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MONASTERIOS DE CLAUSURA
Sacado del n. 12 - 2004

San Agustín, nuestra agua de manantial



por las Agustinas


El monasterio de Lecceto

El monasterio de Lecceto

Una vida nueva, joven, entusiasta anima desde hace algunos años los antiguos muros del monasterio de Lecceto, antigua Selva del lago, dando voz y canto, resucitando el antiguo cenobio agustino: milagro de la Providencia, imprevisibilidad de la Sabiduría amante de Dios.
Un Concilio nos había devuelto a las fuentes, al espíritu originario del fundador Agustín, y hemos encontrado de nuevo la claridad, la fuerza, la frescura de un carisma absolutamente capaz de novedades porque está en profunda sintonía con los tiempos y con el hombre de hoy.
Además, no era ninguna maravilla: Agustín, como todos los Padres de la Iglesia, es agua de manantial y al mismo tiempo hombre que ha conocido toda la gama de la experiencia humana, de alegría y de dolor, de pecado y de gracia. Dedicado y entregado por completo a la búsqueda de la Verdad y del Amor, los polos de su existencia.

Su monaquismo nace de la plenitud de la conversión y de la experiencia cristiana, propuesta de un camino de vuelta a la originaria pureza del hombre, en el seno de una Iglesia madre y maestra.
«Perfectus fidelis Ecclesia» (cf. Contra las cartas de Petiliano II, 104, 239) define al hombre que sigue su regla. Y está convencido de que sólo cuando el hombre es conducido de nuevo a sus raíces, vuelve a vivir la verdadera vida, cargada de esperanza.
Nosotras no hemos hecho nada más que traducir en acción, en vida, la inspiración monástica genuinamente eclesial del convertido Agustín, que aquí en Lecceto, a través de sus hijos, hombres de gran santidad y doctrina, había llenado mil años de historia. Se decía de ellos: «Los siervos de Dios son cielos portátiles que convierten en paraísos los lugares que pisan» (Sacra Leccetana Selva, siglo XVII).
¿El secreto? La fe, la esperanza, el amor. La pasión de comunión.
El deseo, la nostalgia: ver a Dios, ayudar al hombre.
Escribía santo Tomás de Villanueva, ilustre y santo hijo de Agustín, que vivió en los años de santa Teresa de Ávila: «Et finis monasticae est sola puritas cordis» (In die circumcisionis, c. 3, t.6 p.313).


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