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IRAK
Sacado del n. 04 - 2003

ANÁLISIS. La Iglesia católica y la guerra

El primer Vía Crucis del siglo XXI


El conflicto iraquí no ha sido para el Pontífice “una guerra” que condenar. Desde el primer momento lo ha sentido como un “signo de los tiempos”, la señal inquietante de una ruptura de las reglas que habían garantizado la vida de la comunidad internacional durante medio siglo, y el indicio de una voluntad de potencia cuyos resultados son imprevisibles


por Marco Politi


Juan Pablo II durante el Vía Crucis en el Coliseo el 23 de marzo de 2002

Juan Pablo II durante el Vía Crucis en el Coliseo el 23 de marzo de 2002

Para Juan Pablo II la guerra iraquí es el primer Vía Crucis del siglo XXI. Camino de dolor que ha implicado a poblaciones inocentes, opción de violencia portadora de muerte a todos los que, aquende y allende el Atlántico, tenían derecho a seguir viviendo, tentación diabólica de usar la potencia, manifestación del egoísmo de un tirano, violencia infligida a la ley internacional, herida a la convivencia de los pueblos, de las culturas, de las religiones.
Por esto, para su Vía Crucis en el Coliseo, Juan Pablo II ha elegido este año palabras acongojantes de muerte. «La tierra será convertida en un cementerio. Tantos sepulcros como hombres. Un gran planeta de tumbas…». Un texto suyo, escrito en 1976 para Pablo VI, y, por tanto, lo siente incluso con mayor intensidad. Texto enriquecido con la imagen de María, inclinada hacia la humanidad para escuchar y consolar «el gemido de sus hijos».
Ciertamente, para los creyentes el sepulcro del Resucitado es prenda de salvación, pero la alegría de la Pascua no puede ni debe hacer olvidar las tumbas diseminadas por la violencia de una guerra que era evitable y cuya inmoralidad no podrá borrar ningún éxito en el campo de batalla.
Karol Wojtyla ha vivido los últimos meses –desde el primer brote amenazador de los preparativos de guerra americanos hasta el sabotaje del trabajo de los inspectores de la ONU, desde el ultimátum lanzado por Bush, ignorando la legalidad del Palacio de Cristal, hasta el estallido de las bombas– consciente de la importancia histórica del acontecimiento.
El conflicto iraquí no ha sido para el Pontífice “una guerra” que condenar. Desde el primer momento lo ha sentido como un “signo de los tiempos”, la señal inquietante de una ruptura de las reglas que habían garantizado la vida de la comunidad internacional durante medio siglo y el indicio de una voluntad de potencia cuyos resultados son imprevisibles.
Hay dos momentos en la historia contemporánea en que el papa Wojtyla ha captado lúcidamente la llegada de un cambio, una vuelta de página del ángel o del espíritu de la Historia, y con la misma lucidez se ha implicado en una batalla geopolítica.
La primera vez sucedió en los años ochenta, cuando antes que los líderes occidentales comprendió que el nacimiento de Solidaridad en Polonia no era un fenómeno de rebelión o reformista que el sistema comunista podía absorber, sino que constituía la revelación de la pérdida radical de consenso del modelo soviético. Así se explica la terca insistencia con la que el Papa defendió la vuelta de Lech Walesa, no aceptando ningún trueque, ni siquiera de privilegios clericales. Porque Walesa y su sindicato «y nadie más» eran la dirección que había que tomar si se quería romper con el sistema del partido único. Fueron años marcados por una actividad política internacional de la Santa Sede abierta, prudente y tenaz, que llegó a una convergencia estratégica con la América de Ronald Reagan para hacer frente al “imperio del mal”. «Vergüenza de nuestros tiempos», como lo definió el cardenal Joseph Ratzinger en un célebre documento.
La misma agudeza al intuir que se estaba abriendo una página inédita (y peligrosa) en la historia de la humanidad se manifestó en Karol Wojtyla, cuando, a partir del otoño de 2002, los ideólogos americanos de la “potencia sin frenos” empujaron a George W. Bush a la la invasión y la ocupación de Irak. Y una vez más, con idéntica energía y sin preocuparse de su edad, el papa Wojtyla ha llevado a cabo una acción política planetaria para que fuera evidente a los ojos de los pueblos que había «y sigue habiendo» un camino alternativo para gobernar las crisis del mundo.
