El convento de Lecceto conoce una larga historia
desde hace siglos hasta hoy, pero parece un único tiempo. Parece que toda esta
historia hable ahora. El monasterio está situado a pocos kilómetros de Siena y
estuvo siempre habitado por los padres agustinos desde la primera mitad de 1200
hasta finales de 1800, cuando la supresión napoleónica. Los padres nos han
dejado una larguísima historia de santidad. En 1972 una comunidad femenina de
monjas agustinas se trasladó aquí desde la ciudad de Siena –quedaban sólo unas
pocas y débiles ancianas y su monasterio amenazaba ruina, no podían permanecer
allí– animadas y apoyadas por el arzobispo monseñor Castellano y el padre
general de la Orden. Y así Lecceto vuelve a ser ámbito de una nueva experiencia
monástica, de una vida dedicada a la oración y a dar testimonio. Parece una
única historia, el mismo anhelo, la misma y única búsqueda de Dios que siglos
antes había atraído a estos bosques a hombres cautivados por el amor de Dios y
el misterio de su vida. Son casi nueve siglos de historia durante los cuales el
movimiento monástico eremítico –que abarca toda la “Tuscia”– vio a hombres que
vivían en cuevas, algunas de las cuales existen aún cerca del monasterio,
consumirse en una vida llena de Dios. Testigos de la única esperanza
fundamental del corazón del hombre: encontrarse con Dios y consigo mismo,
llegar a la verdad, conocer la vida más desconocida, que es la de la Trinidad
que ha puesto su mirada en el hombre: «Nos creaste para ti…», escribió san
Agustín en las Confesiones: el hombre vive en esta tensión de esperanza. Aquí todo, el silencio y
la realidad que nos rodea, habla de esto y habla a todos los que vienen hasta
aquí hoy. Cuando a mediados del siglo XIII el pequeño cenobio de ermitaños
confluyó, por voluntad de la Iglesia, bajo Inocencio IV, junto con otros grupos
ermitaños de la Tuscia, en la Orden agustiniana –la llamada “Gran unión” de
1256–, el cenobio, rico de personalidades grandes por santidad y cultura, se
convirtió en un centro propulsor de espiritualidad y en punto de referencia
para todos. La vida de los monjes estaba compuesta toda ella de oración, una
oración hecha de apacibilidad, de compasión por el hombre. Los Assempri –anécdotas de esta primitiva vida
agustiniana– narran muchos episodios significativos. También Catalina de Siena
hacía referencia a este lugar. Dice un antiguo manuscrito: «La gran sierva de
Dios Catalina de Siena frecuentaba a menudo la soledad de este monasterio y
recurría al consejo y a la oración de los doctos y santos padres» (Sacra
Leccetana Selva, siglo
XVII). Hoy la lámpara de Lecceto se ha vuelto a encender y la sabiduría de
Agustín puede indicar aún el camino del Señor y de su Evangelio.