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MONASTERIOS DE CLAUSURA
Sacado del n. 12 - 2004

Lecceto antiguo, seducción de santidad


Les hemos pedido a las agustinas de Lecceto que escriban para nuestra revista un apunte sobre su vida y la historia de su monasterio


por las Agustinas de Lecceto


En esta página, imágenes del monasterio de Lecceto

En esta página, imágenes del monasterio de Lecceto

Lo que más asombro causa –esto nos dicen– viniendo a Lecceto (aunque a menudo se da por descontado, como si fuera natural) es el hecho de que un grupo de mujeres que no han elegido estar juntas, procedentes de experiencias, tanto personales como eclesiales, incluso muy lejanas entre ellas, con personalidad, sensibilidad, temperamento y carácter, gustos y puntos de vistas muy diferentes, vivan juntas las 24 horas del día, dando testimonio de unidad y afecto recíproco. Una manera tan cabalmente humana de estar juntas que puede ser sólo un don de Dios: «Es gracia de Dios que los hermanos vivan en la unidad; no por sus propias fuerzas ni por sus méritos, sino por don de Dios, por su gracia que como rocío baja del cielo» (cf. san Agustín, Comentario al Salmo 132, 10).
Hay una Belleza en este lugar. Es una Belleza que encontré cuando vine aquí la primera vez hace 15 años. Y no se trata sólo de la armonía de los cánticos, de la liturgia, de la humilde elegancia del hábito monástico, de la dulzura del trato femenino; es una Belleza, una Bondad, una Verdad que pertenece a este lugar, desde hace siglos llamado “Atracción de Santidad”, «Ilicetum vetus sanctitatis illicium» (Antiguo encinar seducción de santidad»). En efecto, una historia de santidad lo ha habitado. Lo que a cada una de nosotras nos llevó a pedir que pudiéramos vivir en la comunidad agustina de este monasterio, si bien las circunstancias fueron singularmente distintas y particulares, es precisamente esta atracción… «El Amor», dice san Agustín, «es una fuerza que atrae al alma» (Cf. Comentario al Evangelio de san Juan, 26, 4).
Es un amor que ha arrollado mi vida desde el principio, gratuitamente, anticipando el deseo de mi corazón. Más grande que mi corazón. Una gracia y una misericordia que abrazan la vida dando continuamente el perdón y la posibilidad de comenzar de nuevo. Un Amor que es verdad, que nos hace libres. En un momento determinado nace en el corazón una pregunta más grande: ¿a quién le pertenece la vida?, ¿para quién vivirla? Y se empieza a entrever una perspectiva y una posibilidad impensable y un deseo nuevo: vivir para Dios. San Agustín ha traducido todo esto en una Regla. La Regla es la caridad. «Ante todas las cosas, queridísimas Hermanas, amemos a Dios y después al prójimo, porque estos son los mandamientos principales que nos han sido dados (ante omnia diligite)» (cf. san Agustín, La Regla, 1). «En primer término ya que con este fin os habéis congregado en comunidad, vivid en la casa unánimes tened una sola alma y un solo corazón orientados hacia Dios », nos dice yendo cada vez más al núcleo de nuestra vida (cf. san Agustín, La Regla, 3). Esto no es más que la experiencia de la primera comunidad cristiana. Agustín quiere que la comunidad monástica viva la misma experiencia de la Iglesia naciente: «Cómo queremos vivir y cómo con la ayuda de Dios vivimos ya está descrito en este pasaje de los Hechos de los Apóstoles, muchos ya lo saben por la lectura directa de la Sagrada Escritura; pero para recordarlo mejor se volverá a leer el pasaje de los Hechos de los Apóstoles donde se describe la forma de vida que queremos seguir: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común” (Hch 4, 32). Habéis oído cuál es nuestro objetivo: rezad para quien lo podamos alcanzar» (cf Discurso 356, 1.2).
Es muy hermosa la definición que da Agustín de su monasterio «Ecclesiola in Ecclesia Dei» (una pequeña Iglesia en la Iglesia de Dios». El único corazón de Cristo palpita en ella, testimoniando la belleza de la unidad y de la paz. Estamos llamadas a hacernos Iglesia.

Quizá algunos piensan que nuestra vida contemplativa es un despilfarro. Para nosotras es interceder como una madre por la felicidad del hombre, dentro de la sencillez de lo cotidiano que fluye en el trabajo y en la oración, en el encuentro con el otro. «En el corazón de la Iglesia yo seré el Amor», decía santa Teresita del Niño Jesús, en sintonía con Agustín. Sobre todo en la oración litúrgica, que es nuestro modo de estar públicamente presentes en el mundo, nos sentimos comunión con todos los hombres. La vida monástica es un modo especial mediante el cual Dios actúa en la historia y la salvación llevada a cabo por Jesucristo resplandece y se extiende en el mundo. A nosotras sólo se nos pide que nos pongamos a disposición de Dios, que se digne utilizar nuestra vida como le agrade, por los caminos misteriosos que Él conoce, para la felicidad del mundo. La modalidad es simplemente vivir a fondo, plenamente, lo que es el don de Dios para nosotras, «como enamoradas de la belleza espiritual, e inflamadas por el buen olor de Cristo que emana de vuestro buen trato; no como siervas bajo la ley, sino como personas libres bajo la gracia » (cf san Agustín, La Regla, 48).


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