San Agustín, nuestra agua de manantial
por las Agustinas
El monasterio de Lecceto
Un Concilio nos había devuelto a las fuentes, al espíritu originario del fundador Agustín, y hemos encontrado de nuevo la claridad, la fuerza, la frescura de un carisma absolutamente capaz de novedades porque está en profunda sintonía con los tiempos y con el hombre de hoy.
Además, no era ninguna maravilla: Agustín, como todos los Padres de la Iglesia, es agua de manantial y al mismo tiempo hombre que ha conocido toda la gama de la experiencia humana, de alegría y de dolor, de pecado y de gracia. Dedicado y entregado por completo a la búsqueda de la Verdad y del Amor, los polos de su existencia.
«Perfectus fidelis Ecclesia» (cf. Contra las cartas de Petiliano II, 104, 239) define al hombre que sigue su regla. Y está convencido de que sólo cuando el hombre es conducido de nuevo a sus raíces, vuelve a vivir la verdadera vida, cargada de esperanza.
Nosotras no hemos hecho nada más que traducir en acción, en vida, la inspiración monástica genuinamente eclesial del convertido Agustín, que aquí en Lecceto, a través de sus hijos, hombres de gran santidad y doctrina, había llenado mil años de historia. Se decía de ellos: «Los siervos de Dios son cielos portátiles que convierten en paraísos los lugares que pisan» (Sacra Leccetana Selva, siglo XVII).
¿El secreto? La fe, la esperanza, el amor. La pasión de comunión.
El deseo, la nostalgia: ver a Dios, ayudar al hombre.
Escribía santo Tomás de Villanueva, ilustre y santo hijo de Agustín, que vivió en los años de santa Teresa de Ávila: «Et finis monasticae est sola puritas cordis» (In die circumcisionis, c. 3, t.6 p.313).