerda que estos días son para los cristianos algo especial. Los peregrinos aumentan (aunque no como sería de esperar) y desde Nochebuena todos los católicos (los ortodoxos celebran la Navidad cuando nosotros la Epifanía) corren hacia Belén. Todas estas señales, aunque discretas, dicen que también aquí la Navidad es un día en el que se espera algo hermoso y grande: un don desde lo alto, una alegría repentina, un respiro de paz después de tantos sufrimientos. De esta manera incluso muchos no cristianos captan algo del sentido de esta fiesta, que no es tanto la celebración de un aniversario (unos 2004 años del nacimiento de Jesús), sino la fiesta de la esperanza, de lo que se desea y se espera, es decir, la manifiestación definitiva y última del reino de Dios, para nosotros del Señor Jesús, la que secará todas las lágrimas y cerrará el tiempo del dolor. Muchos católicos participan en la noche de Navidad en la misa del patriarca latino en Belén. Éste sale a medianoche de la sacristía de la iglesia contigua a la Basílica de la Natividad (donde ofician los griegos ortodoxos) con la efigie del niño Jesús entre las manos para colocarlo en el centro del altar. Esta ceremonia la introdujimos también nosotros en Milán hace unos años, para recordar exactamente lo que ocurrió en Jerusalén durante la noche santa. Pero hace algunos años que yo no participo en esta misa, durante la cual la iglesia se abarrota de gente y no es fácil hallar un momento o un lugar de recogimiento. Prefiero celebrar la misa de Navidad, con algunos jóvenes estudiantes del Pontificio Instituto Bíblico de Roma que van a clase a la Universidad judía de Jerusalén. Decimos la misa en la llamada gruta de san Jerónimo. Este ambiente subterráneo está al lado de la gruta de la Natividad, en la que también hay un enorme vaivén de gente que baja por las escaleras para pasar por delante de la estrella que indica el lugar tradicional del nacimiento de Jesús. Nosotros, en cambio, nos reunimos en la pequeña habitación oscura a pocos metros de la gruta tradicional. Recuerda la estancia de treinta años de san Jerónimo aquí en Belén, en el lugar del nacimiento de Jesús. Me atrae y me conmueve la figura de san Jerónimo. Este estudioso inteligente y tenaz, cansado de las ambiciones y los cotilleos romanos, quiso retirarse a Belén para rezar y estudiar intensamente las Escrituras judías y cristianas, dedicándose sobre todo al trabajo de traducción de las lenguas originales al latín. Un trabajo monumental en una época en la que pocos conocían el hebreo y faltaban instrumentos de trabajo, como diccionarios y gramáticas. A él le debemos la traducción de la Biblia latina llamada “Vulgata”, que ha llegado hasta nosotros y que fue declarada por el Concilio de Trento, en el siglo XVI, el texto auténtico de la Iglesia latina. Aquí, a la sombra de la cueva de Belén, Jerónimo pasaba las noches estudiando las Escrituras y, a veces, como él mismo recuerda, se quedaba dormido con la cabeza recostada en el texto. Este ejemplo de fidelidad a Jesús en su humildad de Belén y fidelidad a las Sagradas Escrituras del primer y segundo Testamento me inspira profundamente. Como san Jerónimo, aunque muy lejano de su santidad y su rigor ascético y científico, yo también quiero estar aquí en Jerusalén adorando al Señor nacido por nosotros y para estudiar las Escrituras del pueblo judío y las de la primitiva comunidad cristiana. Quisiera de este modo conocer más a fondo algo del misterio de Dios y del hombre, que tan a menudo he encontrado en mi ministerio como obispo. Los días de Navidad, pues, ni siquiera aquí reservan experiencias especialmente “místicas”. Es algo así como una fiesta más, pero en la que somos conscientes del pequeño hecho ocurrido en Belén hace dos mil años y que cambió la historia del mundo. Esta historia aún hoy parece discurrir por los antiguos derroteros, pero nosotros, que hemos abierto los ojos con la gracia del bautismo, vemos que ya en ella actúan, en el entramado de la historia cotidiana, también en este país, la fe, la alegría, la capacidad de acogida y reconciliación y la paz que los ángeles cantaron sobre la cueva de Belén. Desde este lugar quisiera llegar a toda la humanidad, en especial a aquellos cuyas oraciones he guiado durante veintitrés años en la Catedral de Milán. Quisiera que les llegara a todos ellos el mensaje que nace de esta cueva desnuda: incluso en las cosas más pequeñas de nuestra jornada, incluso en las más escondidas o aparentemente insignificantes, incluso en las que nos hacen sufrir está presente el misterio de Dios que con amor se dirige hacia nosotros. Regreso como cada año de esta misa en la cueva con ojos un poco más nuevos. Incluso la visión de la ciudad de Belén, en su desolación y su abandono por la falta de peregrinos, nos ofrece la oportunidad de esperar que un día todo esto deje paso a la alegría, al bienestar y a la paz.


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