Merece la pena recordar la atmósfera del pasado otoño. El “no” de Alemania, se decía, era sólo una chispa electoral. Francia protestaría, pero no llegaría a usar su derecho de veto en el Consejo de seguridad. Rusia se pondría astutamente de acuerdo con los Estados Unidos. Y todos, más o menos refunfuñando, seguirían el mal menor, dejando que la ONU aprobara el ataque contra Irak.
Sucedió lo contrario y tranquilamente puede analizarse cómo la acción de Juan Pablo II ha contribuido fuertemente a formar y reforzar ese amplio frente que no ha legitimado la guerra de Bush, impidiéndole a la superpotencia americana hacerse en la ONU –a pesar de las represiones, amenazas y chantajes económicos– con la mayoría necesaria para dar una fachada de legalidad a la empresa. Si Chile y México, tan interesados en tener buenas relaciones con los Estados Unidos, no dijeron que sí; si Alemania mantuvo su postura, a pesar de las críticas de la oposición democristiana al canciller Schroeder; si Canadá, vinculado estrechamente a Estados Unidos por la amplitud extraordinaria de su intercambio comercial, propuso hasta el último momento soluciones que dieran más tiempo a los inspectores de la ONU; si en Italia y en España –cuyos gobiernos han seguido a Bush– la mayoría de la población ha tomado posturas contra la guerra, no cabe duda de que la inédita movilización en favor de la paz puesta en marcha por Juan Pablo II ha desempeñado su papel.
El Papa ha desarrollado su política por grados y sin recurrir a efectos fáciles. En octubre envió una carta reservada al presidente Bush exhortándole a actuar en el marco de las Naciones Unidas, luego, a partir de diciembre, comenzó a enviar señales concretas por medio de sus colaboradores más estrechos. Su ministro de Exteriores, monseñor Jean-Louis Tauran, denunció la falta de fundamento de la “guerra preventiva” y aclaró que «se corría el peligro de caer en la ley de la jungla» si cada Estado decidiese “poner orden” en cualquier región del mundo a su antojo. El cardenal secretario de Estado Angelo Sodano reafirmó que la guerra preventiva no pertenece al vocabulario de la ONU y puso en guardia a los Estados Unidos de no excavar un foso duradero entre Occidente y mundo islámico. Monseñor Renato Martino, presidente del Consejo pontificio Iustitia et Pax, explicó que no puede haber un «policía universal, que meta en cintura a los que se porten mal».
Al mismo tiempo –esperando cada vez el momento más oportuno– el Pontífice ha enviado como sus mensajeros a Bagdad y a Washington a los cardenales Roger Etchegaray y Pio Laghi para invitar a los líderes iraquí y estadounidense al sentido de la responsabilidad: Sadam Husein a cumplir con total disponibilidad las peticiones de la ONU; George W. Bush a no abandonar la vía del multilateralismo y del pacto de convivencia internacional contemplado en la Carta de la ONU. Contemporáneamente un movimiento variado de parroquias, asociaciones, obispos, cardenales que por amplitud e intensidad de la movilización no tiene precedentes ha llevado adelante las enseñanzas de Wojtyla.
Y, sin embargo, no se comprendería nada de la personalidad de Wojtyla si no se tuviera en cuenta que en cada momento de su actividad pública se trasluce también su aspecto místico y de predicador del Evangelio. Su mención a las lamentaciones de Jeremías («Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre»), sus invitaciones a la oración, sus amonestaciones sobre el «silencio de Dios», su exhortación al ayuno por la paz que tanto seguimiento ha tenido entre multitud de no creyentes, han demostrado –quisiera casi decir físicamente– que la fe vivida no es consolación vacía, espiritualismo desencarnado, sino factor concreto para promover el bien común. Fides et ratio, las estrellas polares de una de sus últimas encíclicas, pueden por derecho formar el emblema del compromiso geopolítico del Pontífice en este periodo. Porque por fe y por razón Juan Pablo II ha trabajado por la convivencia y el desarrollo de relaciones armoniosas de la humanidad más allá de cualquier diferencia de raza, religión, cultura o sistema económico.

Para el hoy y para el mañana
Una vez que estalló la guerra, con su resultado obvio, algunos se han preguntado qué sentido ha tenido su larga batalla. La conclusión, a menudo subyacente en la pregunta, es que es mejor abandonarse a la realpolitik dejando que los llamamientos de Juan Pablo II vayan a parar a los archivos de los buenos propósitos morales, si no moralistas.
Pero no es así. Karol Wojtyla –junto con Francia, Rusia y Alemania, los movimientos de los no alineados, los países árabes y muchísimos países latinoamericanos, asiáticos y africanos– ha impedido que las Naciones Unidas perdieran para el futuro su legitimación moral, dando su beneplácito a la invasión y a la ocupación de Irak. Para los que no quieren que se afirme la ley del más fuerte, la ONU sigue siendo aún hoy el único garante de la legalidad internacional como sistemáticamente dicen los comunicados de la Santa Sede tras las muchas entrevistas que el Papa ha mantenido con Joschka Fischer, Kofi Annan, Tony Blair, Tarek Aziz, Silvio Berlusconi. Los discursos del Papa han hecho comprender a todos –especialmente en Oriente Próximo– que la guerra de Bush no es un choque entre cristianismo occidental e islam. En fin, Juan Pablo II ha conseguido reafirmar que las religiones, a diferencia de cómo las viven los fundamentalistas, no deben ser instrumento de conflicto, sino que pueden ser –y lo son– factores de fraternidad y de convivencia. Los comunicados conjuntos de anglicanos y católicos en Inglaterra, los documentos firmados por judíos, cristianos y musulmanes en Francia, el llamamiento de los protestantes y de los ortodoxos del Consejo nacional de las Iglesias estadounidenses al Pontífice para que fuera a hablar al Palacio de Cristal, los reconocimientos procedentes de exponentes islámicos de Oriente Próximo, son semillas preciosas de una geopolítica futura, caracterizada por el diálogo y la confrontación (e incluso por el legítimo choque de intereses, pero en el ámbito de reglas internacionales comúnmente compartidas).
Ahora que Irak parece conquistado, se ponen en evidencia todas las previsiones preocupadas expresadas por muchos en vísperas de la guerra y que han hecho exclamar al cardenal Roger Etchegaray que estamos ante la «tercera guerra mundial». La inestabilidad de las relaciones internacionales es profunda, como ha subrayado el presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, el cardenal Camillo Ruini. En lugar de la democracia va a llegar a Bagdad un procónsul americano con superintendentes americanos en los ministerios y un prefecto para el Petróleo, que es un ex gerente de la Shell. La ONU, según la Casa Blanca, deberá hacer sólo de intendencia humanitaria.
Juan Pablo II, en su reciente entrevista con el ministro francés Dominique de Villepin, ha indicado la ruta que la Santa Sede quiere seguir: dejar que sean los iraquíes los que decidan sobre su futuro y sus recursos, dar a las Naciones Unidas el papel central de la transición a la paz.
Sabemos que los halcones del entorno de Bush se ríen ya de estas instancias. La opinión pública mundial, sin embargo, parece estar con el “viejo de Roma”. Y esto es un milagro del tercer milenio, que nadie en el cónclave de octubre de 1978 se podía ni siquiera imaginar.


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